Ofelia revisitada de Rocío Verdejo
Y un día
llegaron al océano que no tiene olas. Aquél que es tan calmo que en él se
aquieta la luna y se silencia el concierto de las estrellas. Al que la leyenda
da el nombre de Lethes, y suele designarse como “Río del olvido”. Llegaron a
esa hora en que las estrellas ya están húmedas y comienzan a apagarse en las
aguas. Llegaron y se sentaron en la orilla. Callados contemplaron aquel mar
cuya sal borra de la memoria cualquier acontecimiento que haya tenido lugar en
una vida, incluso la raiz del propio nombre. A cambio sus aguas nos
devuelven al estado embrionario, y el conocimiento sin mácula de antes de haber
nacido, aquel que es aniquilado en la contemplación de la primera luz. Dicen
del Lethes que es el regreso a la oscuridad uterina.
Ellos
llegaron hasta allí por un camino en el que tuvieron que pisotear innumerables
flores. Bajo sus pies aquél se convirtió en un sendero lúbrico, cuajado por el
reflujo y el aroma de los pétalos, que a su paso se aovillaban sobre si mismos
al modo del bagazo. Jamás había sido su intención llegar hasta allí. Pero ante
aquellas aguas supieron que el mismo hecho de llegar conllevaba en sí la
aceptación del reto que entrañaban. Por lo que cuando el sol comenzó a asomar
por el horizonte, repoblando el mar con los diminutos peces anaranjados de sus
rayos, ellos se despojaron de sus ropas, y se encaminaron al remanso de aguas.
Las manos enlazadas, el paso firme. Pronto sintieron aquella materia espesa
envolviendo sus pies, sus tobillos, subiéndoles por los muslos, hasta las
ingles. El sexo del hombre flotaba y había adquirido el aspecto de una extraña
criatura subacuática. Sin duda era una difícil labor sumergirse en aquellas
aguas debido a la densidad de que las dotaba la sal que facilitaba la absorción
de los recuerdos. En aquel lugar en el que todo era silencio- inmune al soplo
del viento no existe una mano armoniosa que venga a hacer música con la hierba
o los árboles-irrumpió el sonido de sus dos corazones palpitando al unísono. Y
ante la urgencia de aquel llamado el mar pareció abrirse, para acoger a los
amantes en su regazo. Ahora sí el agua, como un cuerpo sediento de otro cuerpo,
les rodeó el torso, el cuello, se columpió en sus barbillas. Por fin perdieron
pie y se sumergieron en las profundidades. Las entrañas de aquel mar todavía
eran más imperturbables que la superficie. Allí no penetraba la luz del sol, y
el sonido de sus corazones había sido amortiguado. Ni siquiera nadaron,
sencillamente se dejaron llevar por la inercia natural del cuerpo sumergido en
un líquido. Pero el movimiento de éstos era prácticamente imperceptible,
por lo que casi estáticos a la vez que erráticos, perdieron la conciencia del
tiempo.
Se
despertaron varados en la orilla. Desnudos, desgajados del vientre del mar.
Recién nacidos. Carentes de nombre y de pasado. Pero cuando se miraron a los
ojos brilló en ellos la luz de un reconocimiento. Era un saber animal.
Una revelación de la entraña. Y esto venía a confirmar aquella sensación que
había sido una especie de motor en esas vidas que acababan de olvidar. Algo a lo
que siempre le habían puesto piel y no palabras. Que el conocimiento que el uno
tenía del otro era un “conocimiento que había tenido lugar antes del tiempo”. Y
como en este nuevo nacimiento habían sido liberados del lenguaje, la única
opción que tuvieron fue la de ponerle piel, imitando sin saberlo la misma
conducta de sus vidas anteriores.
Y se amaron
como cuerpos nuevos. Aprendiendo cada hechura y cada descosido. Torpes y
ciegos. Sin experiencia previa. Guiados únicamente por las mareas de la sangre.
Se comunicaban con voces embrionarias, y pronto se dieron nombres tiernos como
pámpanos. Al emitirlos su delicada fragancia endulzaba el aire.
Hasta que
pasado un tiempo regresaban al mar del olvido, empujados por una pulsión
similar a la que determina los movimientos migratorios de las aves.
Así una y
otra vez se desaprendían, para volver a aprenderse. Y una y otra vez volvían a
hallar en los ojos del otro aquella luz que brillaba con un reconocimiento que
venía desde antes del tiempo.
Pero una
noche en sueños el hombre se sintió estremecer al abrazo de un viento helado,
en aquel lugar que siempre había sido inmune a su soplo. Se despertó y pudo ver
que en el horizonte ya se asomaba el alba. Entonces miró hacia la mujer que dormía
a su lado y se desesperó al ver que sobre su cuerpo se deshilvanaba una corola
de pétalos rojos. Al instante al comprobar la rigidez de su cuerpo comprendió
que la flor del corazón había sido arrancada del tallo del pecho. A la
conciencia de este hecho fue como si de su piel y de su sangre se hubiese
evaporado toda la sal que durante años había absorbido sus recuerdos. Así
regresó al momento en que se habían conocido durante su vida anterior al
Lethes. La sonrisa de ella, el modo en el que un mechón de cabello le caía
sobre los ojos. El primer roce. Rememoró cómo al tocarla sentía que se le licuaban las
entrañas. Y luego se vio a si mismo junto a la mujer a orillas del Lethes.
Sintió la humedad del primer baño. La sensación de penetrar una a una las capas
del propio ser. Como si al sumergirse en el Lethes diera comienzo a un viaje hacia el
interior de si mismo. El renacimiento sobre la orilla. El rencuentro con la
mujer. Aquel brillo de reconocimiento en los ojos. El modo en el que
recomenzaron a aprenderse, el uno al otro. Y cada una de las ocasiones en las
que se habían sumergido en las aguas del olvido se desarrolló ante sus ojos. Y
con ellas la emoción, y el temblor de cada uno de los rencuentros. Y siempre
aquel reconocimiento de antes del tiempo. Entonces tomó entre sus brazos el
cuerpo ya frío y lo condujo hacia las aguas. Cuando se encontraron a cierta
profundidad sumergió a la mujer, pero poniendo amoroso cuidado de no soltarla.
En su desesperación cayó en el delirio de creer que en las aguas del Lethes
quizás la muerte que habitaba el cuerpo de la mujer acabaría también por
olvidarla. Pero el mismo pasaba por alto una de las pocas verdades irrefutables,
y es ésta que la muerte a nadie olvida. Durante tiempo continuó avanzando sin rumbo
en el agua, hasta que perdió pie. Entonces el peso del cadáver que cargaba en
brazos lo arrastró hasta el fondo. Se negó a soltarlo, dispuesto a perecer con
aquella a la que amaba. Los cabellos castaños extendidos alrededor del rostro
la orlaban de tal modo que la hacían parecer una divinidad o una flor. Él la
miraba como si tuviera la presunción de que un momento a otro fuera abrir los
ojos, y mientras la contemplaba, pensando que ni un solo instante podría
permanecer lejos de ese cuerpo, las aguas del Lethes efectuaron su sortilegio.
De un momento para otro la olvidó y dejó que la engullera el abismo de ese
olvido.
De nuevo se
despertó varado en la orilla. Otra vez era un hombre acabado de nacer. Un
hombre sin pasado, y sin nombre. Pero en esta ocasión no encontró ante si los
ojos de la mujer, ni pudo descubrir en ellos la luz de ese reconocimiento que
se propagaba desde antes de los tiempos. Y por segunda vez sintió las manos de
un viento frío ciñéndole en aquel lugar que siempre había sido inmune a su
soplo. Y la intemperie…
7 comentarios:
He encontrado esta lectura muy relajante. Gracias.
Me hizo acordar un poco a Bradbury, planetas desolados...
El reconocimiento mutuo de antes del tiempo......hermoso.
Besos, Vera
Ahí se adormece su cuerpo, ingrávido,
inocente como el que supo y ha olvidado...
Las aguas del río del Hades, el olvido... Un mito fascinante y necesario. Frente al bálsamo de las aguas del Leteo, la dura afirmación de Borges que suena a metales antiguos: Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
Volver a aprenderse hasta el infinito, en ese reconocimiento sensible. Me has recordado a la peli "Olvídate de mí", pero tu delicadeza y la manera de entrelazar sentimientos es muy superior e inmensamente adictiva.
Siempre me alegras el día, Vera :)
bello, bellísimo.
ser sueño circular a veces no es posible...
qué hermoso relato!
besos, vera*
Conmovedora historia, una nostalgia se hizo presente, y una placidez acaso inexplicable...
Un océano, una conexión, sin dudas.
Dulces bicos ;)
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