Corazón renovado de Freijanez
Soy de esos pocos que poseen la capacidad de distinguir los
hilos que unen a los amantes. Para el que no lo sepa, hablo de unos hilos
blancos, livianos y brillantes, pero a la vez muy resistentes, con la
apariencia de aquellos que conforman la telaraña, y que van de un corazón a
otro. Estos hilos deben ser invisibles para los ojos de la mayoría, pues jamás
persona alguna, en mi presencia, ha hecho comentario o alusión a ellos. Y por
otra parte, una vez llegado a la adolescencia, y tras unos cuantos escarmientos
al respecto, he evitado sacar de nuevo a colación este tema. Aun recuerdo el
rostro de estupefacción de mi amigo Manuel cuando le hablé en una conversación del
hilo que iba de su corazón al de Teresa. Con ingenua alegría le felicité,
porque a todas luces sentía que estaba en presencia de una persona afortunada,
pues fue la primera que yo conocí cuyo hilo no se perdía en la distancia, en
algún lugar que mi mirada era incapaz de escrutar, destino que a la mayor parte
de los mortales le será vedado. De hecho, Manuel, Teresa y yo íbamos a la misma
clase desde el parvulario. Y ya de niño me maravillé al descubrir la hebra que
nacía en su pecho, y que flotando se estiraba o encogía según la proximidad de
Teresa. Claro que decirle a un adolescente que ha conocido al amor de su vida
cuando apenas contaba cinco años puede resultar una extravagancia en una
sociedad en la que predomina el goce inmediato pero efímero. Por lo que durante
los meses siguientes no pude dejar de percibir cierta frialdad y
distanciamiento en el trato de Manuel, quien siempre había sido mi amigo más
íntimo. En la actualidad Manuel y Teresa viven felizmente casados junto a sus
dos hijas, de las cuales, Paulita, la mayor, es mi querida ahijada.
Creo que esta extraña capacidad fue fortificando en mí la
idea de que las relaciones humanas son como una gran madeja. En la ingenuidad de mis primeros años concebí
la ridícula idea de que bastaba con tirar con fuerza del hilo para que la
persona amada apareciese ante nosotros. En este caso saber que ese hilo
existía, y su exacta ubicación, constituía una gran ventaja. También cabría la
posibilidad de seguir el hilo. Pero ya desde niño he sido una persona más bien
perezosa e inconstante, que enseguida se deja arrastrar por la inercia de las
cosas, y si el viaje, como siempre temí, resultara demasiado largo, dudaba mucho de ser capaz de
llegar hasta el final.
Llegado a la adolescencia las cosas cambiaron, y aquella
ordenada y pulcra madeja, que poseía la arquitectura perfecta de la telaraña,
comenzó a enmarañarse ante mis ojos. Muchos eran los hilos que, flotando al
aire, se enredaban los unos con los otros. Y ahí la cosa se complicaba.
Realmente, ahora me doy cuenta, el símil de la telaraña es el que más se adecúa
al entretejido amoroso. Muchos somos los que nos vemos como insectos atrapados en
nudos ciegos y errados. El amor es una araña al acecho de alimento.
Quizás por esta razón sucedió que, poco a poco, se fue
mitigando esa capacidad mía de percibir los hilos. Estos se fueron haciendo más
tenues. Hasta convertirse en apenas traslúcidas estrías del aire. Como si el tiempo fuese untándolo con un
ungüento que desvanecía las marcas. Sin
embargo, el momento decisivo llegó cuando conocí a Silvia.
Silvia es mi mujer. O más bien debería decir “era”. Pero la
costumbre es una ley que la voluntad no quebranta, sólo el tiempo puede. El
caso es que nos conocimos una tarde de lluvia en un café. Lo que desde el
primer momento me hizo pensar en la letra de una canción o un poema. Cosa que
para mí fue suficiente para amarla a primera vista. Quizás porque ya había
perdido la esperanza del milagro, que encontrar a la persona que se hallaba al
lado opuesto de mi hilo fuera a sucederme a mí-y ahora que lo pienso, tal vez
dejé de ver los hilos precisamente por haber perdido la esperanza..-, e imaginé
que quizás la vida pusiese a mi alcance otro tipo de síntomas o metáforas que
viniesen a significar la misma sentencia irrevocable que yo veía en el
pronunciamiento de los hilos. Conocer a alguien como si se tratara de una
canción, bien podría ser la misma cosa…Pues sí, Silvia fue un amor a
primera vista, un fortuito estremecimiento de las vértebras del corazón.
Hizo su aparición detrás del cristal, como una silueta
dibujada por la lluvia, al pulso de su golpeteo intermitente. La vi al levantar
los ojos del libro que estaba leyendo, y a continuación hizo su entrada en el
café. Estaba empapada y bajo las luces las gotas refulgían, como si la hubiesen
coronado toda de estrellas que se deslizaban fugaces por el anorak azul-un azul
extraordinariamente eléctrico en la penumbra del bar-. Debido a la tormenta, las mesas estaban todas
ocupadas, así que al mirar el rostro de una errante Silvia le hice ademán para
que tomara asiento en alguna de las sillas libres en la mesa en la que yo solía
leer. Durante aquel tiempo yo iba cada tarde, después del trabajo, a leer aquel
café. Lo hacía siempre en la mesa más próxima a la ventana, así de vez en
cuando descansaba los ojos de la lectura, y me distraía contemplando a los
viandantes. A veces me preguntaba si aquellos que se fijaban en mí a través del
cristal podrían ver sobre mi cara el torbellino de palabras en el que todavía
me sentía gravitar, como si yo no fuese otra cosa que unas cuantas flores
envueltas en papel de periódico.
Silvia y yo charlamos con naturalidad aquella tarde. Los dos tuvimos el presentimiento de que aquel
encuentro había sido un golpe de suerte. A los pocos días volvimos a quedar en
“nuestro café”. Y en unos meses estábamos viviendo juntos, hasta que
finalmente, hará cosa de unos cinco años, decidimos casarnos. Nuestra relación
siempre ha sido fácil, fluida. Vivimos durante años con la sensación de que
éramos el uno para el otro. Sólo con el paso del tiempo, de vez en cuando, yo
caía en una especie de estado melancólico. Sentía como si algo me tirara del
pecho, y entonces tenía la necesidad de aislarme de todos-incluida Silvia-, y
caminar hacia ese algo. Esta situación se prolongaba unos cuantos días, durante
los cuales me asaltaba la imagen de aquella telaraña entretejida con los hilos
de los corazones. Pero de pronto, sin razón aparente, la sensación se mitigaba,
y todo volvía a la normalidad.
Durante mucho tiempo creí que mi vida con Silvia se
prolongaría indefinidamente. No digo que durante este tiempo no hubiese deseado
a ninguna otra mujer. Incluso tuve un pequeño escarceo con una compañera de la
oficina, que en cierto momento casi llegó a obsesionarme. Pero mi relación con
Silvia era el eje de mi vida. Un eje que yo siempre creí sólido e inviolable.
Ahora sé que aquella seguridad estaba boicoteada de antemano. Y que, aunque a
veces nuestras vidas se alejen de su curso natural, la naturaleza siempre nos
alcanza, así como no existe dique capaz de contenerla en su crecida. En
realidad este pensamiento me asaltó de modo violento la noche que fuimos a
cenar con mi compañero de trabajo, Tomás, y su mujer, Elisa. Estábamos
charlando en el sofá, tomando el aperitivo ante unas copas de vino, cuando de
pronto, en el apogeo de la conversación, lo vi. Un hilo blanco y terso,
radiante bajo la luz de los halógenos, flotaba en el aire ante mí. En un primer
momento sentí una súbita alegría. Pero enseguida se disipó cuando comprobé que
aquel hilo, el primero que había visto en años, iba del corazón de Tomás, al
corazón de mi Silvia.
Quizás pude haber hecho algo. A lo mejor habría sido posible
luchar contra el horóscopo de los hilos. Pero desde el primer momento bajé los
brazos. E, inconscientemente, aunque yo seguía riéndome con Silvia, cocinando
para ella, haciéndole el amor de forma apasionada-tal vez de forma más
apasionada que aquellos últimos dos años-iba despidiéndome. Por lo que no me
sorprendió cuando una tarde recibí una llamada suya en el trabajo pidiéndome
que nos encontráramos en nuestro café al acabar la jornada. Entiendo que para
ella debió ser un hecho sorprendente, mi inmutabilidad cuando me comunicó su
decisión de abandonarme por Tomás. Quizás también la sorprendió mi falta de
reproches. Pero ella desconocía que nada había que reprochar. Que existe un
hilo en nuestro corazón que tira de nosotros hacia el corazón de alguien, y que
es milagro que las dos personas de los extremos del hilo acaben por
encontrarse.
Yo, por mi parte, he dejado el trabajo, y con el dinero que
me corresponde por la venta de nuestra casa, y el resto de mis ahorros he
decidido comenzar a viajar. Ahora que el hilo de mi pecho se ha vuelto de nuevo
visible para mí, ahora que lo veo ondeando triunfante en el aire, no me resigno
a seguir tirando de él a ver si por casualidad un día de estos aparece la
persona que está al otro lado. Ahora pienso que he de ser yo quien siga el
hilo. No tengo ni idea de quién me espera al otro lado. Tampoco sé cuán largo
será el viaje-aunque intuyo que mucho, puesto que mi hilo es de esos que se
pierden en el horizonte-, ni cuántas fronteras he de atravesar, ni cuántos
mares. Pero yo juego con una ventaja con la que otros no juegan. Yo puedo ver
el hilo..
8 comentarios:
Genial,enigmatico,secuestrador este relato hermoso, triste pero al mismo tiempo esperanzador.
No tengo la facultad de ver los hilos, pero los ojos no pueden mentirme, y ese es un regalo que me dieron al nacer.
Saludos
Un auténtico don. Gozoso y aterrador a un tiempo, como todo don que va más allá de nuestro entendimiento.
Grande, Vera.
Qué maravilla verlo así, esa gran madeja de conexiones y filamentos que perduran o se rompen o se pierden y son tan luminosos. Y qué bonita esa imagen del principio, me ha encantado, esa hebra que sale del corazón.
Un abrazo.
Un hilo fantástico que siempre hay que seguir.
cuanta ternura esconde tu relato.
Abrazos
Qué natural te brota esa capacidad de ver lo oculto. Oficio de poeta consagrado. Y para colmo, poetisa en este caso.
(Lo mío no es dentellada, solo muestro los dientes cuando sonrío o para aguantar el dolor).
Saludos.-
me atrapaste en los hilos del relato!
tu cuento es tierno en apariencia, pero lo que está por debajo es oscuro...ese final: "yo puedo ver el hilo"...me hace pensar...
besos, vera*
(me sentí nombrada en la historia...)
Se te echa en falta.
Bicos.
Qué riquiño, Juan Antonio!! Bicos, a moreas....
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