Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


viernes, 28 de junio de 2013

LAS SETENTA FORMAS DE DECIR LLUVIA







Decir las setenta formas de la lluvia
a tu oído
-despacito-
y colmarlo
como un balde de agua
sobre el cuerpo

o la piedra
que susurra en círculos
al rio

Decir
al modo del olor a madera
-cuando el tren aproximándose
a Cesures-
suspirando con nostalgia
por el bosque
-los troncos entreabiertos como labios-

La cadenciosa voz
intentando cavar un nuevo hueco
en la palabra
amor




 As setenta formas de dicir choiva

Dicir as setenta formas da choiva  
ao teu oído
-paseniño-
e colmalo
como un balde de auga
sobre o corpo

ou a pedra
que rumorea en círculos
ao río


Dicir
ao modo do cheiro a madeira
-cando o tren aproximándose
a Cesures-
suspirando con nostalxia
polo bosque
-os troncos entreabertos coma beizos-

A agarimosa voz
intentando cavar un novo oco
na palabra
amor

viernes, 21 de junio de 2013

LOBA CAPITOLINA

Annie Leibovitz






VÍSPERAS
Algo endiablado ronda la noche, el modo en que la sombra va desdoblando las esquinas. Imagino una y otra vez las muñecas abiertas, mis venas batiéndose como contras al viento. Cómo ha de ser que la vida se vacíe con la parsimonia del grano en el reloj de arena. Dicen que en el momento postrero las imágenes de lo que has sido van deslizándose ante los ojos. Si pudiera recuperar tu rostro en mi último aliento y llenar esta oquedad en la que te está transformando el tiempo transcurrido, retardarlo en la retina del fatigoso expirar. La muerte, caracola abierta al sonido olvidado del mar.

COMPLETAS

La mujer de rojo interrumpe mi ensoñación, la devora con la sonrisa de su boca carnosa. Se aproxima bamboleándose a mi extremo de la barra, acariciando con uno de esos dedos perfectamente cincelados la madera sobre la que infinidad de copas han ido componiendo un indescifrable palimpsesto. El camarero me mira con una expresión que parece querer significar algo mientras con un paño retira las cáscaras de unos cacahuetes. Me acabo de un trago el whisky y me dispongo a desembarazarme de la mujer, pero me retiene su cabello recogido, las hebras desprendidas que se deslizan como pececillos dorados por la pecera de su nuca. Me parece estar viéndote en alguna de tantas ocasiones en las que te he sorprendido de espaldas, y he observado largamente tu modo de estar ajena al mundo, ajena a mí. Finalmente la invito a una última copa, para acabar llevándomela a casa. Por el camino barajo si preguntarle el precio de sus servicios, pero ya las cartas están echadas.

MAITINES

Cuando sobre el lecho te ponía a cuatro patas, me admiraba tu negativa a mirar hacia atrás. Mientras me agitaba entre tus nalgas no cesaba de suplicar que te volvieras. Tú, inconmovible, movías la cabeza de izquierda a derecha. Yo solía preguntarte si como la mujer de Lot temías convertirte en estatua de sal. “¿Acaso no es ese vuestro deseo?”-era tu inclemente respuesta. La verdad es que en aquellos momentos, sugestionado por el baile de tus imantados pechos a tal distancia de mis manos, te me figurabas la Loba Capitolina. Y me veía empequeñeciendo hasta el tamaño de uno de los dos hermanos, la impotencia de mis brazos y mi boca para alcanzar las desbordadas ubres. Y sí, estabas en lo cierto, he soñado una y otra vez con esculpirte de tal modo. Con esculpirnos, debiera decir. Yo, minúsculo y frágil, debajo de ti, poderosa y maternal. Para ello constantemente sacaba aquellos moldes de tu rostro. Los que se apilan a decenas en mi estudio… Por eso ahora, antes de que la mujer de rojo me ofrezca su desnudez a cuatro patas, la insto encarecidamente para que no se vuelva. Esa espalda que se comba como un puente, el rictus navegable de su coño, la marea del peinado embraveciéndose a cada nueva embestida. Todas puertas que franqueo hacia ti, tan del otro lado. Y cuando me arqueo por última vez, disparándome hacia su carne, en ese instante veo volverse hacia mí tu imperturbable rostro de terracota.
LAUDES

Quizás sea este exceso de silencio, como si alguien lo sacudiese cabeza abajo, que me ha parecido escuchar el tintineo de un gemido. Puede que la mujer de rojo se haya despertado antes de lo que había calculado, y la masa con la que he sellado tu máscara sobre su rostro todavía no se haya endurecido. Ahora sí advierto un quejido con mayor claridad, una palabra envuelta en saliva, una y otra vez, al modo del alimento que regurgitan los rumiantes. Pero ni me planteo que no haya quedado del todo hermética… He de confesar que no ha sido fácil. Después de que la hube sedado, se hallaba en tal estado de inconsciencia que moverla era como manejar un peso muerto. He tenido que utilizar la grúa y los arneses que empleo con las piezas pesadas para sujetarla, y he ido flexionando con sumo cuidado las piernas, colocando los brazos y el torso en la posición exacta. Después he comenzado a cubrir su cuerpo con un compuesto que he creado con ese fin. No es sencillo trabajar sobre una forma viva. El sudor, la respiración, cualquier movimiento involuntario, puede arruinar lo que uno proyecta. Y a la vez es tan excitante. Mientras envolvía su seno izquierdo con la masa he percibido el latido del corazón. Me he sentido conmovido, y he permanecido largo rato absorto en aquel palpitar bajo la piedra. Cuánto tiempo la sangre seguiría fluyendo por sus venas una vez se hubiese endurecido la mezcla. Puede que toda muerte sea de ese modo, y mientras el cuerpo se torna en roca e inmovilidad, el caudal del espíritu mane incesantemente… Por cierto, los pechos de la mujer de rojo son más pequeños que los tuyos, por lo que me he visto forzado a aumentarlos. Creo que lo más difícil ha sido preservar su caída, casi como la cadencia de una melodía. La delicada languidez de la carne envolviendo la turgencia…Con extrema paciencia he ido moldeando cada centímetro de aquel cuerpo para que se asemejara al tuyo. Hablo de extrema paciencia porque más de una vez me he desbocado. Finalmente he tenido que parar y masturbarme para cortar las frecuentes erecciones. Me he visto tentado a eyacular dentro de la mujer de rojo, pues todavía su sexo permanecía al aire. Jamás, a pesar de tantos años y tantas esculturas, había tenido conciencia tan íntima del acto creador. Dios dando forma a la primera criatura. Porque, mujer, yo ya no sabría decir si has existido en otro lugar que no fuera mi mente, o mi sed….Mi única certeza en este momento es ese extraño gemido. Y este calor sofocante. 

PRIMA

La rigidez es dolorosa. Poco a poco la masa se ha ido endureciendo sobre mis piernas, mi  pecho, mi sexo. Esa zona ha sido la que más ha sufrido. El escozor, la tirantez de la piel. Pero no menos incómodo ha sido mantener los brazos en alto, la actitud suplicante. Y eso que previamente había colocado dos  puntos de apoyo a la altura de los codos para que me sostuvieran…Otra vez el quejido. Ahora se parece más a un resuello, con un matiz desesperado, y esa palabra repitiéndose en perenne letanía. En algún momento te he comentado mi plan. Si recuerdas había proyectado dos esculturas del mismo tamaño, a las que la perspectiva dotaría de proporción. Para ello he subido a la mujer de rojo en la plataforma colocada en la parte superior del estudio, y yo permanezco en la inmediata inferior, sobre lo que sería el pedestal. Cuando Beltran  asome desde el piso de arriba, el próximo lunes, para como siempre apurarme con los plazos de entrega, se encontrará con mi obra póstuma, tal y como yo lo he previsto. La Loba voluptuosa, grandiosa, e impávida como una esfinge. El humano pequeño, desvalido, e impotente.  Preciso ¿verdad? Llevo trazándolo meses, cuidadosamente, sin atreverme. El detonante ha sido la aparición oportuna de la mujer de rojo. Tampoco me sorprende. Muchas veces he sido testigo de cómo el azar se posiciona del lado del artista. Por ello no dudé....

TERCIA

Caigo en mi error. Está claro que a esta distancia el gemido no puede provenir de la mujer de rojo. Además,  la masa que sella la máscara alrededor de mi rostro debe haberse secado casi por completo. No debería escuchar nada cuando apenas pasa el aire. Al azote de este pensamiento mis pulmones se agitan involuntariamente. Buscan, pero no hallan oxígeno, sólo la quemazón de la arena abriéndose paso por mis fosas nasales, mi laringe, mi tráquea. Una tormenta en el desierto de mi caja torácica. El reloj vaciándose con lentitud…. Me sobrecojo al descubrir que ese gemido que lleva horas atormentándome proviene de mi propia boca, ajena como un insecto sobre el rostro de un cadáver, cigarra aserrando el tronco del silencio…La palabra apenas audible es sencillamente tu nombre. Te llamo. No vienes, y mi voz es cada vez más estentórea… No vienes, y ya mi memoria se postra ante el olvido….No vienes, la oscuridad ha comenzado a clausurarme los ojos….no vienes…no… 

SEXTA

….La muerte, caracola abierta a la mudez del mar….

jueves, 13 de junio de 2013

ENTELEQUIAS




Wild orchides SophieThouvenin



Imposible enjuiciar a la rama
que tiembla bajo el peso del pájaro

El amor no tiene paredes
es sólo un lugar hecho de viento

martes, 11 de junio de 2013

BREVE REFLEXIÓN CON FOBIA EN PRIMER PLANO




Al pasar por debajo de un balcón durante la borrasca, justo cuando el agua acumulada en el canalón se colma, comprendo con un estremecimiento que incluso la lluvia tiene un peso específico. Esa gota desmesurada colándose por el único resquicio abierto en mi gabardina, golpeando mi nuca y arrastrando toda la náusea de mi cuello, incluso suena con otra música. No todo el agua que cae es lluvia, ni toda inclinación hacia otro es amor. Aunque seguramente, tal y como sucede con la lluvia, tampoco sea necesario identificar al amor para que nos cale. Entonces por qué esa persistencia en nombrar. Siempre he pensado que la palabra amor queda bien en un poema, o en una carta, pero el día a día va despojándola de sentidos, hasta que es un pez boqueando en seco. Eso es lo que hubiera querido hacerte comprender. Día a día, cuando regresaba a casa, sólo me aguardaba aquella podredumbre. Las escamas pegándose a mis dedos cuando apartaba una silla para sentarme, o asía la taza del café. A continuación venían las interminables horas bajo la ducha para quitarme de encima el inconfundible olor a  pescado. Tus protestas ante tamaño derroche de agua y tiempo. 
Tú permanecías inmune a todo aquello, y te espantaba cuando me descubrías frunciendo la nariz ante aquella peste, o disimuladamente trataba de rehuir tu abrazo. Paulatinamente fui demorando la hora de regreso a casa, o  me entretenía hasta tarde en el sofá, delante del televisor. La acumulación de pescado era mayor en el dormitorio, hasta el punto de tener que esforzarme para abrir la puerta, puesto que las pilas de peces parecían dispuestas como una barricada entre nosotros. Debido a todo esto, cuando te enfrentaste a mí preguntándome qué demonios me pasaba, no pude contestarte. Y mientras tú ibas de una habitación a otra, organizando tus pertenencias para a continuación acabar de preparar tus maletas, yo sólo podía sentir la agitación de los peces en mi estómago, y su afluencia hacia mi garganta cada vez que intentaba abrir la boca. De tal modo que fui incapaz de decirte aquello que querías escuchar. Ni siquiera una excusa, o una explicación. Mi cuerpo era sólo la red que unas rudas manos habían arrancado del mar, y  todo él temblaba ante la  furia desesperada de infinidad de peces. Sus aletas clavándose en mi laringe, mis pulmones retorciéndose por el escozor de la salitre. Sólo cuando te marchaste entre lastimada y rabiosa, pude dirigirme  libremente al baño, y allí, en el inodoro, expulsé aquella profusión de estúpidos peces.  Uno a uno iban cayendo, mientras mi rostro era convulsionado por las lágrimas, y mi mano temblorosa tiraba compulsivamente de la cisterna. No sé cuánto tiempo duró todo aquello. Cuando acabó traté de arreglarme la cara bajo el grifo. Miré por la ventana, afuera llovía. Ni en el pasillo, ni en las habitaciones, había rastro de los peces que antes las inundaban. Aquel olor nauseabundo había desaparecido. Ahora el que se agitaba boqueando, hacia uno y otro lado, era yo. Al pasar por la entrada descubrí que te habías dejado tu paraguas, aquel de un rojo desvaído que tanto te gustaba. Y sin pensármelo tomé la gabardina que pendía del colgador, y salí a buscarte. No tenía dudas de que ahora sí saldrían las palabras que tenía que decirte, pero en mi urgencia olvidé abrirlo. O quizás, de un modo inconsciente, ya no me sentía digno de usarlo. Fue ahí cuando me golpeó la gotera que cayó del canalón y dejando a un lado mis escrúpulos, me decidí a abrirlo de una vez. Mientras lo hacía pensé esto de, así como sucede con la lluvia, no es necesario identificar al amor para que nos cale. Para a continuación percatarme de que el paraguas tenía dos varillas rotas, y de lo absurdo que sería correr detrás de ti para devolvértelo. En ese instante comencé a temblar, consciente de que, por segunda vez, algo me había calado. Algo que no era la lluvia, ni era el amor. Algo que no fue necesario identificar. Lo mismo que la lluvia, lo irreversible tiene un peso específico. Y allí mismo dejé tu paraguas de un rojo desvaído, como una triste medusa agonizando en una playa.... A los pocos días regresaron los peces.

miércoles, 5 de junio de 2013

EL ESCORPIÓN



Llegado a un punto Aldo Guerra detuvo su coche y, aparcándolo en el arcén, salió de él. Pasó una y otra pierna por la valla de seguridad, comenzando enseguida a caminar sobre la hierba. Poco había avanzado cuando encontró un grupo de piedras que relucían al sol. Aldo se sentó en la de mayor tamaño. Fue entonces cuando comprendió que para él, que había estado durante tanto tiempo dando tumbos de un lugar a otro, ahora el camino continuaba por la vía de permanecer parado. De este modo estuvo horas embobado con aquella brisa que dulce le acariciaba el rostro, hasta que por fin pudo discernir los sonidos del bosque que se veía a lo lejos. 
El bullicio de los coches, que continuamente circulaban a su espalda, parecía habitar algún espacio-tiempo contiguo. Los sentidos de Aldo estaban absortos en aquello que había enfrente suya. Si alguien le hubiese preguntado en aquel instante cómo se llamaba, Aldo apenas hubiera balbuceado. También su nombre había sido desterrado a aquella otra contigüidad. Quiénes eran sus padres, en qué colegio había estudiado, cuál era su empleo, todas ellas certezas que correspondían a su pasado. De lo único que se sentía capaz de hablar era de la inminencia de la hierba bajo sus pies descalzos, y la humedad posicionándose poco a poco en su piel. “La muerte es un frío que te repta por los pies”…, “pero es un frío seco”, se dijo Aldo. La noche anterior había llovido. Aldo llevaba horas quieto, sin embargo la naturaleza no cesaba de moverse a través suya. El cielo se descosía entre sus manos, el viento iba esparciendo semillas junto a sus cabellos. El día se oscurecía, mientras una mano invisible iba prendiendo, una tras otra, estrellas como cirios. 

En algún silencio de la noche Aldo se quedó dormido. Anticipándose al día, el ruido de un motor irrumpió en su sueño. Se sobresaltó. La mañana era helada, y de una transparencia cortante. Se llevó las manos a los ojos, y temió encontrárselas llenas de sangre. Era como si de pronto un cuchillo hubiese rasgado sus párpados, insertando por primera vez la luz en sus pupilas. El espesor del aire era distinto. Columbraba por sus pulmones de un modo al que no podría llamar dolor. Era otra cosa. Algo así como un delirio. Qué inexactas siempre las palabras, pensó. 

El familiar olor del humo de un cigarro llegó hasta su nariz. Aquello a su espalda volvió a cobrar existencia en su misma dimensión. Detrás suyo una mujer fumaba con fruición, paseándose de derecha a izquierda. Como en respuesta a alguna orden, de repente se paraba, y girándose cambiaba el sentido de su paseo. Siempre a la misma altura. A ambos lados de la mujer parecía existir un tope, del mismo modo que ocurre con los jugadores de futbolín. Sólo cuando descubrió el rostro de Aldo Guerra observándola desde la distancia, dio por terminada la partida, y comenzó a caminar enérgica hacia él. Aldo se volvió, dándole la espalda, tratando de confundirse con el entorno. Pero pronto la mujer estuvo a su lado, y al levantar los ojos ya sólo pudo ver sus largas e intimidantes piernas. En el momento en que sus rostros se enfrentaron ella tomó asiento en la piedra más próxima a él. Para ello se arremangó la ajustada falda de tubo un buen palmo por encima de sus rodillas.  Luego, una vez sentada, lentamente se quitó los zapatos de tacón. Aldo se sorprendió del acariciador sonido que hicieron cuando aquella mano los despojó de sus pies. El roce del cuero contra la fina media, el culmen final como un descorcharse. Habían sido unas cuantas las mujeres que delante suya se habían quitado los zapatos. Incluso a muchas de ellas se los había arrebatado él.  Pero el goce que anticipaba había limitado a sus ojos la elegancia y la armonía de aquel gesto. Como aquellos tobillos que jugueteaban inconscientes a su lado. En otra época habían sido una zona tabú y codiciada. Pero, socialmente, terminaron por ser eclipsados por otras desnudeces. Cada zona del cuerpo tiene su propia desnudez, pensó Aldo.

Ahora aquella mujer se recogía el cabello y le mostraba su nuca. El lugar donde la tierra del cuerpo da  comienzo a la hierba. Hubiese querido acariciar la tersura y el orden de la piel, para luego seguir acariciando la rebeldía y concupiscencia del pelo. Por primera vez se percató de que aquella mujer, aunque no era lo que se dice bonita, sí le resultaba inquietante. 

-Me llamo Isis-le dijo-mientras extendió con firmeza su mano. 

Sus dedos eran huesudos, y se deslizaban con la agilidad de algunos reptiles. Aldo se percató de que no llevaba alianza. Entonces sintió la opresión de aquélla que lucía en su dedo anular. 

-¿ Y tú? ¿no tienes nombre?

-Supongo que podría decirte que me llamo Osiris-sonrió Aldo, enseguida avergonzado por haber caído en la fácil licencia-. Pero no…Tenía un nombre, creo que eso fue hasta ayer….Hoy no.

-Ah, ya veo-asintió la mujer pensativa-. Oye, ¿tú no serás uno de esos suicidas? ¿no irás a tirarte encima de mi coche en cuanto se ponga en marcha?. Porque olvídate, ese trasto viejo no arranca-Aldo negó con su cabeza-. ¿Entonces que haces aquí?

-No sé-dudó- supongo que es el lugar donde quiero estar-Al instante se estremeció por haber pronunciado esa palabra. Quiero, se dijo, quieeeeeerooooooo. Se volvió para mirar a Isis. Quiero, en silencio, y definitivo.  

-Eres un tipo raro-le dijo ella, arqueando la ceja de un modo más interrogante que afirmativo.

-No creas. Siempre he sido un tipo de lo más normal. De hecho una mujer me acusó de eso. “Te acuso de normalidad”, dijo. Hasta me condenó, y se fue cerrándome la puerta. La suya, claro. Las mías siempre han estado cerradas. De ahí mi normalidad. 

- Pues no te voy a llevar la contraria. Eres un tipo normal que permanece aquí sentado, en medio de ninguna parte 

- Sí. Eso es. La mayoría somos tipos y tipas normales. Lo insólito deben de ser las circunstancias. O quizás lo insólito son los otros. 

-Ummmm…eso es bastante sartriano. Pero no está mal…¿Sabes a quién me recuerdas, aquí, sentado de este modo?. A aquel pianista que vivió toda su vida en el barco en el que había nacido, y que cuando iban a destruirlo aguardó sonriente en su interior, sobre una caja de dinamita.

-Baricco….

-Sí, Baricco. Y si no me equivoco tú serías Novecientos. Mira, ¿ves?, ya tienes de nuevo un nombre.

-Quizás. Pero yo he de ser la energía negativa de Novecientos, su antimateria. Él pertenecía a  un lugar. Yo, sin embargo, no pertenezco a lugar alguno. Entonces no hay diferencia entre este o cualquier otro.

-Sí. Tiene su lógica -dijo Isis mientras despacio iba deslizando sus pantis a lo largo de sus piernas, hasta que se los hubo quitado. Otra vez ese sonido sutil y subyugante, ahora era el roce de la carne contra la media, el estremecimiento-, pero yo creo que tú sí sabes por qué estás precisamente en este lugar-y mientras pronunciaba estas palabras inclinó su rostro sobre el de Aldo, y lo besó de ese modo intenso con el que aquella mujer parecía hacerlo todo, y que resultaba tan inquietante. Una vez se separaron sus bocas, Aldo se percató de que tenía algo alrededor de su cuello. Entonces fue cuando regresaron a su mente los artículos en los periódicos, las fotografías de los hombres que habían aparecido en los alrededores de la autopista, siempre mostrando los mismos signos: un juego de pantis en torno al cuello, y uno de sus miembros mutilados, aunque nunca el mismo. Ella era Isis y estaba en lo cierto cuando afirmaba que él sabía las razones por las cuales se había sentado sobre esa piedra cerca de la carretera a esperar . Por eso mismo no forcejeó, y se dejó envolver en aquella oscuridad que le atenazaba la garganta, mientras un frío seco comenzó a reptar desde sus pies.

"Lástima, Novecientos, lástima"-murmuraba Isis mientras le seccionaba  con un cuchillo el dedo anular de la mano izquierda, justo por encima de la alianza.-"Creo que realmente habrías podido llegar a gustarme,... pero ya lo dice la fábula: un escorpión siempre será un escorpión."