Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


martes, 5 de abril de 2011

TANGO (parte primera)





Esta es la historia de un hombre solo. De un hombre que nunca más podrá hallar cobijo en los ojos de sus semejantes. De alguien cuya opaca sustancia es repelida por los rayos del sol y que, por consiguiente, nunca más volverá a inflamarse, a desbordarse, con el espíritu de la vida. En definitiva, es la historia del hombre que yo era y de cómo llegué a convertirme en el hombre- no sé, quizás sería más acertado decir "la sombra"- que ahora soy. En consecuencia pido de antemano disculpas a aquel lector que no pueda dejar de percibir en este relato cierta tendencia a la exaltación y al sentimentalismo, pero es difícil contar en tono exento de todo dramatismo el desarrollo de unos acontecimientos en los que uno es el epicentro. Una vez expuesto lo anterior y sin más preámbulos, comienzo…


A decir verdad siempre me he considerado un ser solitario. No se trata de que rehuyera totalmente la presencia de los demás, por lo que tampoco se puede decir que mi espíritu estuviera infectado de esa curiosa afección llamada misantropía. En realidad yo me inclinaba más hacia la abstracción, o hacia la mera contemplación de la vida, y sobre todo a la delectación de esos intersticios que surgen en la interacción entre el mundo y el hombre, a los que denominamos arte. En cuanto a mis congéneres, siempre he sentido un inmenso placer en observarles desde la distancia. A la mayor parte de los actos sociales a los que asistía, lo hacía más bien impelido por este afán de estudio que por el placer de interactuar con los allí presentes. Si bien mi fluidez en el arte de la conversación conseguía que la mayoría de aquellos a quienes trataba no fueran conscientes de la superficialidad de nuestras relaciones, y, seguramente, no me equivoco si afirmo que algunos entre ellos tenían la jactancia de referirse a aquellas con el sustantivo de amistad. Mi ventaja consistía en que yo conocía y disponía siempre los límites de esas relaciones. Límites que sólo en raras ocasiones dejaba traslucir a los otros.
Entre aquellas relaciones destacaba la figura de Aníbal Otero, un joven artista, distinguido y apasionado, al que unos tacharían de excéntrico y al que yo daría el calificativo de genio. Supongo que parte de mi fascinación hacia él se debía, en cierto modo, al abismo que separaba nuestros caracteres, y que acabó por convertirlo en mi principal objeto de estudio. Ahora pienso que este sentimiento de curiosidad bien podría estar entroncado con la amistad, o incluso con el amor. Pero eso deben juzgarlo ustedes.

Antes de continuar, debería precisar que el círculo en el que me movía estaba constituido por lo más selecto de la sociedad. Mis padres habían fallecido en un accidente automovilístico, cuando yo no era más que un niño. Por ello pasé directamente a la tutela de mi abuelo, quien, aparte de ser el albacea de la cuantiosa herencia que recaería en mis manos una vez hubiese cumplido la mayoría de edad, era además uno de los pocos patricios que todavía en aquella época aunaban fortuna y un nombre netamente aristocrático. Así que de él recibí una exquisita educación, aparte de otra jugosa suma, que podría derrochar sin temer que el más extravagante modo de vida deviniese en su merma. Y aunque nunca he sentido excesiva inclinación hacia los bienes materiales, no me resultaba nada despreciable disponer de exorbitantes sumas con las que adquirir un valioso incunable, o la pintura de algún artista en ciernes, a precios escandalosos para una subasta. Siempre me ha ofuscado la idea de que en nuestra sociedad capitalista, una obra de arte se valora más por su montante en el mercado, que por el hecho de que en esta se muestre el verdadero genio. Así que he de confesar que, si he tenido alguna manía, ha sido la de encumbrar a artistas mediocres a golpe de talonario, y puedo carcajearme de que, todavía hoy, algunos de los nombres con más relumbre en los círculos artísticos, lo son por obra y gracia de mi divina intercesión. Ahora recuerdo que otra de las cosas que heredé de mi abuelo fue un particular sentido del humor…En este momento, desde la distancia, no dejo de percibir la ironía presente en ese comportamiento, pues no ha habido situación que más me haya admirado que la confrontación con el verdadero genio. Cualidad esta que yo no dejaba de percibir en el joven Aníbal-y este es el otro punto que tan fuertemente me atraía hacia su persona- cuya escasa obra se conducía por cotas que no alcanzaba ninguno de sus contemporáneos, pero en las que su disoluto modo de vida le impedía instalarse. Así que me propuse guiarlo por aquellos caminos en los que su espíritu indomable lograra serenarse, y así no se desbordase antes de proyectarse en el recipiente de aquella gran obra para la que yo le creía destinado. Hoy en día sé que es infantil querer domesticar la luz de las estrellas. Sólo los niños pueden…

Sin duda era Aníbal un ave nocturna. Creo que esto en parte se debía a la fascinación que ejercía sobre él el reino de las sombras- cuyo misterio se había empeñado en desentrañar a través de sus pinturas- y por otra parte al hecho de que, como el mismo decía, estaba incapacitado para dormir. Supongo que esto último, aun tratándose de una exageración, tampoco estaba muy lejos de la verdad. Pues no fueron pocas las ocasiones en las que durante la noche acudía al encuentro de Aníbal, en el hostal donde habitualmente se hospedaba, y al no hallarlo allí-conducido por algún comentario del recepcionista o del camarero de algún bar, parada acostumbrada en sus correrías-me pasaba días enteros siguiéndole la pista, sin lograr darle alcance, hasta que otro día cualquiera averiguaba que lo habían visto en las inmediaciones de sus habitaciones, y por fin me lo encontraba ante el lienzo, pintando preso de una gran agitación. En aquellas circunstancias yo me quedaba mirándole, apartado, apenas esbozaba un saludo entre dientes…. podía pasarme horas enteras contemplándole. Era aquel un espectáculo que me subyugaba. Aníbal, con su bello e imberbe rostro, semejaba un ángel caído, que en su caída debía haberle arrebatado al cielo un par de estrellas que ahora refulgían febrilmente en sus ojos, pues en verdad miraban con una luz más allá de este mundo. De pronto le veía empalidecer, y sin apartar su vista del lienzo comenzaba a mesarse los cabellos, a arrancárselos como buscando la raiz de su inspiración. Y una vez más tomaba frenético el pincel, y de él, con movimientos espasmódicos, comenzaban a surgir trazos, imágenes… No podía dejar de pensar que aquella debía de ser la creación de algún dios siniestro, pues tenía la rara cualidad de que, por muy brillantes y alegres que fueran los colores que escupía su pincel, sus cuadros resultaran, durante aquella época, invariablemente oscuros. Así como la obra de algunos pintores parece surgida de dios y de la luz, a mí me parecía que Aníbal pintaba desde el lado de las sombras. Por eso la contemplación de su obra resultaba incómoda, y no dejaba a nadie indiferente. Porque quizás en aquellas imágenes, aunque nada más lejos de cualquier forma de obscenidad o vileza, se reflejara lo más turbio del alma humana.

No fue difícil convertirse en su mentor, usurpar la figura paterna que nadie hasta ahora había ostentado. Su madre, una muchacha poco agraciada nacida en el seno de una familia burguesa, había sido seducida a tierna edad, por un joven de aquella nobleza venida a menos, y por lo tanto dotado de las más exquisitas maneras, único vestigio del pasado esplendor. Como la familia burguesa, aparte de burguesa era también católica, y en aquella casa se presumía de practicar la más estricta caridad cristiana, en cuanto tuvieron noticias del embarazo de la hija menor, y constataron que el novio-a quien no habían temido abrir sus puertas de par en par, seducidos por el lustre de su apellido-había puesto pies en polvorosa- en pos de otra cándida joven , que si bien no superaba a Elsa en candidez, si la superaba en fortuna-, no dudaron en arrojarla-a modo de expiación- a la calle. Aun a riesgo de que se convirtiera en pasto de las hordas protestantes. Para ser justos, es preciso añadir que toda la familia, a la hora de aceptar esta situación, dio muestras de la más inestimable resignación cristiana.
En definitiva, la pobre Elsa se encontró de repente en los brazos de un mundo cuya perfidia y voluptuosidad desconocía. Si bien, en un primer momento, respiró aquel aire viciado a pleno pulmón, libre al fin del corsé del hogar paterno, pronto la embriaguez dio paso al temor y a la desesperanza. Eran tiempos en los que para una mujer era difícil ganarse el sustento. Sobre todo para una mujer que tenía unas manos como las de Elsa. Hermosas-seguramente lo único hermoso que adornaba a aquella pálida y escuálida figura- y poco acostumbradas al trabajo. Cuyas únicas muescas se las habían ocasionado las cuentas del rosario al deslizarse. Así que, desamparada, cuando a punto estaba de encomendar su alma a dios, junto a la del futuro genio que en su vientre se gestaba, tropezó con una mujer, Madame Alberta, que, aunque no practicaba la más estricta caridad cristiana, tenía un corazón de fuego que, entre otras cosas, le había granjeado una muy dudosa reputación. Y aquella mujer, que regentaba una casa en el Barrio del Placer, se apiadó de aquella muchacha feúcha, cuyo único rastro de vitalidad parecía resistir en aquel vientre abultado, al que se abrazaba compulsivamente. No dudó llevársela a la casa, consciente de que, tanto física como moralmente, estaba muy lejos de aquellas que le proporcionaban el sustento. Hacía unos días la mujer que se ocupaba de la limpieza se había despedido argumentando que a su rutilante marido no le complacía que trabajara en una casa de semejante catadura moral, por lo que decidió darle la oportunidad de ganarse las habichuelas sustituyéndola. Claro que pronto se dio cuenta de que, probablemente, la pobre Elsa no había desempeñado aquel tipo de labores en toda su vida. Y el trabajo le resultaba pesado, para aquellas escasas fuerzas que ya no harían otra cosa más que menguar. Por lo cual las muchachas no entendían el motivo que inducía a la siempre exigente Madame Alberta a mostrarse tan condescendiente con aquella tan torpe y tímida. No se percataban de que se trataba del tipo de condescendencia que uno tiene con un perrito al que ha encontrado en la calle, hambriento y lleno de pulgas.

Un buen día, quiso el destino que les fuera anunciada la visita de un importante y generoso cliente al que- se lamentaba Madame Alberta- no veían con la frecuencia deseada, puesto que la mayor parte del año permanecía en Italia, junto a su esposa, cuya delicada salud requería de los efectos balsámicos de un clima más cálido. Este cliente sentía una extraña fascinación por una pelirroja, Gabriela, cuyo cuerpo lechoso estaba invadido por innumerables pecas, y poseía unos ojos tan claros que, de modo similar al de los gatos, parecían apresar en sus redes los fotones de luz que, momentos antes de su entrada, circulaban a su antojo por la estancia. El cliente-al que, debido a los perjuicios que podrían causar en su vida la naturaleza de los acontecimientos que aquí narramos, preferimos seguir denominando simple y llanamente como “el cliente”- en su más reciente visita, había obsequiado a Gabriela con un hermoso batín carmesí de seda, elaborado por uno de los Canuts con mayor renombre de Lyon. Supuso Madame Alberta que éste esperaría que, durante su próxima estadía, Elisa vistiera aquel delicado batín, que de modo perfecto se adaptaba a los pliegues y convergencias de su cuerpo. Así que se dirigió a las habitaciones de ésta para comunicarle la llegada de tan ilustre huésped , y a conminarla a que a la hora en punto estuviese lista y aderezada con el batín color sangre. Lo que no esperaba Madame Alberta es que, en cuanto tuvo conocimiento de la noticia, las pecas de Gabriela mudasen su color por el de la piel que enmascaraban, confundiéndose su rostro con la pared, de no ser por la luz que en sus ojos titilaba. Incluso sus labios, del rojo que sólo algunas rosas alcanzan al nacer, se habían vaciado de sangre. Sus ojos espejearon entonces como los charcos que se forman tras la lluvia cuando son atravesados por los rayos del sol, y prorrumpió en incontenible llanto. Madame Alberta pidió explicaciones, temiéndose que en esos momentos se cerniese sobre sus cabezas la mas cruel e inesperada de las catástrofes, así que pronto se sintió turbada por la misma agitación. Ante los gritos, acudieron en tropa el resto de las muchachas, y pronto aquella habitación se semejó al camarote de un barco zarandeándose caprichosamente entre las manos impetuosas del dios Neptuno. Afortunadamente entre ellas había una muchacha, Andrea, que, aunque no especialmente bonita, destacaba por su ingenio y su carácter resuelto. Así que, poco a poco, fue desplazándose desde el exterior al centro del círculo que aquellos lozanos cuerpos habían formado, y con su rostro sereno llamó a la calma. Ante la resolución que siempre mostraba Andrea, las voces fueron mitigándose y al fin, cuando se hizo el silencio, pudo contar lo que todas sabían y habían ocultado a los ojos de Madame Alberta.

14 comentarios:

El hombre de Alabama dijo...

Lo he leído, pero no opinaré nada, excepto que va muy bien, hasta que pongas el resto.

vera eikon dijo...

Ayyyyy!. Precisamente por eso mismo he comenzado a publicarlo, porque estaba un tanto atascada(he escrito más pero todavía no se vislumbra el final)y necesitaba una motivación extra....Te parecerá extraño pero no doy por terminado un relato hasta que no hago una última revisión tras haberlo colgado....Por eso puse en la etiqueta "historia en confección"...

fiorella dijo...

Ah, continúa...espero entonces.Un beso

Darío dijo...

Joder (dice una)!!! Es un novelón realista!

vera eikon dijo...

Ja,ja querido...ya estoy comenzando a arrepentirmeeeeee

A ver qué sale de todo esto Fio. Besos

Darío dijo...

No te arrepientas! El relato es impecable, como siempre.

vera eikon dijo...

Pues yo estoy esperando que al menos haya una pequeña mancha de pecado, aunque sea venial....

Darío dijo...

Pecado textual?

vera eikon dijo...

Ja,ja...esa sí que es buena!!!

Darío dijo...

No es para reírse! Es que soy muy tonto y quería saber en qué lugar buscás la mancha!!!

Erev dijo...

Vaya, a mí también me han venido los realistas a la cabeza mientras lo leía.
Ahí es nada.
Estoy deseando leer más.
Me gusta en tono oscuro del que vas tiñendo al relato.
¡Y qué dominio de subordinadas!

Carmela dijo...

Vera espero impaciente la continuación.
Un beso

vera eikon dijo...

Curiyú....en el alma de los personajes, ¿dónde si no...? Me gustaría ser capaz de construir personajes con sombras y descensos a los infiernos...
Erev, lo de las subordinadas me ha calado...je,je. A veces me las meriendo con patatas. Besos
Carmela, en eso estamos...Creo que comienzo a ver un atisbo de luz al final de este tunel. MUAAAAK

silvia zappia dijo...

voy a ver qué era lo que todas sabían.


besos*