Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


lunes, 24 de enero de 2011

EL CORO



Aquella tarde se percibía un gran revuelo entre las palabras. Durante la mañana, con gran solemnidad, se había promulgado un bando por el cual se las informaba de que, después de un tiempo en blanco, “El Poeta” había recibido súbitamente la visita de la muy noble dama Inspiración y había sido tal la impresión que esta le había causado que enseguida una pasión de desbordante caudal había anegado su corazón. Asimismo se las conminaba a que se mantuviesen alerta y a disposición del Poeta, por si este requiriese su presencia.
Sin duda todas entre las palabras eran conscientes de la importancia de su labor, porque sólo a través de ellas “El Poeta” era capaz de achicar el agua sobrante y mantener a flote y latente su vigoroso pero sensible corazón. Y aunque yo no me considero quien para poner en duda la nobleza de su proceder, he de matizar que la causa de tan grande revuelo no era esa, sino otra que tenía más que ver con la coquetería que con el altruismo.
Era gracioso verlas, como un manojo de nervios, revolotear de un lado para otro revisando sus tocados, perforando sus labios con carmín, ensayando seductoras posturas ante el espejo. Algunas, tras haberse perfumado concienzudamente las axilas, incluso se habían abrillantado con el fin de aparecer resplandecientes, para con su luminosidad llamar de un modo irrevocable la atención del poeta. Porque de todas era sabido que “El poeta” era, entre todos los seres (aparte de los niños), el único capaz de hacer cantar a las palabras. Y todas las palabras desde que eran muy chiquititas soñaban con cantar, pues sabían que era esa la labor en la que mejor lucían. Así que aquella profusión de ungüentos, pelucas, bordados y alhajas iba encaminada a la consecución de una única y atildada ambición: formar parte del coro del poeta.

A mí, lo que realmente me causaba mayor admiración era verlas afinar sus voces, pues al hacerlo a su modo descordinado y caótico, me recordaban mucho a los sonidos en los que prorrumpe la naturaleza. Cuando las escuchaba, un grito desgarrador anidaba en mi pecho y para no arrojarlo a los cielos e interrumpir el improvisado ulular de las palabras, tenía que deshojarlo en templadas lágrimas que al caer inflingían heridas al suelo, naciendo de cada herida una flor.
Por aquellos tiempos era yo un fauno asilvestrado (muy lejos del fauno cortesano que en un futuro llegué a ser) que había creado un tosco instrumento de cañas para imitar el aullar del viento. Pero era inquieto y a la vez carente de imaginación, de resultas que lo que era mi dicha era a la vez mi desgracia, pues si bien tenía el don de amaestrar los sonidos era a la vez incapaz de proporcionarles un nuevo orden e inevitablemente caía en el aburrimiento. Así fue como un buen día, mientras perseguía las voces del bosque, llegó a mí la alegre algarabía de las palabras y sin más me tumbé en la hierba, con la flauta silente a mi lado abandonada.
Posteriormente pude comprobar que si bien las palabras generalmente eran presas de la más grande alegría y liviandad, eran a la vez capaces de ahondar en la más profunda tristeza. Y entonces a su alrededor enmudecían las fuentes y las ramas de los árboles pendían sin hojas. En eses momentos incluso el cantar de los pájaros me producía dolor. Entonces cogía mi flauta y comenzaba a trenzar melodías tan alegres que las palabras dejaban de estar cariacontecidas y se ponían a bailar la extraordinaria danza perdida, que habían aprendido de las olas.
Pienso que ellas confundían la melodía de mi flauta con el frufru del aire al deslizarse entre las hojas de los árboles, pues nunca me pareció que advirtieran mi presencia.
Durante todo aquel tiempo yo había comprendido que aunque cada palabra tenía por sí misma una sonoridad única, vibrante y bella, era en los momentos en los que unas se conjugaban con las otras cuando esta sonoridad se multiplicaba, alcanzado cotas de sonido de insólita hermosura. Y si esto sucedía durante la noche, se podía percibir como en el oscuro cielo la luna goteaba su brillo más silenciosa.
Y al fin llegó el día en el que se publicó el bando que las puso a todas al filo del infarto. En un primer momento tras la lectura del mismo un gran silencio se ahuecó en el bosque. Pero pronto el nerviosismo cundió en todas que se pusieron a repicar cual campanas. Era en verdad aquel un delicioso espectáculo.
Pude ver como las que tenían fama de más astutas comenzaron a revolotear alrededor de los demostrativos y las preposiciones, pues al parecer las tonalidades de estas eran casi imprescindibles para la ejecución de la melodía y tenían la esperanza de que por proximidad y de rebote el poeta las terminase empleando. Para mí era indudable que palabras como algoritmo, rúbrica, paspartú y diáspora tenían coloratura de soprano. Sin embargo palabras como elefante, cohete y alameda se sentían más cómodas en la de contralto. Pero era esto no más que una apreciación personal.
De pronto sentí como si una corriente de aire se deslizase a nuestro alrededor y a medida que esta se iba desplazando, los rostros de las palabras se tornaron de una mayor gravedad. Pensé llegado el gran momento en el que el poeta había cogido la pluma y pronto comprobé que no andaba equivocado, puesto que aquellas entre las palabras que debían ser las escogidas de pronto aparecieron vestidas con sus mejores galas, que consistían en unos sofisticados trajes de negra tinta, con una marca de luz allí donde tenían el corazón. Me pareció que aquellos vestidos les sentaban mejor que su propia piel.
Así que cuando por fin todas las voces habían sido seleccionadas y llegó el definitivo momento en el que elevaron sus cantos al cielo, la naturaleza vibró y sentí como por un instante la tierra giraba en el sentido correcto. Pero aquel sonido que nos envolvía en su abrazo, aunque nuevo no dejaba de resultarme familiar y también yo lo sentí como una nueva piel que se pegaba a mí mejor que mi propia piel. Así que en un impulso cogí mi flauta de caña, que de nuevo en el suelo descansaba silente y comencé a tocar, acompañando la melodía que conformaban las palabras en los labios del poeta. Y se abrieron los cielos para regalarnos su lluvia que, con su rítmico golpear la tierra, también cantaba. Las estrellas de la noche se nos unieron entonando sus arpas. Y el aire se llenó de ronroneantes aleteos de pájaro. Incluso pude escuchar crecer la hierba. Entonces supe que todo el universo es música y que cada día la naturaleza nos habla. Lo trágico es que mientras los oídos de los hombres no estén preparados, el mundo enmudece.
Suerte que yo sólo soy un fauno durante un tiempo muy asilvestrado…

2 comentarios:

Darío dijo...

Que dulce locura este reino de poeta y palabras. Y tu forma de narrar es tan delicada, que me hizo acordar, salvando las distancias, a Oscar Wilde.
No suelo decir cosas que no pienso o no creo, excepto que las circunstancias sociales o emotivas sean demasiado acuciantes. Pero insisto, tu forma de escribir es preciosa, y ese mundo de palabras es un encanto.
Un abrazo.

vera eikon dijo...

UFFF! Tus palabras me arrancan de cuajo... gracias porque el halago espontáneo, entre desconocidos, brota directamente de ese músculo sangrante que tenemos bajo el pecho y al que llamamos corazón. Ayer pensaba que escribir es un acto de complicidad ( quizás parezca locura pero tengo la sensación de que las historias que escribo no son mías, sino que estaban ahí, en algún lugar esperando a que alguien, yo u otro, les regale una nueva piel)y precisamente esta historia tuvo su origen en un comentario de Maia en el blog de Emma Gunst, algo acerca de que las palabras cantan....y es ese sentir las palabras como algo vivo, algo palpable, carnal e inflamable a lo que esta historia responde
Abrazos