Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


sábado, 25 de septiembre de 2010

DESMONTANDO MI KIBUTTZ

De como la carne vuelve al verbo, una y otra vez, y otra...(no sé si el título se corresponde con la entrada pero es el que me apetece)


Hubo un tiempo en que perdí las palabras, que huyeron de mí, sin más. Sin aspavientos y sin arrojar la vista atrás. Sin al acto superfluo pero poético de agitar pañuelos en el aire. No puedo decir que me doliera. Una se enfrenta con la vida y el choque con la misma a veces sólo genera otra vida, más rica y reluciente, más de vestido nuevo. Y mientras una trata feliz de encajar en su nueva piel, como es ésa, especialidad de reptiles, camina con el vientre pegado al suelo y retozando entre la tierra. Desde el suelo debe ser difícil tener perspectiva. Quizás por eso las palabras se fueron con las trompas alicaídas, igual que los elefantes que conociendo la certeza de su muerte se dirigen al lugar donde por fin podrán descansar. Me las imagino en su actitud alineada, con las cabezas vacías, sin convulsiones ni lágrimas. Sin desperdiciar un segundo en aquella de quien se alejaban. Porque las palabras no nos pertenecen. Sólo se nos dan en la medida en la que podemos proporcionarles libertad. Quizás esto pueda parecer absurdo pues para muchos la libertad es atributo de los hombres. Sin embargo, es al contrario, atributo de los hombres es la esclavitud. Pero decir esto es agitarse en tierra de gigantes y no deseo morir hasta que encuentre mi frase patibularia, mi poema del cadalso. Mientras, ahora que las palabras han vuelto a mi, ahora que las siento debatirse calientes en mi abrazo, sumidas en el vértigo del reencuentro, puedo recordar el momento preciso de su vuelta y el acontecimiento amargo que las precedió. Aunque no podría atribuirle la culpa. Más tarde pensé, que en un año en el que se desplazó el eje de la tierra, es casi natural que se produzcan desplazamientos inesperados en la vida de las personas. Ocho centímetros pueden parecer intrascendentes en el universo, pero de ocho centímetros, tristemente lo sabemos, puede resultar la aniquilación. Hace tiempo, durante unas semanas, aparecieron las playas cubiertas de medusas. Se las podía ver sobre la arena, inertes, flácidas, con los tentáculos bordados de derrota. Rosadas, parecían de esmalte, de ese con el que se pintan las uñas de las niñas y de las muñecas. Abatidas como paraguas destrozados por el viento. No sé por qué aquel año las medusas vinieron a morir a nuestras playas. Quizás por causa de ocho centímetros. Yo hubiera bautizado áquel como “el año de las medusas” y me hubiese gustado sustraer de su conducta, hermosas invenciones del apocalipsis. Pero aunque rebuscase en los bolsillos, nada. Yo ya no tenía palabras. Estaba muda.
Ahora que por fin han vuelto a mi, soy consciente del deber que tengo con ellas. Si miro el suelo de mi Kibbutz, está cubierto de baldosas amarillas por las que corretean las perras negras. Quisiera tener un artilugio que las reprodujera como a pompas de jabón, ingrávidas y con la espada del sol atravesándolas. Reflejando una realidad distorsionada, pero apabullante de colores y formas nunca antes inventadas. Lo triste de las pompas de jabón es su efímera existencia y supongo que ahí radica su belleza. Las palabras, corruptas en su anhelo de libertad, sobornan a los hombres para que les entreguen la llave del averno y en él lo visten de azufre y fuego. Aun no sé el precio que me harán pagar, pero me gusta tenerlas de vuelta. Subiéndose por las paredes de mi kibbutz.

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