Imagen: Urbano Lugris
A Ángela-pues ese era el nombre de la joven del sombrero-, siendo niña, le había impactado sobremanera la imagen de aquel joven que, metido en un traje demasiado amplio, esperaba a embarcarse, sentado sobre un enorme baúl. Entre todas las cosas que habían llamado su atención, Ángela destacaría el modo obstinado con que aquél se había quedado mirando al mar. Como si estuviera trazando un puente entre ambos. Y en aquel espacio que mediaba entre el joven, su mirada, y el inmenso océano, el tiempo pareciera haberse suspendido muy por encima de la maniobra de atraque de los barcos, de los vuelos circulares de las gaviotas, del trajín de los subastadores de pescado y del bullicio que gravitaba a su alrededor, como si estos fueran el epicentro de alguna galaxia…. Ángela nunca había conocido a nadie que tuviera ese modo de mirar las cosas. Lo más parecido era una luz que a veces creía sorprender en el fondo de los ojos de su padre, cuando miraba a su madre. Pero era una luz que apenas nacida, parpadeaba, y se extinguía. Como la gota de rocío sobre el pétalo de una flor a punto de morir en el rayo de sol. Como el último rescoldo de alguna estrella.
Aquella mañana, bien temprano, había acompañado a su padre al puerto, como siempre hacían cuando estaba prevista la partida de algún buque importante. El padre, antiguo capitán de barco, había tenido que retirarse siendo todavía joven, debido a una lesión que le había dejado una cojera en su pierna derecha. A pesar de que ésta se había ido acentuando con el tiempo, todavía se resistía a utilizar bastón. Por eso siempre se hacía acompañar por Ángela, en cuyo hombro se apoyaba al caminar, de un modo casi imperceptible. Cariñosamente él la llamaba, “mi Pequeño Cayado”, y ponía un dedo sobre su boca, como si aquel nombre fuera un secreto entre ellos dos. Pero llegó un momento en el que la gente del pueblo era incapaz de imaginar la presencia del uno sin la otra, como si el padre-siempre un paso por detrás de la niña- no fuera otra cosa que su alargada e inseparable sombra. Y como en un relato que le había leído su hermano Emilio, Ángela llegó a pensar que el día en el que la vida cortase los hilos que los habían unido, sentiría que le habrían arrancado el alma. Cuando años más tarde, la tijera de la muerte efectuó aquella labor, Ángela fue consciente de que aquella mano sobre su hombro había sido el único peso que la mantenía anclada a la tierra, y se sintió como una cometa a la que se le rompe el sedal, elevándose por encima de las casas, hasta quedarse enganchada en una nube. Desde entonces, el mundo y las personas le parecieron tan pequeños y lejanos, que perdió la consciencia del significado de sus propios días.
Si había una cosa de la que uno podía proveerse en el muelle, era de noticias frescas. A veces más frescas que las capturas de pescado de algunos barcos en el momento en el que realizaban la labor de atraque. Pero por supuesto, en días como ese, los ojos y las bocas se centraban en la partida del Excelsior-nombre del buque más grande de los que solían recalar en aquel puerto-, y en los pasajeros que, uno a uno, subían la escalerilla. Sobre todo, la gente estaba excitada por la llegada del nuevo Hombre del Faro. Solían hacerse apuestas acerca del motivo por el que el susodicho se había hecho acreedor de semejante plaza. Los pederastas se pagaban diez a uno. Los desfalcadores doce a uno. Y los banqueros a quince. Cuando Ángela y su padre llegaron, la expectación había decrecido, porque el Hombre del Faro ya había hecho su estelar aparición. Y para decepción de los presentes, en esta ocasión no venía esposado, ni escoltado, y tenía cara de no haber roto un plato en toda su vida. Se empezó a extender el rumor de que el nuevo Hombre de Faro lo era por elección, no por obligación. Pero para todos era bastante difícil creer que alguien eligiese libremente semejante destino. Las mujeres suspiraban “seguramente huirá de algún amor no correspondido, con el corazón destrozado. ¿Acaso no tiene todo el aspecto de un pajarillo con un ala rota?”. Los hombres, ante aquella condescendencia, rosmaban con cierto resquemor “a este lo que le pasa es que huye del trabajo. Mírenlo, mírenlo ahí. Lo que el quiere es pasarse el resto de su vida sentado, mirando al mar. Vago es lo que es”. Y otras conjeturas por el estilo.
Hemos de decir que Ángela, con la inocencia de sus siete años, bien poco entendía de todo esto. Lo único que, en realidad, le importaba era la magnificencia del Gran Buque, y esa extraña idea que se le había metido en la cabeza de que este parecía haber encogido desde que lo viera por última vez. Tironeaba de la manga de su padre, con la intención de que la acompañara a examinarlo más de cerca, cuando un claro se abrió entre la multitud que los rodeaba, y entonces lo vio. Sentado sobre aquel enorme baúl, con el rostro melancólico, y las piernas colgando, aguardaba Esteban. En el momento en el que Ángela posaba sus ojos sobre él, por vez primera, este suspiró. En ese preciso instante pensaba en que no existía mayor distancia que la que lo separaba de la línea del horizonte. Y como ocurre con todo lo inalcanzable y huidizo, Esteban amaba esa línea. Lo mismo que amaba el cielo que respiraba sobre su cabeza. O las olas del mar a las que jamás podría tomar entre sus manos. Por eso Esteban leía, y leía. Porque él sentía que a través de las palabras podría asir lo inasible. O al menos le quedaba esa sensación del roce contra la piel.
Y Ángela esperó junto a su padre, hasta verlo tomar aquel enorme baúl y la ridícula maleta, subir la escalerilla, y partir. Siempre con aquellos ojos que parecían haberle dado la espalda al mundo, vueltos a una realidad que en nada se parecía a la que Ángela intuía en los del resto de las personas. Y desde aquel día su única intención con respecto a lavida era llegar a verla a través de aquellos ojos.
8 comentarios:
Belleza proscrita.
Hermosa frase, Daniel
Verse arrancado de la vida hizo a ese tipo especial a todos los ojos.
Pajarillo con ala rota y otras roturas.
Siempre enamorándonos de lo inalcanzable e huidizo, me siento muy identificado con el farolero y con Ángela, parecen sin duda hechos el uno para el otro.
Ciertamente, Alabama...
A veces hay que romperse para dejar que la vida entre, Darío....
Siempre me atrae el poder mirar a través de otros ojos *
Un beso o 2 #
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