Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.
Juan Ramón Jiménez
martes, 12 de abril de 2011
HIDRA
Heracles y la Hidra de Lerna, de Gustave Moreau
A mi madre-con mi más sincera admiración-, y a todas aquellas mujeres que hace que me cuestione cuántas cabezas tienen, porque yo en su lugar ya la habría perdido....(seguramente este no es la clase de cuento que una madre espera que le dedique una hija, pero en fin...)
La primera vez que ocurrió fue poco tiempo después de haber nacido su primera hija. Una mañana al mirarse al espejo, se percató de que tenía una protuberancia en la zona próxima a su cuello. Al principio se asustó, pues le pareció que era demasiado grande como para tratarse de un lunar o una verruga. Fue a junto de su marido que todavía se encontraba en la cama, y procurando bajar la voz para no despertar al bebe, que por fin había vuelto a quedarse dormido, le pidió que la tocara. El contestó que no notaba nada, que probablemente sería el cansancio, o tendría inflamado algún ganglio. Pero no había nada de lo que preocuparse.
Sin embargo ella notaba como día a día aquella cosa no paraba de crecer y crecer…Y con el tiempo se dio cuenta de que iba adquiriendo la forma de una segunda cabeza. Lo curioso era que excepto ella nadie parecía darse cuenta. Al principio cuando salía de casa caminaba con el temor de que de pronto alguien se parase en frente suya, y la señalase con el dedo. Entonces la gente la rodearía y comenzaría a mofarse. Se veía a sí misma como un ser deforme a lo Quasimodo, o la mujer barbuda. Pero con el transcurrir de los días se dio cuenta de que para los demás seguía pasando tan desapercibida como habitualmente. Eso sí, cuando llegó la primavera y comenzó a sacar a su niña de paseo, constantemente la paraban por la calle para contemplarla. Todo el mundo coincidía en que era una muñequita, con aquella nube de pelo negro y unos expresivos ojos verdes que siempre llevaba inmensamente abiertos, como si ya desde la atalaya de su carrito no quisiera perderse un solo matiz del mundo.
Pronto se dio cuenta de las ventajas que suponía tener una segunda cabeza. Cuando su marido, quien era de temperamento fogoso, la apremiaba para que cumpliera con los deberes conyugales, a pesar del cansancio, ella podía satisfacerlo mientras la otra cabeza vigilaba el sueño del bebé, quien permanecía dormidito en la cuna. Lo mismo ocurría durante el día con las tareas del hogar. Podía planchar, cocinar, tender la ropa, mientras la segunda cabeza observaba a la niña que por aquellos días daba sus primeros pasos. Con el tiempo comenzó a sentirse cansada y unas cuantas semanas más tarde, se dio cuenta de que estaba esperando un segundo hijo. Le gustaba palparse la barriga para sentir las patadas del bebé contra su vientre. “Mira, mira…” apremiaba a su marido. “Con esas patadas, seguramente será un niño…y futbolista” le decía su marido esperanzado. Tuvieron otra niña. Cuando la pusieron entre sus brazos supo que el del sexo era un detalle sin importancia. Pero su alegría se disipó un poco al ver el rostro decepcionado de su marido. Seguramente esa misma mañana tendría pensado ir a dar de alta un nuevo socio del Madrid. Pensó en reprochárselo, lo importante era que el bebé hubiese nacido sanito, pero en parte también sentía que era culpa de ella.
A los pocos días de regresar del hospital, se percató que hacia el otro lado de su cuello comenzaba a asomar una nueva protuberancia. Enseguida concluyó que se trataba de una nueva cabeza. Esta vez no se alarmó. Hasta encontró lógico que aquella cabeza floreciera para ocuparse de su segunda hija. Las tareas de la casa discurrían mientras una de las cabezas vigilaba al bebé y la otra a la primogénita, quien afortunadamente era una niña obediente que se iba adaptando paulatinamente al rol de hermana mayor.
Un día su marido se dio cuenta de que en los números de la economía doméstica alguno desentonaba. Ella ya llevaba un tiempo apercibiéndose de este detalle, pero no había dicho nada porque temía que sintiese que le estaba echando en cara el que no gastase bastante. Decidieron que era fundamental que buscara un trabajo, y pedirle a la abuela que se ocupara de las niñas mientras permanecía fuera de casa. Se colocó en una gestoría administrativa, encargada de los trámites de matriculación de vehículos. Al mediodía apenas tenía tiempo para llegar y cocinar para la familia. Afortunadamente, mientras cocinaba, sus otras dos cabezas hablaban con las niñas, le preguntaban qué tal les había ido en la escuela, y las consolaban si habían tenido un mal día. Mientras, su marido leía el periódico, o sesteaba en el sofá, con la tele encendida.
Por las noches, tras alargar la jornada y dejar preparadas las matriculaciones del día siguiente, tenía que preparar la cena mientras ayudaba a la niña mayor a hacer los deberes. Así que entre cazos y sartenes veía por el rabillo del ojo a las otras dos cabezas discutiendo acerca del resultado de una suma, o el nombre de la capital de Ecuador. A medida que las tareas se fueron complicando las discusiones de las dos cabezas fueron subiendo de tono. Todo esto a ella acabó por provocarle migraña. Mientras, el marido permanecía en el sofá, dentro de su campanita de cristal-al menos ella intuía la existencia de esa campanita, pues tenía que preguntarle varias veces antes de que le respondiera si prefería filete o pollo para la cena-, mirando el canal de deportes en la televisión.
A la tercera llegó el ansiado varón. Si este no vino con un pan, al menos vino con una nueva cabeza debajo del brazo. Las migrañas acabaron por tornarse en crónicas. Ahora era extraño el día que no se levantaba con dolor. Una espesa niebla, apremiante, parecía oprimirla siempre en torno a las sienes. Menos mal que tenía a las otras tres que le permitían mantener el equilibrio en aquella vida cada vez más complicada. A medida que los críos iban haciéndose mayores, crecían los problemas. Las notas no eran todo lo buenas que el padre hubiese deseado. Al final, de alguna manera, todo acababa siendo culpa de ella, a la que siempre acusaba de ser demasiado blanda. Se sentía cansada para rechistar, así que permanecía callada con cara de aflicción. Sólo las otras tres cabezas protestaban airadamente. A ella en esos momentos le recordaban a unas serpientes, agitándose, buscando el momento idóneo para atacar, atravesando el aire con su viperina lengua amenazante. Por supuesto él no se daba ni cuenta. Ni por las mientes se le pasaba que alguien pudiera cuestionar su autoridad.
Cuando los niños se encontraban en sus camas, se colaba entre sus sábanas y los abrazaba tiernamente, tratando de compensar la escena de la tarde. Ellos entre lágrimas le susurraban que la próxima vez lo harían mejor. Aunque sabía que indudablemente al día siguiente sus promesas no pasarían de buenas intenciones, no podía evitarlo, su corazón estaba siempre del lado de sus hijos.
Con los años el padre iba hacinando decepción tras decepción, en un lugar bien visible del salón. Sin embargo ella no podía evitar sentirse orgullosa de los adultos en los que se habían convertido. A pesar de que alguno no había finalizado sus carreras. A pesar de que otro había renegado de la fe de sus padres, y se había ido a vivir con su pareja sin haber pasado por la vicaría. A pesar de que transcurrían sus días enfrascados en labores oscuras, grises. Para ella era inevitable concebir la luz cuando encontraba sus ojos. Y sólo ante ellos sentía que el mundo se llenaba de color.
Por lo demás las cosas apenas habían cambiado. Por razones de proximidad-según su marido más bien de comodidad-los hijos seguían comiendo en casa. Su salud era delicada y las migrañas la acuciaban como un ejército invasor e insaciable, que poco a poco se iba haciendo con todo el territorio. Había tenido que dejar el trabajo. Las otras cabezas se habían vuelto perezosas y se pasaban los días jugando al parchís y a las damas, mientras todo el peso de la responsabilidad caía sobre sus hombros. A pesar de eso a ella le gustaba la hora de la comida, porque de nuevo estaban todos juntos. A pesar de los cazos agitados. A pesar de la destreza necesaria para preparar de modo simultáneo tres comidas distintas. El que no quiere pescado, quiere huevo…que si tienes carne y yo prefiero pollo. El marido era el que se había vuelto más sibarita, y nunca consideraba necesario dar las gracias por la comida. O simplemente decir “que bueno te ha salido el plato de hoy”. No podía evitar escuchar los murmullos de reprobación de las otras tres. Ya no recordaba si en ese punto eran tres o cuatro. Lo que sí tenía claro era que cada día tenían un aspecto más parecido a las arpías.
Una noche mientras dormía soñó que las otras cabezas la devoraban. Comenzando por los dedos de sus pies, iban deglutiendo cada centímetro de su cuerpo. No podía moverse, ni gritar, ni hacer nada que impidiera que aquellos dientes pequeños y afilados, como los de una lamprea, rasgaran su carne, que ella misma podía sentir luego bajando por su garganta, porque al fin y al cabo aquellas cabezas eran suyas. En esos momentos, con gran asco, pudo sentir como las palmas de sus manos se disolvían en los jugos gástricos de su estómago. De pronto vio como las tres cabezas se abalanzaban sobre su corazón, al que arrancaron de cuajo, y aun así continuó latiendo en tres pedazos, dentro de sus bocas. No pudo evitar que se le escapara un gritó y las tres cabezas se volvieron hacia ella. La miraron enseñando sus dientes, del mismo modo amenazante que algunos felinos, y rápidamente se abalanzaron sobre su única y original cabeza.
Afortunadamente en ese instante se despertó. Aun temblorosa corrió a la cocina y en el cajón cogió el cuchillo más grande, el que utilizaba para desmenuzar la carne. Corrió al baño, prendió la luz y observó aquellas cabezas que la contemplaban con su mirada oblicua. Sin piedad hendió el cuchillo en la raíz de la primera de ellas, la que había nacido con la primera hija. Esta emitió un grito carente de sonido. Apenas un rasguño seco. La arrojó en el lavabo con el tallo goteando sangre. Procedió del mismo modo con la segunda. Esta sí que grito. El sonido era hiriente, como de piedra horadando el cristal. La dejó junto a su compañera, desangrándose sobre la porcelana del baño. La tercera, quien ya conocía su destino, la miró con ojos implorantes. Alzó sobre su cabeza el cuchillo, y cerró los ojos como para no sentir la estocada. Fue un golpe limpio. Únicamente un suspiro, como un espanto, atravesó su boca. Enseguida la mandó a reunirse con sus compañeras. Volvió a la cocina a coger una bolsa de basura. Cuando regresó, tomó, una a una, cada cabeza. Y las encerró en el sarcófago de plástico negro. Luego fue hasta su habitación y comenzó a preparar la maleta. No tenía ni idea de a dónde partiría.
A cualquier lugar lo suficientemente lejos que pudiera pagar su dinero.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
8 comentarios:
Mujeres, y más aún, madres.
Nunca dejarán de sorprenderme. Nunca las voy a entender.
Me encantó la parte en la que mata a sus cabezas. Me gustan las historias fuertes. Beso.
Me reí mucho con lo del marido fogoso. Ciertamente, algunos hombres tienen tiempo de ser fogosos.
Pero te aseguro, hay muchos hombres con varias cabezas. Te lo juro!
Hombre de Alabama, a las mujeres no es imprescindible entenderlas(incluso es bueno que nos sorprendan), basta con quererlas y dejarlas ser(con las madres se necesita mucho menos....)
Beso
Maia, este es el cuento que te comenté ayer y que habla de esa sensación que intuyo en las madres de vivir constantemente desgajadas. A mí también me gusta especialmente el final. No debemos escatimar sangre.....
Un besazo
Curiyú, la verdad es que lo del marido fogoso...je,je. Supongo que lo describí así para dar a entender que la época del relato es diferente a la actual. Una época en la que se concebían cosas como el deber conyugal y la mujer estaba menos liberada(sexualmente) que en la actualidad. Si con los hombres de varias cabezas te refieres a que hoy en día ha crecido el número de los que deciden asumir una paternidad más completa, afortunadamente es así. Pero esa sensación de desgarro(por eso lo de varias cabezas) con respecto a los hijos (que no deja de incluir al marido) se hace más patente en la mujer
Besos
Obviamente que yo sólo hable de la mujer. El añadido de "ser madre", creo que jamás entrará ni en la cabeza ni en el corazón de un hombre. Te abrazo.
Yo supongo que simplemente tengo una sombra de idea de lo que puede significar ser madre. Pero el hecho de haber nacido mujer tampoco me hace ducha en esa materia. Los cuentos que etiqueto como "la mirada excéntrica" surgen por el contacto de la realidad con la superficie deformante del espejo de mi pupila. Suelen ser exagerados y bastante fantásticos, pero en el fondo se puede ver allí, en el fondo, un poso de verdad (al menos de la impresión que producen en mí y que me resulta verdadera...)
Dulce abrazo el suyo...
Vera te tengo abandonada, pero quería leer de nuevo todas las partes de tango, me parece realmente bueno, me ha recordado a algunos cuentos de Hermann Hesse que suelo releer en verano.
Hidra me recuerda a mi, y a mi madre, con ambas migrañas, me encanta lo de la sangre y la bolsa de basura, la dejaría en el congelador... ¡qué sádica!...
solo es mi visión ,no dejes de escribir, moitos bicos.
Ja,ja. Eso de dejarla en el congelador me parece una magnífica idea(lo malo es que aquí quien es consciente de las cabezas y la sangre es únicamente la madre, así que los demás únicamente verían una bolsa vacía). Gracias por tu comentario sobre Tango. A decir verdad yo todavía no lo he leído entero y de seguido(cada capítulo según lo iba elaborando, pero nunca de manera continuada, uno tras otro). Salvando las distancias,que te haya recordado a Hermann Hesse es un regalo inapreciable para mí.
Biquiños cheíños de mar
Publicar un comentario