Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


miércoles, 30 de mayo de 2012

NIEVE

Eternal sunshine of the spotless mind





Devoré tus besos sazonados de lágrimas. Era febrero y el frío barría las calles. Yo veía las lágrimas deslizándose como icebergs bajo tus párpados cerrados. El barco de mis labios embestía las olas de tus mejillas y colisionaba kamikaze contra ellas. Pero era yo quien se hundía en las aguas heladas de tu mar proceloso a cada nuevo impacto. 


Te encontré una mañana de diciembre cuando salía para trabajar.  Estabas sentada en el peldaño que hay en la entrada a mi edificio. Llegaba tarde y con las prisas no te vi, casi tropiezo contigo. Por esquivarte en el último momento a punto estuve de caer. En el lapso de soltar algún improperio te miré. La luz reverberó sobre tu piel, cegándome. Esta impresión es difícil de explicar a alguien que jamás ha contemplado la palidez extrema de una piel como la tuya. O quizás a mí me falten las palabras. Puedo decir que tu piel se confundía con el abrigo blanco que con ternura se posaba sobre ella, como si tú cuerpo fuera la arquitectura delicada de una flor y el abrigo los pétalos que amorosamente la cubren. Tus cabellos, de un rubio tan desvaído que ensayaban la blancura del plumaje de algunas variedades de palomas. Pero de todo esto lo más inverosímil era la transparencia de tus ojos azules, que parecían simular la claridad del alba.  En esa primera mirada se aplacó mi enfado, y hechizado te pregunté quién eras. Dijiste que te llamabas Nieve. Y yo pensé admirado en el poder que tienen algunos nombres, los cuales parecen evidenciar el destino y las características de aquéllos a quienes nombran. 


Como decía, llegaba tarde al trabajo, pero este hecho perdió importancia en cuanto te miré. Me senté junto a ti, parecías triste. Te pregunté qué te pasaba y te lamentaste de haber llegado demasiado pronto, pues todavía los días no eran lo bastante fríos. Culpaste de todo a tu inexperiencia. Desesperada me contaste que no tenías a dónde ir, y que no sabías cómo regresar a casa. Aunque todo esto debería haber sonado delirante a mis oídos, me parecieron las palabras que uno podía esperar de los seres como tú-si existen otras como tú, cosa que me permito dudar-. De modo espontáneo te invité a subir a mi casa y, cuando ya estaba a punto de arrepentirme por tal proposición, me sorprendiste aceptándola. Te vi levantarte alta y majestuosa, cuando sentada me habías parecido menuda y extremadamente frágil. Al entrar en mi modesto apartamento te desprendiste del abrigo blanco. Mientras te lo quitabas, con gesto decidido, me pareció que aleteaba en el aire, y por un momento temí que echaras a volar. Con la excusa de que hacía frío fui a asegurarme de que todas las ventanas estavieran bien cerradas, por si acaso.


Fueron aquellos días felices. Tú apenas hablabas y yo siempre he sido hombre de pocas palabras. Para mí el único lenguaje válido era el de la luz enredándose en tus cabellos mientras observabas la calle a través de la ventana. Permanecías muchas horas de aquel modo y en silencio. Sólo una vez dijiste:


-El frío está perezoso este año. Los niños pasean sus rostros tristes porque no pueden jugar conmigo- Y luego añadiste por segunda vez algo acerca de tu inexperiencia. 


El momento más feliz del día era cuando regresaba del trabajo, embargado por el temor de que ya no estuvieras, y con alivio te descubría sobre el sofá, como un aliento de luz en la boca oscura de la habitación. Contento iba a sentarme junto a ti en el sofá, y ambos permanecíamos bastante rato así, contemplándonos. Yo no podía evitar ver en todo aquello una metáfora de mis sentimientos hacia ti, pues el resto del mundo se había sumido en la tiniebla desde el momento en que te encontré sentada en aquel peldaño de mi vida.


Y llegó Febrero. Trajo consigo el frío, a rastras y pataleando. Por primera vez me dijiste que deseabas salir a la calle. Y aunque temí lo que pudiera acontecer, tampoco me sentía capaz negarte nada. Te ayudé a ponerte el abrigo blanco sobre los hombros, y en ese momento me percaté de que en realidad se trataba de un manto. Ciertamente el día era frío, pero aquello no parecía molestarte. Tenías una sonrisa luminosa cosida a los labios. Llegamos al parque próximo a casa, y apoyaste tu cuerpo en el tronco de un árbol. Respiraste profundamente y dirigiste tu mirada hacia el cielo. Pude ver en la transparencia de tus ojos unas nubes que presagiaban lluvia, y la sonrisa de tu boca comenzó a tambalearse. Amanecieron lágrimas tan delicadas como rocío. Interpreté un ruego o un mandato cuando tus pupilas las atravesaron hacia mi rostro, y  las besé, sorprendiéndome por hallar en ellas la frialdad y la dureza del hielo. Frenético besé tus párpados, tu frente, tus mejillas, tus cabellos. Y me amansé en tus labios, cuyas líneas insinuaban la curvatura de la tierra. Podrá parecer locura, pero en aquel instante viví una epifanía de eternidad en tu boca. Y luego un espasmo de frío me convulsionó hasta el alma. 


Cuando me recuperé de aquella impresión descubrí mi cuerpo cubierto de copos de nieve. Lo único que quedaba de ti era aquel rastro de diminutas estrellas de hielo derritiéndose entre mis manos, sobre mis hombros, en mi rostro y boca.  Como agua te fuiste. Y al mirar a mi alrededor me di cuenta de que por fin nevaba, y de manera copiosa. Me pareció que el árbol donde hasta hace un instante te apoyabas se había pasado tu abrigo blanco por los hombros. Fue entonces cuando te reconocí. En la nieve que caía se dibujó tu cuerpo. En la luz que incendiaba las constelaciones de hielo vislumbré tus cabellos. En el aire que las atravesaba me conmovió la transparencia de tus ojos. Bandadas de niños enfundados en sus bufandas y gorros invadieron el parque como pájaros de colores. Uno de ellos, con una mueca de travesura enmascarándole el rostro, de un bolazo en plena espalda a otro niño que tenía un aire soñador, dio por comenzada la primera batalla de nieve de aquel invierno. Y me sonreí ampliamente pensando en lo feliz que te debía hacer todo aquello. 


No paré de buscarte entre la nieve mullida mientras duró el frío. Tu presencia todavía se intuía, aun cuando la nieve comenzó a volverse sucia y desvaída. Sólo cuando las temperaturas subieron y las calles comenzaron a derretirse, cayó sobre mí la evidencia de tu ausencia. El mundo se ve desnudo ahora. Y yo sólo aguardo a que el tiempo pase, y llegue el invierno traqueteando de frío. Mantengo en pie la esperanza de encontrarte algún día sentada en el peldaño de entrada a  mi edificio. Aunque sé que la tierra habrá dado una vuelta entera alrededor del sol, lo que significará que tú habrás sumado un año de experiencia. Y me temo que esta vez no llegarás a mi invierno antes que el frío.

9 comentarios:

Anónimo dijo...

Me has dejado... guau...

fran dijo...

Te ayudaré a buscarla, pero ni siquiera recuerdas el día de sus cumpleaños...

Me has dejado tiritando ¡¡¡

bsos

Darío dijo...

Yo no conozco la nieve. Quizá, eso sea una bendición. Un abrazo.

Juan A. dijo...

Acabo de enamorarme. Eso no se hace, Vero.

Bisous.

Gil dijo...

Son las cosas del amor! Una hermosura de relato para que recordemos. Ya me paso algo similar, justo en las escaleras de mi edificio hace ya un tiempo. Ella no se hizo nieve, se hizo a la mar y nunca mas le vi. Alguien me dijo que vive en E.Unidos.

Besos y se feliz!

Sinuhé dijo...

Hermosa historia, Vera.

A algunos le parecerá triste, quizás, debido a que el reencuentro se sospecha irrepetible.

Aunque todo el relato se disfruta, de principio a fin, recalé en este fragmento:

"Y me amansé en tus labios, cuyas líneas insinuaban la curvatura de la tierra. Podrá parecer locura, pero en aquel instante viví una epifanía de eternidad en tu boca. Y luego un espasmo de frío me convulsionó hasta el alma."

Eso me gustó especialmente, y el final, que cierra la historia dejando latente esa sensación de improbabilidad.

Sobre tu entrada anterior: creo que es de antología.

Saludos, Vera!!

Amanecer Nocturno dijo...

Yo también me he quedado tiritando (de frío y de amor a partes iguales). He de decirte que el texto es de una belleza tan frágil que tenía miedo de que se asustara al leerle y echara a volar por la ventana. Además la foto que has puesto de Olvídate de mí es perfecta, he podido entreveer a Clementine entre líneas.

Un beso fuerte!

Anónimo dijo...

me parece una deliciosa personificación. A veces también deseo que me cubra la nieve y que me purifique

besos

batalla de papel dijo...

Me invade una emoción blanca y profunda al leerte.
Me quedo tiritando en tus palabras.
Un abrazo