Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


lunes, 31 de enero de 2011

La infidelidad del girasol


En un tiempo muy, muy lejano existió un campo mullidamente verde del que brotó un tierno y solitario girasol al que el canto de las aves dio el nombre de Adalberto. Era aquel un girasol de tan resplandecientes cabellos y tan frágil apariencia, que la Hierba que crecía a su alrededor no pudo evitar enternecerse y pronto en su pecho germinaron unos sentimientos a los que bien podríamos designar como instintos maternales. Así que, como aun recién comenzaba a perfilarse la primavera y los días eran todavía fríos, y un viento hostil llegaba procedente de aquel lugar donde nacen las nieves, la hierba se tensaba hasta casi arrancarse de la tierra, para convertirse en escudo o muralla y así evitar que las ráfagas heladas penetrasen hasta corroer el tallo del girasol. Pero era tal la ofensiva del viento y tantas sus embestidas, que aquellas situadas en la parte exterior no tardaron mucho en helarse y el hielo acabó por secarles hasta la última gota de savia de sus cuerpos y con ella la vida. “Afortunadamente-pensaron las supervivientes-Adalberto es todavía demasiado pequeño para erguir la cabeza por encima nuestra y divisar a nuestras hermanas muertas, pues este sería un golpe demasiado duro para alguien tan tierno y joven”. Y es que ellas mismas se sumían en hondo pesar al contemplar como a su alrededor todo era arrugado y seco, y como sus antes verdes y relucientes compañeras iban regresando paulatinamente a la tierra.

Pasó el tiempo y al fin llegó el día en el que la primavera se tornó cálida y en su abrazo volvió a surgir la hierba, con tanto vigor que ya apenas quedaba huella del combate con el viento. Y el mismo Adalberto había crecido tanto que podía erguir la cabeza por encima de sus hombros y divisar el océano verde que se extendía a su alrededor, como si el no fuese más que una isla flotando en un mar de hierba. Era Adalberto un girasol tan alto y carnoso que la Hierba no podía evitar sentirse orgullosa y pensaba-aunque esto no podía afirmarlo, ya que no había visto ninguno antes- que Adalberto era el girasol más hermoso que nunca había existido.
Y así llegó el verano en el que el sol es el único soberano. Adalberto se pasaba los días con sus brazos extendidos al cielo y gozó como nunca al sentir la ardiente caricia del astro rey en su rostro. Pero al llegar la oscuridad se sentía languidecer y abatido, arrastrando sus cabellos por la Tierra una noche se dirigió a ella de esta manera:
-Madre, tú que me acoges en tu seno y eres tan vieja y sabia, dime ¿por qué cada noche se ceba en mi corazón la pena y cunde en mi pecho tan gran desánimo?
Al escuchar estas palabras la Hierba empalideció, pues descubrió como a pesar de lo maternal y protectora que siempre se había mostrado con Adalberto, éste se dirigía a la Tierra de tal manera. De todos modos, a pesar de este primer sobresalto, pronto hubo entre la hierba voces que llamaron a la calma, no en vano, decían, la Tierra es la madre de todos los seres.
-Ah! Eres tan joven Adalberto!-contestó la Tierra con voz granítica- y desconoces tantas cosas! ... Deberías abrir tus oídos a las historias que cada día a nuestro alrededor susurra el aire, pero… ya sé! ya sé! me dirás que tú desconoces su idioma y que para mí es muy fácil reprocharte, puesto que no hay lengua de las que pueblan los bosques cuyo canto me sea desconocido. Además tú has nacido único en tu especie en este verde campo, sin más alimento que el que te proporcionan mis ubres y sin más cuidados que los que te prodiga la maternal Hierba. Así que yo misma hablaré al Aire que como culpable de tu soledad- pues no en vano habrá arrancado tu semilla del lugar de donde debías haber nacido para traerte a este lugar donde todo lo desconoces- no podrá negarse a contarnos esa historia que sin desmayo repite el eco del bosque…..Ven Bello Aire, príncipe inconstante-clamó la tierra-Ven a contar la historia del niño de los cabellos de oro a este girasol incómodo con su propia naturaleza pues tú, caprichoso, lo desviaste de la senda que debía tomar.
-Calma! Calma! Oh! Madre tierra, reina entre reinas. Origen y final de todo. Seno y sepulcro de todo lo que ha sido, de todo lo que es y de todo lo que será. No hace falta que a mí te dirijas con reproches, porque si bien soy inconstante, también soy inconsciente-aquí el aire sonrío orgulloso ante su propio ingenio- y nunca pretendí separar a este girasol de su familia. Así que, cuando vi las consecuencias de mis actos, le pedí a mi hermano el Viento del Norte que extinguiese su vida- todavía no era más que un brote y por lo tanto no tenía uso de razón- para poder devolverlo a ti, rogándote que le dieses una segunda oportunidad y la existencia que por estirpe le correspondía. Afortunadamente en aquellas circunstancias y pese a su aparente fragilidad, no le faltó defensa, pues fue la hierba paladín incansable, ejército rocoso que no sucumbió ni a la fatiga, ni al desaliento, ni a la muerte (y eso que fueron incontables las víctimas de tan numeroso ejército). Afortunadamente, digo, pues tengo para mí que nunca había visto entre los de su especie ninguno tan hermoso. Tanto más que cualquier otro parece un digno heredero del niño de los cabellos de oro, cuya historia con inmenso placer os he de contar. Para que ambos me entendais de modo simultáneo-y así oh madre! para que no tengas que ejercer de traductora-emplearé para narrarla el lenguaje que hablan las flores. Así que sin más preámbulos, empiezo…
-“Hace muchos años, en un lugar muy, muy lejano, nació un niño tan hermoso que el radiante Sol enseguida se encaprichó de él. De tal modo que asomándose por la ventana del cuarto donde el neonato dormía, penetró su luz en la estancia y acariciando la infantil cabeza le concedió el don de que en cuanto le medrasen-puesto que la cabeza del niño, como ocurre a menudo entre las crías de los hombres, lucía todavía virgen –sus cabellos tendrían su mismo color- atributo que, como todo el mundo sabe, es especialmente apreciado entre los humanos. Así que el niño creció y una mata rubia como el oro fue cubriéndole la cabeza, hasta que se hizo tan espesa que cuando se la miraba recordaba a los campos de trigo en el momento que alcanzan su máximo esplendor. Su sola comtemplación provocaba en los hombres el feliz sentimiento que surge cuando los rayos de sol hieren con sus dedos las monótonas y densas nubes del crudo invierno, y entonces los cielos semejan desangrarse de luz. Así que las gentes cuando estaban tristes sólo tenían que acudir a la granja donde vivía el niño y en sus corazones brincaba de nuevo la alegría. Por todas estas razones, podéis imaginar que era este un niño muy querido.
La gente se percató de que durante aquellos años el Sol se había asomado con más frecuencia de lo acostumbrado, así que aquellos fueron años de prósperas cosechas. Para nosotros estaba claro que el Sol se prodigaba porque no podía permanecer demasiado tiempo lejos de su querido niño, así que le veíamos agarrar a las molestas nubes por sus colas y con toda la fuerza de sus robustos brazos las arrojaba lejos de su presencia, para que así no pudieran enturbiar la contemplación del pequeño Elíseo, pues era así como tan afortunado niño se llamaba. Y así Eliseo correteaba por los bosques ajeno a tan apasionado amor y vivió una Infancia feliz y sana, hasta que un día de un lugar antes muy lejano vió llegar a la Adolescencia en cuyo horizonte, aquellos entre nosotros más sagaces, ya podíamos vislumbrar al hombre que algún día habría de ser. Con la Adolescencia el temperamento de Eliseo se templó un poco, pues si durante niño parecía que con sus piernas quería abarcar el mundo y aprisionarlo entre sus angélicos brazos, ahora eran sus ojos los que pasaban horas contemplando su singular belleza. Y como para la mayoría de los jóvenes, la Adolescencia fue la época en la que sus párpados se cerraban con singular melancolía y en su pensamiento se tejían inerminables versos sobre el amor y la vida. Todo esto no hizo sino que aumentar la devoción del sol que se levantaba más y más temprano para acudir al encuentro de Eliseo. Tanto que ocurrió que una mañana que se despertó antes de tiempo, cuando todavía la luna permanecía impertérrita en el inmenso cielo, pudo sorprender al joven Eliseo que alzando los brazos hacia ésta le dirigía las siguientes palabras:
Oh bella luna
Tú que reinas en la noche
y empalideces a las estrellas
y que si asomaseis a un tiempo
tu brillo haría parpadear
al mismísimo sol
consiente que desde ahora
sea yo
tu único
y devoto
siervo

Al escuchar estas palabras un rugido que hizo temblar las alas de pájaros e incluso provocó el desvanecimiento de la misma luna, surgió de los labios del sol. Su furia iba en aumento al meditar que aquel su niño amado se había consagrado a su eterna enemiga. Y maldijo a Eliseo de tal modo que nunca pudiese contemplarla de nuevo y por lo contrario lo condenaba a que en las horas en las que él era el único rey de los cielos- pues, se envanecía, el poder de la luna distaba mucho del suyo puesto que estaba obligada a soportar durante la noche la irrupción de las inoportunas estrellas- tuviese su rostro permanentemente orientado hacia el suyo. Así que en ese instante el desdichado Eliseo fue transformado en una flor del tamaño de un joven y las gentes que nunca habían visto flor de esa especie, una vez observaron su curioso comportamiento le dieron el nombre de Girasol, pues durante el día se pasaba las horas persiguiendo los pasos de este en el inmenso cielo.
Así fue como de un modo dramático pero a la par hermoso, surgió una nueva especie, a la que, teniendo en cuenta las evidencias, podemos afirmar que pertenece nuestro amigo Adalberto”
-Sí que es una hermosa historia-afirmó la madre Tierra. Pero mira el triste rostro de nuestro querido Adalberto. Al contemplarlo una llega a creer que ciertamente hay ciertos ejemplares en su especie que están predestinados a la desgracia. Claro está que al haber permanecido desde tan niño entre la feliz hierba, sin la compañía de otros de los de su especie, su corazón late al unísono de esta y no comprende y no admite los dictados de su propia naturaleza.
-Quizás todo haya sido culpa de la hierba que se ha mostrado vulgarmente maternal- dijo el Aire al que no caían bien los paternalismo, puesto que tenía por costumbre dejar morar libremente y cuasiolvidados a la mayoría de sus descendientes.
-No… no es eso-dijo en hilo de voz Adalberto- No culpes a la hierba impetuoso Aire, puesto que esta ha sido siempre tan afectuosa conmigo que hasta este verano nunca me había sentido extraño a ella…. Sencillamente estaba pensando en la desdicha de ese joven encerrado en el cuerpo de una planta.
-Oh-dijo la Hierba-es tan bondadoso y tierno…casi se podría afirmar que dentro de su tallo late un noble corazón-En ese momento y al unísono brotó de sus ojos el llanto que de haber sido observado por cualquier criatura humana, hubiese sido confundido con el más hermoso manto del rocío.

He aquí llegado el momento en el que el narrador debe interrumpir tan enternecedor diálogo para poner en antecedentes al lector de que en el momento en el que el aire abordaba la historia del niño de los cabellos de oro, el sol comenzaba a desperezarse tras las cercanas montañas. Asi que después de enjabonarse bien la cara y cuando se hallaba completamente despierto, no pudo dejar de reparar en aquella reunión de tan extraordinarios personajes. Y un estremecimiento recorrió su espalda al comprobar que aquella suerte de asamblea tenía como centro al ejemplar de girasol más hermoso, pero a la par el más rotundamente triste que nunca antes hubieron contemplado sus ojos. Así que no pudo evitar reprocharse el hecho de no haber reparado antes en aquel al que todos llamaban Adalberto. Por lo que, como el lector supondrá, se dispuso a escuchar con gran sigilo e interés, aquella historia que con grandes aspavientos declamaba el Aire. A medida que se introducía en la misma se sorprendió al pensar que había pasado tanto, tanto tiempo de aquellos acontecimientos, que ni siquiera de ellos se acordaba. Pero con cada palabra el aire iba rescatando una imagen de su memoria y de pronto esa imagen se tornó nítida y se parecía tanto al rostro de un niño que tenía los cabellos del color de su misma piel!!!… Un sentimiento surgido de un lugar íntimo y cálido asomó a su pecho. Era aquel un sentimiento de amor tan puro-sin el más mínimo rastro de aquel odio que un día lo pervirtió- que casi se sintió reventar y pareció que un gran incendio- de tal magnitud que la hierba sintió sus mejillas secas de las lágrimas que tan sólo hacía unos instantes las inundaban- abrasaba las cercanas montañas
-Oh!-dijo Adalberto una vez repuesto del susto-Sólo es el sol que con ímpetu despierta…-Y a medida que la luz se propagaba sentía como sus miembros entumecidos por la noche recuperaban el vigor perdido. Sus pétalos se desplegaron con regocijo para que las mariposas vinieran a saludarle. El aire le tomó de la cintura y comenzaron a moverse al compas que marcaba la hierba quien, entusiasmada, no dejaba de aplaudir. La madre Tierra asentía… De pronto sintió despegar sus raices del suelo y al mirarlas vió que no eran raíces sino un par de delicados piececitos. Y él ya no era el robusto girasol en el que, gracias a los maternales cuidados de la Hierba, se había llegado a convertir. Sino que era un niño con los cabellos de oro que no cesaba de bailar entre los brazos del aire y a medida que bailaba, ascendía. Tanto bailó que pronto una gran distancia lo separaba de la Tierra y no mentiríamos si dijéramos que en aquel momento sintió miedo. Pero miró a los cielos y lo único que vió fue al sol con sus cálidos brazos abiertos de par en par y ya no hubo miedo, sino sólo un batir de caballos desbocados. Aun así, a pesar de la felicidad que le embargaba, se guardó un momento para despedirse de aquellos a quienes dejaba y se acordó de la verde hierba a la que desde la distancia concibió por primera vez como la madre que nunca había tenido. Así que para ella fue su último pensamiento.
Una vez que Adalberto se perdió de vista la tristeza se abatió sobre aquel campo mullidamente verde. A pesar de que sabían que por fin su querido niño sería feliz, pues todas presentían que nunca había sido otra cosa más que un niño encerrado dentro del tallo de un girasol. Pero de repente la hierba se sintió cambiar, como si la hubiesen teñido de un nuevo y cálido matiz. Miraron al cielo y descubrieron que el sol resplandecía de un modo distinto, pero que a la vez les resultaba familiar. Pues pronto advirtieron que aquella nueva luz les recordaba de un modo sorprendente a un tierno y joven girasol de cabellos resplandecientes, con el que hasta hace poco la hierba jugaba a ser madre.

2 comentarios:

Darío dijo...

Te dije que tu escritura me hace acordar a Wilde? Es tan delicada. No puedo decir más, menos de la historia, porque no pude acabar de leerla.
Beso

vera eikon dijo...

La verdad es que esa comparación supera todas mis expectativas...Confieso que desde niña me persiguió una historia que había leído en alguna de tantas ediciones de cuentos para niños. Sólo años más tarde descubrí que aquella historia que tanto tiempo me había obsesionado era "El Príncipe Feliz"de Oscar Wilde.Así que quizás inconscientemente esa historia que tanto me gusta continúe persiguiéndome en lo que escribo...De todos modos durante estas últimas semanas he estado releyendo "Olvidado Rey Gudú"y no hay que olvidar que Ana María Matute es la Dama del Bosque (quizás también se note su mano en mis últimas historias)
Biquiños