Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


jueves, 14 de junio de 2012

INERCIAS

 
Desconozco al autor de la imagen. La hallé aquí




La mujer arrastra cansancio. Tanto es así, que si en ello no intuyera una incómoda paradoja, diría que es el cansancio el que la arrastra a ella. Recuerda que una vez anotó cuidadosamente en su libreta amarilla, “Advertencia: no confundir inercia con voluntad”. En aquel tiempo creía que con escribir una premisa en un trozo de papel, bastaba para no olvidarla. Ahora, en absoluta intimidad con los cordones de sus zapatos, su cuello blanco describe un arco del que no sale disparada flecha ninguna. Como mucho, alguna vez, su mirada en dardo hacia dentro, sumando una nueva espina a su tallo. Y una pregunta: ¿En qué viento se volaron los pétalos de la rosa que alguna vez fue?.  A cada paso abomina su verticalidad. Si por ella fuera permanecería horizontal, voluta esperando a apagarse definitivamente sobre el frío suelo. Pero se ve obligada a sumar un paso tras otro. Deletreando con sus huellas esa palabra que tanto la asustaba: Inercia. A ras de suelo el mundo no le parece más que una gran superficie cubierta por la baba del caracol gigante de la vida. Bajo aquella capa húmeda el mundo se cuartea como las tapas de un libro. Las aceras se levantan, el asfalto está salpicado de desconchones, discordantes erupciones que le afean el rostro. Hasta las hojas de los árboles que siempre le habían parecido de un vivo color cobrizo, ahora lucen desteñidas. ¿A dónde se fueron los colores del mundo?. Sí, el mundo sólo conserva su apariencia de hermosura a la altura de los ojos. Pero cuando una sumerge la mirada en las capas inferiores enseguida asoma la costra. Quizás por eso se nos exige que caminemos erguidos, para que con nuestras rectas espaldas mantengamos la compostura de una ficción que de otro modo no se sostendría. Sólo los ojos infantiles parecen conjurar el encantamiento del subsuelo. La lagartija deslizándose sibilante sobre la hierba.  El ejército de hormigas aproximándose en orden al cadáver de algún insecto que por un golpe certero de la suerte vino a descomponerse en su territorio.  El charco donde se ovilla perezoso y felino el cielo. Es en ese charco frente a ella donde ahora se busca. Se pregunta si entre sus aguas turbias todavía reside la paleta de colores de la infancia. En los últimos días la lluvia ha sido una compañera constante. Con su repiqueo contra el cristal pareciera que las gotas quisieran poner ritmo a su vida. Pero, mientras corría de un lado para otro de la cocina preparando la cena con amigos que tendrá lugar esa misma noche, ella se resigna al silencio de la melodía  de su cuerpo, y desconoce si existen todavía unos dedos capaces de darle cuerda. En su caja de música sólo guarda una risa complaciente para las ocasiones de gala. La misma que lucirá durante la fiesta de esa noche. Una risa de maniquí. Un simple abalorio para darse brillo. La misma risa con la que vistió su voz aquella noche, unos meses atrás, mientras cenaba con unos compañeros de trabajo del marido, tras descubrir por casualidad que el hombre al que amó había muerto. Aquél que unos años antes había sido su amante. En ese instante su rostro se giró hacia el pasado, y durante unos minutos permaneció inmóvil, como si al mirar hacia atrás en su vida, hubiese recibido el castigo de la mujer de Lot. Cuando volvió en sí, se enguantó aquella risa que siempre tenía a mano, y se unió a la carcajada general. Alguien-probablemente uno de los hombres, no recordaba bien quien-, había contado una anécdota  particularmente graciosa que había roto ese silencio que se instala en las gargantas humanas cada vez que se toca el tema de la muerte. Y hasta su boca, paralizada hasta hacía sólo un momento, subió aquella risa, como accionada por algún resorte. Pero a la par, amalgamándose a ella, se suspendió en el aire la última nota de la canción de su cuerpo, y tras aletear mágica como un colibrí, sin más, se silenció.  

Aquello la desconcertó, puesto que hacía años que apenas pensaba en su antiguo amante. Pero, tras reflexionar sobre ello, se percató de que la mera existencia de alguien al que se ama basta para darnos cuerda. Porque entre todas las cosas del mundo es el amor el que nos pone en marcha durante más tiempo. Y que ella hubiese decidido no acordarse de él, no significaba que el amor no se acordara de ella. 

Poco a poco se concilió con la idea de que ahora le tocaba vivir en la mudez, cosa a la que sin duda se acostumbraría. Porque si había algo en lo que ella era experta, era en ser mujer camaleón.Con lo que no había contado era con aquel cansancio. 

El cansancio vino tras el silencio. Si ya no había nada en su vida que le diera cuerda, es lógico que finalmente hubiese recibido la visita del cansancio. A su edad-bien rebasados los cuarenta-no había tenido hijos.  Y los hijos no es que te den cuerda, más bien, aunque una no quiera, te ponen las pilas. Había pedido una excedencia en su trabajo para acompañar a su marido durante una estancia de unos meses en aquella ciudad extraña. Pero, como sucede en muchas ocasiones, la palabra “transitorio” acabó derivando en “permanente”. Si alguna vez sintió algo parecido a una vocación, ésta fue la escritura. Pero la falta de estímulos externos, y su poca confianza, acabaron diluyendo aquella pasión entre las aguas de la rutina diaria. Realmente si en algo había sobresalido en la vida era en encarnar a la perfecta mujer del  hombre de éxito. Hasta para cumplir a rajatabla con su papel se había buscado a aquel amante, y así no molestar el ascenso meteórico del marido con absurdas exigencias de atención. Pero en algo erró: el amante escogido era de aquellos de los que una corre el riesgo de enamorarse. Y así sucedió. Pero lo que jamás había entrado en sus cálculos es que él se enamorara de ella. Y aquello que había comenzado como una aventurilla, un simple divertimento, había acabado por complicarse. Por lo que ella finalmente optó por alejarlo de su vida. Y no había sido fácil, no. Probablemente había sido de las cosas más difíciles que había hecho en su vida. Y ahora que él había muerto, por alguna extraña razón algo parecía haberse roto definitivamente en su interior.

Se mira en el charco, se busca, no con desesperación, sino con cierta desgana. Esa desgana de la que sólo ella es consciente, y que ha acabado por convertirse en la única verdad de su vida, suplantado a esa otra verdad que había sido su relación con aquel amante. Había salido de casa apresurada. De repente recordó que no tenía guindilla para el arroz, y decidió salir a buscarlo a la tienda de especias. Observó con atención su imagen en el charco. Estaba desaliñada. Del recogido del pelo se escapaban algunas hebras, una de ella parecía partirle el rostro a la mitad, bajándole justo hasta la frontera de la boca. Se había puesto su gabardina roja, pero se abotonó mal, y los faldones a ambos lados parecían desiguales. Un coche que circulaba a bastante velocidad, no tuvo compasión de ella en el momento de dirigirse hacia el charco. Y de repente una ola se levantó desde el asfalto, como si quisiera engullirla, dejándola completamente empapada. Corre a refugiarse en la acera, y tomando unos pañuelos de su bolso, procura secarse y recomponer su imagen frente al escaparate de una tienda de antigüedades. Así, mojada y con pegotes de barro por el rostro, parece más joven. Se contempla un instante, y se sonríe, porque en cierto modo es como si en aquella imagen difusa y desaliñada, tan distante de la impecable mujer que cada día compone ante el espejo, por fin se reconociera. Y en ese instante la ve. Allí, en el escaparate, se exhibe una hermosa caja de música color púrpura, con unos delicados ornamentos de cristal con la forma de  un ave con las alas abiertas, de la misma tonalidad púrpura pero de distinto matiz según la luz. Y en el centro, como si estuviera a punto de echar a volar ella también, con sus brazos bellamente desplegados, la bailarina, con su resplandeciente tutú púrpura y pespunte plateado. La invade entonces un irresistible deseo de darle cuerda, y admirar su baile. Porque a pesar de su inmovilidad y el silencio, ella se percata de que lo que hace a la bailarina lo que es, es su voluntad de bailar. E intuye que si la bailarina pudiese, se daría cuerda a sí misma. Por lo que impulsivamente decide entrar en la tienda, y adquirir aquella caja de música, acordándose de aquella otra libreta amarilla donde ella anotaba las cosas pensando que con ello bastaría para llevarlas a cabo, pero con la lección en su cabeza de que para llevar a cabo algo no basta con anotarlo, en primer lugar hay que darle cuerda. Y con la intención de sustituir por voluntad toda aquella inercia de su vida, se dispone a tomar para sí aquello que le brinda la bailarina a pesar de su impotencia: si la vida no lo hace, he de ser yo la que me de cuerda.


5 comentarios:

Noelia Palma dijo...

voy a pedir que me suelten

Isabel Martínez Barquero dijo...

Inercia, movimiento no voluntario, reflejo de movimiento anterior.
Voluntad, perseverancia, empeño, potencia que ordena hacer o no hacer.
¡Cómo me ha gustado la manera de descubrirlo de ella! Y la manera en que tú no lo has narrado.
Un abrazo, Vera.

Darío dijo...

Impecable, vieja.

Aka dijo...

La voluntad escrita no es más que un juego de fantasías, una bailarina de caja de música que gira y gira pero incapaz de cambiar de paso, de saltar del escenario que la encierra para escapar corriendo del automatismo de la caja. Un ejercicio a poner en práctica con acciones que compensen y rompan la inercia de nuestras acciones anteriores, un giro voluntario no orquestado por fuerzas externas.
Buen relato, Vera, me gusta en especial la imagen de la protagonista reconociéndose en la imperfección tras ser salpicada por el charco. Al descubrirse tras la máscara que maquilla cada día sobre su rostro y se anula. Será que es nuestras imperfecciones en las que nos reconocemos, lo que nos hace.
Besos con inercia

Juan A. dijo...

Me vendría bien que alguien me diera cuerda. Jo.