Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


lunes, 2 de abril de 2012

LETHES

Ofelia revisitada de Rocío Verdejo





Y un día llegaron al océano que no tiene olas. Aquél que es tan calmo que en él se aquieta la luna y se silencia el concierto de las estrellas. Al que la leyenda da el nombre de Lethes, y suele designarse como “Río del olvido”. Llegaron a esa hora en que las estrellas ya están húmedas y comienzan a apagarse en las aguas. Llegaron y se sentaron en la orilla. Callados contemplaron aquel mar cuya sal borra de la memoria cualquier acontecimiento que haya tenido lugar en una vida, incluso la raiz del propio nombre.  A cambio sus aguas nos devuelven al estado embrionario, y el conocimiento sin mácula de antes de haber nacido, aquel que es aniquilado en la contemplación de la primera luz. Dicen del Lethes que es el regreso a la oscuridad uterina. 
Ellos llegaron hasta allí por un camino en el que tuvieron que pisotear innumerables flores. Bajo sus pies aquél se convirtió en un sendero lúbrico, cuajado por el reflujo y el aroma de los pétalos, que a su paso se aovillaban sobre si mismos al modo del bagazo. Jamás había sido su intención llegar hasta allí. Pero ante aquellas aguas supieron que el mismo hecho de llegar conllevaba en sí la aceptación del reto que entrañaban. Por lo que cuando el sol comenzó a asomar por el horizonte, repoblando el mar con los diminutos peces anaranjados de sus rayos, ellos se despojaron de sus ropas, y se encaminaron al remanso de aguas. Las manos enlazadas, el paso firme. Pronto sintieron aquella materia espesa envolviendo sus pies, sus tobillos, subiéndoles por los muslos, hasta las ingles. El sexo del hombre flotaba y había adquirido el aspecto de una extraña criatura subacuática. Sin duda era una difícil labor sumergirse en aquellas aguas debido a la densidad de que las dotaba la sal que facilitaba la absorción de los recuerdos. En aquel lugar en el que todo era silencio- inmune al soplo del viento no existe una mano armoniosa que venga a hacer música con la hierba o los árboles-irrumpió el sonido de sus dos corazones palpitando al unísono. Y ante la urgencia de aquel llamado el mar pareció abrirse, para acoger a los amantes en su regazo. Ahora sí el agua, como un cuerpo sediento de otro cuerpo, les rodeó el torso, el cuello, se columpió en sus barbillas. Por fin perdieron pie y se sumergieron en las profundidades. Las entrañas de aquel mar todavía eran más imperturbables que la superficie. Allí no penetraba la luz del sol, y el sonido de sus corazones había sido amortiguado. Ni siquiera nadaron, sencillamente se dejaron llevar por la inercia natural del cuerpo sumergido en un líquido.  Pero el movimiento de éstos era prácticamente imperceptible, por lo que casi estáticos a la vez que erráticos, perdieron la conciencia del tiempo.

Se despertaron varados en la orilla. Desnudos, desgajados del vientre del mar. Recién nacidos. Carentes de nombre y de pasado. Pero cuando se miraron a los ojos  brilló en ellos la luz de un reconocimiento. Era un saber animal. Una revelación de la entraña. Y esto venía a confirmar aquella sensación que había sido una especie de motor en esas vidas que acababan de olvidar. Algo a lo que siempre le habían puesto piel y no palabras. Que el conocimiento que el uno tenía del otro era un “conocimiento que había tenido lugar antes del tiempo”. Y como en este nuevo nacimiento habían sido liberados del lenguaje, la única opción que tuvieron fue la de ponerle piel, imitando sin saberlo la misma conducta de sus vidas anteriores.
Y se amaron como cuerpos nuevos. Aprendiendo cada hechura y cada descosido. Torpes y ciegos. Sin experiencia previa. Guiados únicamente por las mareas de la sangre. Se comunicaban con voces embrionarias, y pronto se dieron nombres tiernos como pámpanos. Al emitirlos su delicada fragancia endulzaba el aire. 

Hasta que pasado un tiempo regresaban al mar del olvido, empujados por una pulsión similar a la que determina los movimientos migratorios de las aves. 

Así una y otra vez se desaprendían, para volver a aprenderse. Y una y otra vez volvían a hallar en los ojos del otro aquella luz que brillaba con un reconocimiento que venía desde antes del tiempo.

Pero una noche en sueños el hombre se sintió estremecer al abrazo de un viento helado, en aquel lugar que siempre había sido inmune a su soplo. Se despertó y pudo ver que en el horizonte ya se asomaba el alba. Entonces miró hacia la mujer que dormía a su lado y se desesperó al ver que sobre su cuerpo se deshilvanaba una corola de pétalos rojos. Al instante al comprobar la rigidez de su cuerpo comprendió que la flor del corazón había sido arrancada del tallo del pecho. A la conciencia de este hecho fue como si de su piel y de su sangre se hubiese evaporado toda la sal que durante años había absorbido sus recuerdos. Así regresó al momento en que se habían conocido durante su vida anterior al Lethes. La sonrisa de ella, el modo en el que un mechón de cabello le caía sobre los ojos. El primer roce. Rememoró cómo al tocarla sentía que se le licuaban las entrañas. Y luego se vio a si mismo junto a la mujer a orillas del Lethes. Sintió la humedad del primer baño. La sensación de penetrar una a una las capas del propio ser. Como si al sumergirse en el Lethes diera comienzo a un viaje hacia el interior de si mismo. El renacimiento sobre la orilla. El rencuentro con la mujer. Aquel brillo de reconocimiento en los ojos. El modo en el que recomenzaron a aprenderse, el uno al otro. Y cada una de las ocasiones en las que se habían sumergido en las aguas del olvido se desarrolló ante sus ojos. Y con ellas la emoción, y el temblor de cada uno de los rencuentros. Y siempre aquel reconocimiento de antes del tiempo. Entonces tomó entre sus brazos el cuerpo ya frío y lo condujo hacia las aguas. Cuando se encontraron a cierta profundidad sumergió a la mujer, pero poniendo amoroso cuidado de no soltarla. En su desesperación cayó en el delirio de creer que en las aguas del Lethes quizás la muerte que habitaba el cuerpo de la mujer acabaría también por olvidarla. Pero el mismo pasaba por alto una de las pocas verdades irrefutables, y es ésta que la muerte a nadie olvida. Durante tiempo continuó avanzando sin rumbo en el agua, hasta que perdió pie. Entonces el peso del cadáver que cargaba en brazos lo arrastró hasta el fondo. Se negó a soltarlo, dispuesto a perecer con aquella a la que amaba. Los cabellos castaños extendidos alrededor del rostro la orlaban de tal modo que la hacían parecer una divinidad o una flor. Él la miraba como si tuviera la presunción de que un momento a otro fuera abrir los ojos, y mientras la contemplaba, pensando que ni un solo instante podría permanecer lejos de ese cuerpo, las aguas del Lethes efectuaron su sortilegio. De un momento para otro la olvidó y dejó que la engullera el abismo de ese olvido. 

De nuevo se despertó varado en la orilla. Otra vez era un hombre acabado de nacer. Un hombre sin pasado, y sin nombre. Pero en esta ocasión no encontró ante si los ojos de la mujer, ni pudo descubrir en ellos la luz de ese reconocimiento que se propagaba desde antes de los tiempos. Y por segunda vez sintió las manos de un viento frío ciñéndole en aquel lugar que siempre había sido inmune a su soplo. Y la intemperie…






7 comentarios:

El hombre de Alabama dijo...

He encontrado esta lectura muy relajante. Gracias.

Darío dijo...

Me hizo acordar un poco a Bradbury, planetas desolados...

Carmela dijo...

El reconocimiento mutuo de antes del tiempo......hermoso.
Besos, Vera

Juan A. dijo...

Ahí se adormece su cuerpo, ingrávido,
inocente como el que supo y ha olvidado...

Las aguas del río del Hades, el olvido... Un mito fascinante y necesario. Frente al bálsamo de las aguas del Leteo, la dura afirmación de Borges que suena a metales antiguos: Sólo una cosa no hay. Es el olvido.

Amanecer Nocturno dijo...

Volver a aprenderse hasta el infinito, en ese reconocimiento sensible. Me has recordado a la peli "Olvídate de mí", pero tu delicadeza y la manera de entrelazar sentimientos es muy superior e inmensamente adictiva.
Siempre me alegras el día, Vera :)

silvia zappia dijo...

bello, bellísimo.
ser sueño circular a veces no es posible...

qué hermoso relato!

besos, vera*

Axis dijo...

Conmovedora historia, una nostalgia se hizo presente, y una placidez acaso inexplicable...

Un océano, una conexión, sin dudas.

Dulces bicos ;)