Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.
Juan Ramón Jiménez
domingo, 6 de marzo de 2011
PROMESAS SIN CUMPLIR
Imagen: Yacek Yerka
Vivían juntas en la vieja casa familiar. La madre y la hija. Era una casa grande, espaciosa, a la que casi nunca daba el sol. Estaba rodeada por una emboscada de árboles altos, verdes y de manos alzadas, y cuando en otoño huían las hojas, parecían crispadas hacia el cielo, como pidiendo disculpas.
Se pasaban las tardes peinándose el pelo, la una a la otra, en la vieja casa familiar, quizás para olvidar que casi nunca le daba el sol.
Se llevaban bien. Tenían pocas diferencias, pero había una fundamental de la que aquí hablaremos. La madre creía en “el más allá”, en eso que se suele denominar como “la otra vida”, y la hija no quería evitar decir que a ella, todo eso le parecía una sandez. La madre frecuentaba mediums y hechiceros que le pusiesen en contacto con sus parientes muertos, y a la hija aquellos le parecían meros rituales para quitarle los cuartos. La madre llenaba los rincones de la casa con hierbas y sustancias destinadas a expulsar a los malos espíritus, y la hija fruncía el ceño cuando percibía la presencia de los escapularios malolientes.
La hija no creía en nada. O más bien creía en la nada. Así se lo decía a su madre, quien de inmediato se santiguaba, y rezaba cuatro Avemarías y dos Padrenuestros por la salvación de su alma pecadora. Y le decía que cuando ella muriese la esperase pues, a los pocos días, vendría desde el más allá a visitarla y así demostrarle que no tenía razón. La hija se reía y le decía que la esperaría leyendo todas las partes del Quijote, pues, de lo contrario, la espera se le haría indudablemente larga.
Así pasaron los años, tranquilos, inmutables. La casa permanecía invariablemente grande, apenas si salpicada por unas cuantas hebras de sol cuando llegaba el verano. La madre enfermó y ya no tenía cabellos que le peinasen por las tardes. La hija le compró una cara peluca que desenredaba cuidadosamente entre sus manos, mientras descansaba la madre.
Pronto llegó el día en el que la hija comprendió que se quedaría sola en aquella casa grande a la que apenas visitaba el sol. La madre le dijo que no se preocupara pues vendría visitarla con la llegada de la noche. Esta vez la hija se ahorró los comentarios sarcásticos, de universitaria con empleo de funcionaria en el ministerio público.
Al velorio acudieron todos sus vecinos y parientes lejanos. La madre permanecía en el féretro con el semblante tranquilo y los ojos cerrados. La hija no podía evitar ver a través de esos párpados plegados, las pupilas amarillas fijas en su rostro, reafirmándose en aquella monótona promesa... El abrazo del primo Rober llegó furtivo desde atrás, arrancándola abruptamente de su ausencia. A punto estuvo de recriminarle por casi haberla matado del susto-además tanto él como los otros debían saber que ella rehuía permanentemente cualquier clase de contacto físico-, cuando observó la presencia de un semblante familiar. “¿Te acuerdas de Esteban?”, le preguntó el primo Rober. Cómo no se iba a acordar de todas aquellas ocasiones en las que habían jugado al “escondite a oscuras”, en la vieja y grande casa familiar, que apenas era rozada por los rayos del sol. Aquel chico era el eterno acompañante del primo Rober cuando algunos veranos los padres lo enviaban a pasarlo con ellas, mientras éstes viajaban por Europa. Siempre había estado secretamente enamorada de Esteban y, mientras peinaba los cabellos de su madre, había soñado tantas veces con el beso premeditado, entrelazados a las sombras de los árboles. Pero aquel beso nunca llegó y con los años las visitas del primo Rober habían ido espaciándose. Así que sin más olvidó a Esteban y aquellos veranos donde a oscuras jugando se buscaban.
Mientras las matronas velaban el cadáver, entre cuentas de rosario y los cirios sanguiñolentos, fueron al salón a investigar en las entrañas del mueble bar. El bourbon les calentó las gargantas y vistió sus mejillas de un rubor lúbrico. Así se enteró de que ahora Esteban vivía en la ciudad, a escasa media hora, que estaba divorciado y- afortunadamente, pensó- no tenía hijos. Así que quedaron en que alguna vez vendría a visitarla, pues tanto Esteban como el primo Rober insistieron en que no les gustaba la idea de que permaneciera sola en aquella casa grande y alejada, que parecía engullida por una gran sombra.
Cuando todos se fueron ya la botella de bourbon refulgía vacía. La sostuvo en lo alto, contra la lámpara, observando como los haces de luz se refractaban al contacto del cristal. Luego apagó la lámpara y a oscuras se dirigió a la habitación donde yacía su madre. Las llamas de los cirios hacían que la estancia pareciese empapada en sangre, y arrojaban un halo misterioso sobre el cadaver inane. Se la quedó mirando consciente de que en su rostro se distinguía la huella de una resolución, una promesa. No sabía por qué pero durante todo el día no la habían abandonado la presencia de aquellas palabras “volveré y creerás”. Se echó a reir, rugiente, espasmódicamente, encandilada por la inociencia inherente en aquella presunción. Su madre siempre había sido así, inocente, sustancialmente buena. Sintió las lágrimas corriendo por las mejillas ardientes, y pensó que era sorprendente que no se evaporaran con el calor, al contacto de su piel. Aquellas, sus primeras lágrimas del día.
Al volver del cementerio la casa la esperaba impaciente, al menos eso fue lo que ella pensó. Una vez atravesado el umbral, la puerta se cerró, como por mediación de una voluntad ajena. “Serán las corrientes de aire”, se dijo. Así que casi a su pesar subió las escaleras, quitándose la ropa. Esa era una de las cosas que ahora podía hacer, libremente. Ir desnuda por la casa sin temer encontrarse con la presencia pudorosa de su madre, a la que siempre parecía turbar la visión de un cuerpo desnudo. “¡Qué boba eres!”, le decía. Pero ella era así, todo candor. Incluso en los últimos tiempos de su enfermedad no dejó de apreciar lo avergonzada que se sentía al permitir que la bañara y la limpiara cuando se hacía encima sus deposiciones. Y no sólo por la conciencia de que ella ya no podía hacer esas cosas sola, sin la ayuda de nadie. Sino que también le parecía adivinar en ese comportamiento las huellas de aquel antiguo pudor.
Salío de la ducha como si le hubiesen arrancado de cuajo el cansancio. Aunque su rostro en el espejo indicaba lo contrario. Aquellas ojeras rodeadas de unas minúsculas arrugas, le hicieron pensar por primera vez en que ya no era joven. Siempre había sido guapa, pero había conocido pocos hombres. Hubo uno que le rompió el corazón y se daba cuenta de que había acabado por recluirse allí, en aquella casa, quizás pensando que entre aquella oscuridad no tendría que dedicarse a la dura tarea de reunificar sus pedazos. Y ahora, de golpe, se sentía vieja. Dudaba que Esteban viniera alguna vez a visitarla….. De pronto la vió, en el espejo. Una sombra atravesándolo de lado a lado. Miró hacia atrás y no vió nada, sólo la ducha goteando. Seguramente estaba más cansada de lo que pensaba.
Aquella noche apenas durmió. Con las mantas hasta el cuello, había permanecido atenta. Le parecía increible la cantidad de sonidos que era capaz de emitir una casa en la oscuridad. La mayor parte de ellos hasta ese día le habían pasado desapercibidos. Incluso había sonidos que se parecían al sonido de los pasos, sobre la madera. Crujidos, aullidos, maullidos….en una casa cabían todos esos sonidos y muchos más. Y no podía olvidar el ulular del viento entre los árboles. Porque aquel bosque era como una habitación más de la casa, y no podía pasar por alto las pupilas amarillas de todas aquellas aves nocturnas fijas en ella.
Por la mañana se encontraba mal, así que llamó al trabajo y dijo que se hallaba indispuesta. Permaneció todo el día en la cama, sin apenas alimentarse, con la única compañía de la última botella de bourbon que arrojaron las tripas del mueble bar. A veces le habló a la botella y le hizo confesiones. Le dijo que Esteban era el primer hombre atractivo que había visto en mucho tiempo y que no le importaría compartirlo con ella, ahí, entre las sábanas. Así que comenzó a tocarse hasta que su cuerpo se quebró, y estalló una corriente que lo esparció en mil pedazos que, de pronto, como por arte de magia, habían acabado por reunificarse, en silencio. Y descansó.
Cuando despertó se percató de que estaba muy borracha y la cabeza le daba vueltas. Fue al baño y vomitó, inclinada sobre el inodoro y de pronto sintió como si unas manos le sujetaran los cabellos. Asustada se plegó sobre si misma, sentada, con los brazos rodeándole las piernas y la espalda apoyada contra la pared. Permaneció horas en esta postura defensiva contra aquella presencia que no podía discernir, pero que le parecía oscura y envolvente, caliente. Como si se encontrase dentro del útero materno. Entonces se movió y desgajándose de la pared se ladeó hacia el suelo, colocando su cuerpo en posición fetal. En ese momento comprendió lo que esperaba, pues, a pesar de su sarcasmo y sus risas, en el fondo sabía que si de algún modo era posible, ella volvería a cumplir su promesa. Así que regresó a su habitación y sin más se dispuso a aguardar, en la cama, reclinado su cuerpo sobre la almohada, los brazos en cruz, en una mano el vaso y en la otra la botella. Así pasó horas, quizás días, la lluvia golpeaba tiernamente los cristales, y nunca se alimentó. Sólo el amaderado sabor del bourbon inundaba su paladar, mientras auscultaba los sonidos y el más mínimo cambio de luz que experimentaba la casa. Hubo momentos en los que pensó que estaba loca. De pronto, un día sintió el lamento de la puerta y le pareció que ésta se abría. Casi podía percibir como una presencia se movía por el recibidor, silenciosa. Escuchó el sonido que se produce el prender la llave de la luz. Luego los pasos se fueron esparciendo, livianos, por el piso inferior, hacia las escaleras. Los peldaños crujieron lamentándose bajo aquel peso que parecía no compadecerse de ellos. “Los espíritus son más ruidosos de lo que esperaba-se dijo-Debe ser que cargan con ellos con todo el peso de la culpa”. Sintió como pronto habían finalizado de subir la escalera y como se movían por el corredor. Le pareció que alguien la llamaba, pero desde muy lejos, con una voz ultraterrena. Al instante una sombra se ciñó en la puerta, más oscura que la misma oscuridad. O quizás no más oscura, sino más compacta. Entonces algo que parecía una mano comenzó a tantear la pared y la lámpara de la habitación regresó a la vida. En el umbral divisó la robusta figura de Esteban que se apartó el flequillo rebelde, mientras los ojos de ambos se adaptaban de nuevo a la luz. Ella se percató de que estaba de pie, sobre la cama, desnuda. Pero no cogió la sábana para taparse, sino que tal como estaba corrió y se arrojó, así, desnuda, contra la ropa mojada de Esteban. Y le besó, hasta que los labios se hicieron sangre. Como dos púgiles se tomaron, y ambos se tantearon sobre las sábanas, con extrema fiereza-conscientes de que después de todos aquellos años buscándose a oscuras, al fín se habían encontrado-, quizás sólo para alejar fuera de sí los fantasmas. Se hendieron una y otra vez, por entre las cortinas pudo ver como un rayo de sol asomaba. En algún momento de delirio ella no pudo evitar decirle que la esperaba y que pronto llegaría para cumplir su promesa, pues no era de ese tipo de personas que dejan las promesas sin cumplir. El se limitó a desordenarle el pelo, sin preguntar. Había ido hasta su ministerio para invitarla a tomar un café y charlar, pero cuando le dijeron que llevaba semanas sin aparecer, no dudó en ir hasta la casa y comprobar que no le hubiese ocurrido ninguna desgracia. “Y sí-le dijo- realmente tienes un aspecto lamentable”-y se echó a reir mientras hundía su cabeza entre la cavidad de sus piernas.
Por la mañana el se levantó, le preparó el desayuno que degustaron opíparamente, e hizo sus maletas. Sin cruzar apenas palabra se la llevó en su coche. Permanecería en su apartamento hasta que no encontrara otra cosa, y simultaneamente ambos pensaron que no había demasiada prisa en encontrar nada. Miró hacia atrás, hacia la casa y de pronto se dio cuenta que por primera vez en mucho tiempo estaba empapada de luz. Y juró no volver a reirse del credo de los otros.
Lo que ella no sabía era que, en la hora de la muerte, su madre, de entre todas las cosas, sólo había temido una: La nada. Porque, indudablemente, esa circunstancia le impediría regresar y cumplir aquella promesa.Y ella era de aquella clase de personas a las que no les gusta dejar las promesas sin cumplir.
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10 comentarios:
Hola Verónica!! Me encanta el relato, las descripciones son geniales, la historia creíble, los personajes muy familiares, me siento identificada con la hija... escrito con una sensibilidad que hacía tiempo que no contemplaba...sigue escribiendo, por favor, tienes mucho talento, ya estoy deseando leer el siguiente.
Bicos, Sandra.
Gracias por el comentario Sandra. La verdad es que este fue uno de esos cuentos que disfrute especialmente mientras lo escribía, así que supongo que en cierto modo eso se debe reflejar en el resultado. Besos
Buena tasca. Me pasaré.
Gracias hombre de Alabama. Yo ya me pasé por el tuyo (y me quedé a pesar de la escasez de tetas)
Bicos
Ja ja ja...perdón por la risa, pero necesitaba descargarlo. Es la paradoja de la existencia. El relato es muy serio, pero el final es de locuras, como a mi me gustan, simple y contundente y con todos los caminos abiertos. Un abrazo, doña Vera.
Uy Curiyú, cielito, lo de Doña Vera me ha llegado al alma. Es verdad que de pronto el relato da un giro a la locura pero es que mientras lo escribía sentía como si descendiera a los infiernos junto con la protagonista. Era domingo y lo escribí de un tirón, como a mi me gusta. Besitos que se desparraman
Y es que...usted es una de esas mujeres...como las imaginaba el Quijote?
No sé...Dulcineas??? Está claro que hoy usted está dispuesto a ponerme radiante la cara (lo cual conjuga con el hermoso día que tenemos hoy a este lado del ecuador)...
Y es que soy caballero de fuerte brazo...
Sí, porque Don Quijote era el de la triste figura y eso no te pega..
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