Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


jueves, 28 de abril de 2011

LA CAZA

Imagen Daria Endresen



Desde el momento en el que conseguí localizarlo, me consagré por completo a la tarea de espiarlo desde las esquinas. A los pocos meses me conducía por las aristas de los tejados, los anónimos quicios de las puertas, y el rostro colectivo de la multitud, con la sutileza del camaleón. Como si desde siempre la ciudad hubiera constituido el único escenario de mi vida. En ocasiones él se volvía, y yo confundía mi fisonomía con la de las paredes, por lo que no me sorprendió mucho cuando, con el tiempo, me percaté de que era capaz de tornar mi carne de barro en cemento…..
No creí que me fuera tan fácil adaptarme a esta vida, pues subestimaba las posibilidades que tenía, un ser errante como yo-quien incluso tenía que meterse plomos en los bolsillos para no salir volando-, de tornar su actitud por la de una sombra condenada a la gravedad de un cuerpo; por el ostracismo de la brisa pegada a las alas de un pájaro; por la oscuridad de la imagen que se esconde en el envés rosado del párpado. Mientras gozaba de esta situación cercana a los límites de la invisibilidad, mi mente era constantemente invadida por alguna de los millares de fábulas que, tiempo atrás, el Anciano nos contaba durante la noche, con las lenguas rojas de la hoguera lamiendo su rostro, y el crepitar del fuego desfigurando su voz. Según decía, aquello que alguna vez el mundo conoció con el nombre de “amor”, había sido arrancado de su faz, del mismo modo que a un jardín se le arrancan las malas hierbas. Del mismo modo en el que finalmente había sido aniquilada nuestra tribu…. En aquellos tiempos se pensaba que nuestra supervivencia dependía directamente de la transmisión de nuestras leyendas. “Mientras haya alguien que necesite escucharnos, nuestro corazón seguirá latiendo”, decía en respuesta a mis preguntas acerca de nuestro origen, mientras apoyaba el peso de su cuerpo marchito sobre mis hombros, fingiendo que por un instante no precisaba de su inseparable cayado. “Aquellos que ostentaban el poder, concluyeron que el “amor” frenaba el progreso. Lo tildaban de superstición, de herejía inventada por los libros. Comenzaron a perseguir a los poetas”….
-“¿Nosotros somos poetas, Anciano?”-le pregunté una de aquellas noches.
-“Ya no quedan poetas. Acabaron por languidecer, hasta su extinción….- dijo con voz desmadejada y triste-Nosotros somos meros contadores de historias”
-“¿Entonces por qué nos escondemos?-preguntó Ruk, con su oscuro rostro clavado en el anciano”
-“Porque continuamos poniéndole voz a aquellos que ya no la tienen….Nuestro corazón nunca calla….”
En aquellos momentos nos llevábamos la mano al pecho y de él extraíamos un pequeño latido, que juguetón se deslizaba por el tobogán de nuestros dedos, y tomando el impulso de sus diminutas piernas, se elevaba hacia el cielo, hasta que en el último momento lo veíamos brillar, atravesando el claro de luna.
Ante semejante espectáculo, al unísono, todos suspirábamos.
-“Hubo en tiempo en el que nuestra función la realizaban los libros…Un día, siguiendo las órdenes de aquellos que ostentaban el poder, todos los pueblos del mundo quemaron los suyos. Las bibliotecas se mostraron frágiles e impotentes en su desnudez. Sólo los de nuestra estirpe salieron en su defensa. Por supuesto, fueron masacrados. Todo terminó a las pocas semanas, pero las cenizas acamparon durante meses en los bordes de las aceras. Hasta que una última ráfaga de viento-cuando todavía el sol no había secado la última de nuestras lágrimas- acabó por llevárselas lejos, muy lejos…, a un lugar de donde ni siquiera regresan los recuerdos…”
Había más como él, encargados de adiestrar a los muchachos de otras tribus. Por supuesto los elegidos eran siempre niños perdidos, sin familia, a los que nunca se le hubiese llevado a cabo la “sustracción”. Aunque durante nuestros tiempos de novicios desconocíamos el significado de tal palabra, cada vez que la escuchábamos no podíamos evitar cerrar los ojos con un estremecimiento, y pronunciar para nuestro coleto la palabra amuleto. La palabra amuleto era personal e intransferible, y para que causara efecto nunca podía decirse en alto. La mía era “arpegio” y tenía un inmediato efecto balsámico. En cuanto la pronunciaba, aun ausente el sonido, el latido de mi corazón se acompasaba.
De todo esto nos enteramos porque Ruk lo había escuchado a hurtadillas, mientras El Anciano conversaba con un colega de una tribu vecina. Creo que antes me referí al rostro de Ruk con el calificativo de “oscuro”. Pero esa cualidad no se limitaba al color de su piel. Cuando durante el día, me dedicaba a deambular por el bosque, percibía la presencia de Ruk, aun antes de que este se encontrara a mí lado. En los instantes previos, sentía como el canto de los pájaros enmudecía, y el viento en los árboles parecía agitarse nervioso. El sol en ese preciso momento era atravesado por alguna nube que amortiguaba la luz dorada de sus rayos, y todo parecía invadido por la sombra alargada de Ruk- a mí siempre me sorprendía que un muchacho tan menudo fuera capaz de proyectar su sombra a tanta distancia-, que se extendía hacia el horizonte. Entonces él me miraba con el negro flequillo serpenteándole en los ojos, y yo pronunciaba para mis adentros la palabra amuleto. Sospechaba que de haberse enterado de esa circunstancia, no se hubiera molestado, sino que, más bien, mi reacción le hubiese parecido motivo de orgullo. Alguna vez le hablé al Anciano de esta sensación en lo relativo a Ruk. Entonces el movía la cabeza pensativo y me comentaba que habíamos permanecido demasiadas noches alrededor de la hoguera, y las sombras que dibuja el fuego se habrían alojado dentro de mi pecho, oscureciendo el cielo de mi imaginación. Lo que yo ignoraba es que, en secreto, él nos estaba preparando para que uno de los dos tomara su testigo, e interpretó aquellos comentarios que yo inocentemente le hacía, como producto de una supuesta rivalidad, que en realidad no existía.

Una noche mientras, según era costumbre, dormíamos sobre las ramas de los árboles, nos sorprendió un ataque del enemigo. Nosotros nunca habíamos sido guerreros, pero nuestros sentidos, contrariamente al resto de los hombres, no se hallaban embotados por la vida confortable en un hogar cálido, por lo que confiábamos la vigilancia nocturna a la sutileza de nuestro oído, aun durante las horas de sueño. Se podría decir que generación tras generación habíamos desandado el camino de la civilización, regresando a un estado primitivo-muy animal- en lo que a nuestras capacidades físicas se refiere. Así como los gatos, éramos capaces de distinguir los cuerpos en la oscuridad-pues al reino de las sombras nos habíamos habituado- , moviéndonos en ella con elegancia felina. Además éramos capaces de conducirnos durante largas distancias siguiendo únicamente el dictado de los astros que dominan el cielo. Carecíamos de apego a la tierra, y nada poseíamos, excepto el legado oral del que cada uno de nosotros era depositario. Nuestro hogar era siempre transitorio y se constituía allí donde encendíamos nuestro fuego, cosa que hacíamos no por frio o miedo, sino impelidos por algún sentimiento de índole más bien romántica. La mayor parte del tiempo nos la pasábamos brincando de árbol en árbol, e incluso podían transcurrir semanas sin que nuestros pies hubiesen rozado el suelo. Sólo descendíamos cuando debíamos desarrollar nuestra actividad de “contadores de historias”. Teníamos gran número de seguidores, localizados sobre todo en los arrabales de las ciudades. Supongo que en aquella penosa vida que arrastraban, tenían la necesidad de creer en la posibilidad de un mundo mejor, pero no después de esta vida-pues aquello es lo que les ofrecían los que ostentaban el poder, con la evidente intención de que esas gentes se resignaran a la existencia gris que llevaban-, sino en algún momento futuro de ésta. Era significativo, para hacerse una idea del lugar que ocupaban en la sociedad, el hecho de que a la mayoría de ellos no se les había realizado la sustracción, y quizás por esta misma razón eran capaces de empatizar con nosotros, tarea que nos resultaba especialmente ardua en nuestras raras incursiones por la ciudad, y las gentes que en ellas habitaban. Como siempre que nos encontrábamos enfrascados en nuestra tarea de contar historias se formaba un corro a nuestro alrededor, alguna llamada de algún espía civil, ponía sobre nuestra pista a los agentes de la ley-pues estaba terminantemente prohibido que se constituyeran grupos o corrillos, aun en los aledaños de las ciudades-, por lo que finalmente nos veíamos obligados a huir, poniendo tal destreza en ello que algunos en vez de correr nos deslizábamos a cierta distancia del suelo. Tal capacidad provocó que entre aquellas gentes poco instruidas, pronto se nos conociera con el estrambótico nombre de “los hombres con alas en los pies”, y paradójicamente esta cualidad hubo de conseguirnos más adeptos, que nuestra propia habilidad en el arte de contar historias.
A cuentagotas llegaban a nuestra provisional morada individuos que huyendo de aquella miserable vida, querían unirse a nosotros. Casi siempre chiquillos que decidían escapar antes de que se les realizase la sustracción, porque como la mayoría nacían fuera de los hospitales, no se la habían efectuado en el momento de su llegada a este mundo, así que cuanto mayores eran, más reacios se sentían a sufrirla.
Así había sido como hacía algunos años, siendo todavía muy niño, había llegado Ruk, el oscuro, junto a nosotros.
Siento que la congoja me invade al recodar los acontecimientos de aquella noche en la que-según os decía-fuimos sorprendidos por el enemigo. Tengo que traer en mi socorro a mi palabra amuleto-“arpegio, arpegio, arpegio…”-para serenar los latidos de mi corazón. Si continúa desbocado él acabará por descubrir mi presencia.
Como contaba anteriormente, nuestra confianza en la propia destreza y en nuestra movilidad-no había dos noches seguidas en las que pernoctáramos en un mismo lugar-, hicieron que bajáramos la guardia. Seguramente, siguiendo el curso natural de las cosas, habría llegado un tiempo en el que nos hubiésemos visto emboscados por nuestros perseguidores, pero aquel momento estaría aun muy lejano si nuestro relajamiento no hubiese sido acompañado de la vergonzosa circunstancia de una traición. Cuando escuché el clamor de los atacantes, me volví hacia el árbol contiguo en busca de Ruk. Me sentí muy preocupado cuando no pude descubrir su presencia, aunque inmediatamente me dirigí al gran roble, epicentro del bosque, donde rodeado por todos nosotros, descansaba el Anciano. En la oscuridad pude ver que, de repente, su rostro se había tornado más viejo y ajado de lo que era habitual. Yo no sabía qué edad tenía, pero debía haber nacido en un tiempo muy lejano, cercano a aquella era en la que el amor había sido extirpado del mundo, y se habían extinguido los poetas. Con tristeza, sus ojos, que parecían hundidos como si contuvieran las imágenes de todos los siglos transcurridos, me miraron mientras decía “ya todo está perdido para mí Yacek. Sólo tú puedes salvarte”
-“Pero Anciano-le dije, y por primera vez en tanto tiempo de convivencia mi voz se elevó, como si súbitamente le hubiese perdido el respeto-, no podemos rendirnos sin luchar”
-“Yacek, querido, has de entender que si han sido capaces de sorprendernos ha sido porque cuentan un aliado del todo inesperado. Pero por encima de todo has de entender, que nuestra vida sólo es importante en el grado que lo es para nuestra misión, y este cuerpo anciano ahora ya sólo puede ser un lastre”
-“¿De qué aliado me hablas?-pregunté sin querer entender sus últimas palabras
-“Escucha pequeño e impulsivo Yacek ¿cuántos corazones escuchas a tu alrededor?
Cerré los ojos para dejar a un lado mi miedo y concentrarme en el sonido de los latidos. Conté. Uno, dos, tres, cuatro………Pronto me percaté de que faltaba uno. El Anciano percibió en mi rostro esa circunstancia
-“¿Cuál falta Yacek?-dijo-Descríbeme ese latido tan familiar que esta noche escapa a nuestros oídos
Todavía incrédulo respondí “echo en falta un latido desbocado, salvaje,…. como el rugido de una montaña, como el sonido que emiten las entrañas de la tierra al respirar, como el bramido que tiene su origen en la cópula del rio y el mar. El ruido del impetuoso y oscuro corazón de Ruk”
-“Y ahora que lo has adivinado, mira hacia abajo”-me dijo señalando con el dedo un pequeño claro que se distinguía en lo garganta frondosa del bosque. En él podía verse como un grupo de hombres corrían en formación marcial, liderados por uno de estatura más baja, rápido, de movimientos felinos, quien daba la impresión de realizar la labor de rastreador. Enseguida, pese a mi estupefacción, reconocí en él a Ruk. Pero por mucho que agucé el oído, por mucho que diluyera en el silencio el ritmo vertiginoso de mi respiración, no pude distinguir su latido.- “En efecto-dijo el anciano-. A Ruk le han realizado la sustracción”. Y por fin en mi mente se hizo la luz acerca del sentido de aquella escalofriante palabra. Instintivamente me llevé la mano al pecho para corroborar que mi corazón seguía latiendo en él. Dolía…”Arpegio, arpegio, arpegio…”Esta vez la palabra talismán, la palabra ungüento, parecía no surtir efecto. Seguía doliendo…
-“Pero ¿por qué?-le dije-¿quién entre nosotros podría desear que le arrancaran…?-No pude continuar. El anciano me cogió de los hombros y me dijo “Siento no haberte escuchado cuando me comentabas tus presentimientos acerca de Ruk. En él, entre todos vosotros, yo supe ver el “don”, pero me negué a ver la cruz que muchas veces lo acompaña. Ahora entiendo que desde los primeros tiempos Ruk no fue más que un infiltrado…..Pero no hay tiempo que perder. Tienes que huir y continuar nuestra labor. Pero si hasta ahora nuestros esfuerzos subrepticios y periféricos han fracasado, habrá que ser más osado y realizarlo en el epicentro, y la columna vertebral del sistema. En la capital misma. Para ello tendrás que pasar desapercibido. Deberás aprender a silenciar la voz de tu corazón, hasta que los demás la confundan con el murmullo de la brisa. No será fácil, pero ellos tienen el oído adormilado por culpa de la contaminación sonora que sufren en sus ciudades. Toma esto-me dijo, depositando unos plomos en la palma de mi mano-, te ayudarán a caminar a ras de suelo, ya sé que tienes tendencia a colgarte de las nubes, y la que es tu mayor cualidad, en determinadas situaciones, se puede convertir en tu mayor pecado. Además el material de estos plomos posee la rara cualidad de amortiguar el sonido de tu corazón cuando estés cerca de uno de esos medidores de frecuencia que a tantos de nosotros han desenmascarado. Pero vete ya, amado Yacek, asciende a la copa de los árboles, para que mientras se entretienen con el resto de nosotros no puedan seguir tu rastro”- diciendo esto depositó un último beso sobre mis cabellos y sin más se desembarazó de mi abrazo, comenzando a descender con una agilidad poca veces vista en un anciano. Yo permanecí por un instante con los puños apretados, y una lágrima ardiente asomándose a mis ojos. Pero pronto mi instinto de supervivencia-que en un grado más elevado que el resto de los humanos, compartimos todos los de nuestra tribu-se apoderó de mí. Y comencé a desplazarme empleando las ramas de los árboles. Sólo cuando sentí que me encontraba lo bastante lejos, volví mi rostro a aquellos que había dejado, y que hasta hacía un instante habían sido mis hermanos, y mi única familia. A pesar de la distancia, pude ver como la mayoría permanecían retenidos, dentro de un círculo formado por los hombres armados. En el exterior de este, pude ver dos figuras. Una de ellas la identifiqué con el Anciano, la otra era Ruk que sostenía algo que brilló contra el cielo, como un puñal, dispuesto a alojarse en el pecho de aquel a quien yo tanto quería. En unos segundos todo hubo concluido. A mi venerado maestro le habían realizado la sustracción. Triste haber vivido tantos años como prófugo para llegar a contemplar como de tu corazón ya viejo y arrugado, se desprende el último latido sobre la palma de la mano de aquel que había sido tu discípulo. Mi boca se desgarró en un alarido y pude ver como el rostro de Ruk se volvía hacia mí. Sentí como nuestros ojos se enfrentaban en la oscuridad y la distancia. En aquel momento juré-no podía decir a quién, pues somos una tribu que no consta de dioses, tan sólo mártires-vengarme.
Y ahora camino cabizbajo, con los plomos que me sujetan al suelo en los bolsillos, imitando los andares robóticos de esta gente que me rodea, cuya sangre es bombeada por el sofisticado mecanismo de un reloj de pulsera, que todos llevan en su muñeca izquierda. Sin él no sobrevivirían mucho tiempo. Es lógico que para que sus vidas sean socialmente efectivas sea un reloj el objeto del que dependan cada uno de sus movimientos…
Soy consciente de que esta tierra que piso es mi castigo….No he seguido los dictados de mi maestro y ante mis propios ojos eso me convierte en un ser más ruin que el propio Ruk, del que me he transformado en sombra….
Quiso el destino que durante las primeras semanas de mi destierro en la ciudad, cuando yo me dirigía contrito aunque esperanzado a continuar con la labor encomendada a los de nuestra tribu, nuestros caminos se cruzaran. Aunque en el primer momento sospeché que me había visto, su comportamiento acabó por convencerme de que no había sido así. De todos modos durante los primeros días lo seguí, temiendo que en cualquier momento se volviera y se arrojara sobre mí. Soñaba que una vez por todas nos enfrentábamos en singular combate, mano a mano, como dos bestias. Sin embargo seguí tomando todas las precauciones, sabiendo que mientras esto fuera así, más tiempo estaría condenado a aquel limbo en el que se había convertido mi vida. Pasaron los años. Yo ya no era contador de historias, aunque cada día retazos de aquellas que alguna vez había escuchado, se confundían en mi mente. Entonces pasaba de perseguidor a perseguido. Yo era alguien que no podía relacionar el nudo con su desenlace correspondiente.
Por fin un día Ruk se volvió. Ante la mirada de sus ojos negros, desgajé mi cuerpo de la pared en la cual me ocultaba. Su rostro me pareció demacrado, como preso de las garras de alguna enfermedad, como si esta no fuera otra cosa más que un ave carroñera.
-“Nunca cambiarás Yacek, tu corazón es una chillona, y suena como un gato en celo-dijo despectivamente-…Tanto que nunca has escuchado al otro. ¿Sabes? Yo te pedí ayuda, pero tú no me oíste.”
Aquellas eran las últimas palabras que esperaba escuchar. Le miré sorprendido y otra vez, como cuando éramos niños, tuve miedo. “Arpegio, arpegio, arpegio….”
-“Ya estás otra vez con tu palabra talismán, como siempre que te enfrentabas a mí, y yo lo único que quería es que dejaras de tenerme miedo. ¿Por qué no acudiste en mi ayuda?. Yo sólo quería que me amaras como amabas al anciano y a los otros chicos….Pero no, tú no podías, eras demasiado etéreo, demasiado liviano…. Y yo era oscuro y complejo y mi corazón batía con el sonido de una tormenta. Así que finalmente decidí continuar con el plan original-sí, supongo que ya lo habrás adivinado, fui enviado a vosotros por aquellos que ostentan el poder, con la misión de infiltrarme y terminar de aniquilaros-. Si no podíais aceptarme como uno de vosotros, me pareció que más valía que me arrancaran el corazón”
“Arpegio, arpegio, arpegio…”
-“Pero ven, acércate….ahora que estás aquí te brindo la oportunidad de que acabes conmigo…..¿No has venido para eso, acaso?. De todos modos, a lo sumo, me quedan unos minutos de vida-dijo misteriosamente y con voz cansada.-Pero antes, tienes que hacer algo por mí”
Aquello que siempre me había resultado oscuro y siniestro en Ruk, de pronto se apoderó de mí. Era como si su voluntad se me apareciese como propia, por eso cuando tomó mi mano y la acercó a su pecho no supe reaccionar. Al instante mis dedos se estuvieron deslizando a través del agujero que tenía en aquel lugar en el que años atrás latía su corazón. Un corazón cuyo latido era como un barrunto.
-“Así que este es el tacto de la nada”-le dije, y traté de taponar con mis palabras aquel agujero que tenía en el pecho.
-“¿Sabes?-dijo- en una cosa se equivocaba el maestro. Tú sí que eres un poeta. Puede que el último. Siempre lo he sabido”
-“¿Te duele?-de pronto ya no lo odiaba, no sé si porque intuía la proximidad de su muerte, pero sentía que tal como él lo había hecho, yo siempre lo había amado- Si vienes conmigo, tal vez podría conseguir que mis palabras suplantasen al latido de tu corazón”
Sonrió tristemente
-“Eso ya no es posible. Estoy demasiado enfermo y agotado, y a pesar de que ya no tengo corazón, cada día sufro por lo que hice…. ¿Sabes? Fui consciente de que me seguías desde el día que comenzaste a hacerlo”
-“Pero ¿por qué consentiste?”-pregunté
-“La verdad es que a punto estuve de abalanzarme sobre ti y asesinarte allí mismo, porque denunciarte habría resultado demasiado fácil…..pero de pronto mi primer impulso se vio frenado…¿quieres saber qué lo frenó?- y sin darme a tiempo a encajar una respuesta, cogió mi mano que todavía reposaba en el agujero de su pecho y la deslizó del suyo al mío-Esto….¿lo sientes? Claro, cómo no lo ibas a sentir, pero lo que no sabes es qué se siente cuando se tiene un agujero en el pecho. Pero yo sí, y te lo voy a decir…Nada en este mundo tiene el poder de destrucción que tiene el vacío. Ni el amor, ni el odio, esos dos sentimientos que se consideran supremos. Este agujero-dijo señalándose el pecho-aunque no parezca muy grande acaba por devorarte por dentro. Así que cuando estuve a punto de darte muerte, de pronto el sonido de tu corazón pareció encajar en mi agujero, y poco a poco sentí como si hubiera enraizado en él. Así que he decidido que los últimos instantes de mi vida sean medidos por el sonido de un corazón de verdad, aunque sea el tuyo-y metiendo la mano en uno de los bolsillos de su pantalón sustrajo su reloj de pulsera, mostrándomelo-y no éste-con rabia, antes de que yo pudiera evitarlo lo arrojó con fuerza contra el suelo
-“Noooo”-grité sin poder impedirlo. Sólo tuve tiempo para recoger el cuerpo de Ruk que en ese preciso momento se derrumbaba en el suelo. Todavía respiraba cuando con él entre mis brazos me senté en la acera. Apoyé su cabeza contra mi pecho, para que escuchara los latidos de mi corazón
-“Oh, sin duda la más dulce de todas las melodías”- dijo en un tono tierno en el que yo nunca habría reconocido su voz, y sin más expiró.
Después de acomodar su cuerpo lo mejor que pude, saqué de mis bolsillos los plomos que me mantenían pegado al suelo, y ascendí a los tejados. No sé si alguien me vio, pero al instante comencé a correr tan rápido que habrían pensado que se trataba de un espectro. Quizás no anden muy equivocados….Un espectro al que los hombres ya no pueden ver, pero que, cuando se sienten hastiados-cosa que les ocurre con frecuencia-,les susurra una historia al oído. A veces sucede que alguno de ellos coge pluma y papel, y comienza a escribir…

martes, 19 de abril de 2011

CASTILLOS EN EL AIRE


Imagen: JACEK YERKA


Tenía fama de ser el mejor constructor de castillos en el aire de todo el reino. Gentes de los más lejanos confines, acudían en tropel, para que les diseñara su propio castillo, a partir de las imágenes de sus sueños. Y se congratulaban de que, aunque los castillos de piedra eran únicamente patrimonio de reyes y príncipes, aquellos palacios en el aire estaban al alcance de todos, fueran campesinos o artesanos, ganaderos o comerciantes, villanos o nobles, niños o ancianos….Por eso nunca se lamentaban de caminar tan largas distancias para llegar a él. Una vez allí simplemente tenían que sacudirse el polvo del camino, y permitir que el constructor los durmiese. Por medio de un extraño artefacto de cristal, al que denominaban “el alambique maestro”, extraía sus sueños. Podía verse como las imágenes bullían a fuego lento en el vientre transparente, se distorsionaban, se amalgamaban, se estiraban cual chicle para luego concentrarse, y finalmente eran eructadas en nubes de los más extraordinarios colores. A este proceso se le llamaba “el destilado”.

La gama de nubes siempre era diferente, según el soñador, y en todos los años en los que llevaba ejerciendo su profesión no se había dado la circunstancia de encontrar dos gamas iguales. Con ayuda de las manos, arremangado hasta los codos, tomaba las nubes y proyectándolas en el aire levantaba la torre del homenaje, las almenas, el adarve y todo el entramado arquitectónico del castillo….Luego, mediante un artilugio de oro las iba cincelando, esculpiendo formas que hasta ese momento habían permanecido ocultas, del mismo modo que un escultor descubre la figura escondida en las entrañas de la roca a la que desnuda.
Escogía de entre todas, las más volátiles y de material más ligero, para componer las vidrieras. Colocaba la elegida en el extremo de un tubo de metal y comenzaba a soplar a ritmo constante, hasta que la nube acababa por adquirir una forma esférica. En ese momento era cuando cesaba el soplido y la nube, desprendiéndose del tubo, alzaba el vuelo. Desde la distancia el constructor dirigía sus movimientos con las manos, cual un director de orquesta. Derecha, izquierda, arriba, abajo…Entonces sus manos parecían pájaros, torneando las alas, moldeadas por el viento. Hasta que la nube era colocada en el lugar precisado de antemano por él, y emitiendo un chasquido, como el de una pompa de jabón al estallar, se descomponía la esfera y se prendía al marco de aire, como una nueva piel, irisada y caleidoscópica, en la que los traviesos rayos del sol se dedicaban a hacer cabriolas. A esta fase se le llamaba “la construcción”.
Una vez finalizada, el constructor extraía unos polvos que guardaba en una bolsa de terciopelo rojo, y los espolvoreaba sobre el castillo. En ese momento, ante los asombrados ojos de todos, éste comenzaba a menguar, hasta que cabía en la palma de su mano, sobre la que dócilmente se posaba. Entonces lo tomaba y con cuidado lo introducía en el corazón del soñador, que desde aquel día resplandecía iluminado por una nueva luz. Esto era así, porque, según palabras del constructor, a pesar de lo que todos creen, la verdadera raíz de los sueños no está en nuestro cerebro, sino en nuestro corazón. A este proceso, que era el proceso final, se le llamaba “condensación”.
Entonces el soñador podía retornar a su hogar. Una vez en este, la primera noche tras su regreso, durante el sueño, el castillo que anidaba en su corazón emergía a la superficie. Y podía vérsele flotando sobre su vivienda, como una estampida de colores y fuegos de artificio. Era un maravilloso espectáculo ver los pueblos cada vez más florecientes de castillos, sobrevolando las casas de los durmientes, durante la noche.

Un día su majestad serenísima llegó de un reino muy lejano hasta la casa del constructor, precedido del más pomposo séquito que jamás se haya visto por aquellos lares. En ese preciso instante el constructor se hallaba descansando, y como no le gustaba que perturbaran su sueño, a aquel que pasaba tantas noches en vela, su mujer dudó si avisarle o hacer esperar a tan ilustre visita. Un vistazo al filo de las espadas que empuñaba la guardia real, la persuadió de que mejor le iría despertando a su marido de inmediato. Refunfuñando el escultor se compuso las ropas y salió a recibir a tan excelso huésped. Una vez intercambiadas las pertinentes muestras de cortesía, el rey le expuso que tanto y tan bien había escuchado hablar acerca del constructor, que había decidido que era hora de que él- que tenía el más hermoso castillo en piedra que arquitecto alguno hubiera imaginado, habiendo mejorado y engrandecido el que en su día en herencia le legara su difunto y amantísimo padre-tuviera un castillo en el aire, como las gentes vulgares. Pero siendo como era su majestad coronada, veía lógico que su castillo superara en rango, belleza y tamaño a los que cada noche veía ondeando en las casas del pueblo.

-Eso no es posible-dijo tajante el constructor. Esta respuesta fue acompañada de inmediato por el rechinar de los dientes reales. Pero serenándose, no en vano le llamaban su majestad serenísima, mostró el más amable de los rostros e inquirió los motivos que según el constructor impedirían la realización de sus deseos.

-Sencillamente a que los castillos en el aire tienen que ver más con la calidad del soñante y la materia soñada, que con la destreza y el virtuosismo que yo pueda desplegar en tal materia. Y si mi humilde persona tratara de engrandecerlo artificiosamente, finalmente terminaría por enquistarse, o derrumbarse, originando tal catástrofe que ni yo mismo sabría predecir las consecuencias.

-Bah! Ridículo….Siendo yo rey, lógico es que la calidad de mis sueños sea en todo superior, y que estos sean a su vez más elevados. Tanto es así que por las noches puedo escuchar las risas de las estrellas complacidas al sentir como estos las cosquillean...
Ante este alarde de lirismo, los cortesanos estallaron en vivas y aplausos, que afortunadamente amortiguaron los improperios que entre sus dientes no pudo evitar dejar escapar el constructor, quien opinaba que durante la vigilia existiría rey y monarca, pero durante el sueño cada uno es su dueño y señor.

-Lamentablemente- continuo diciendo aviesamente su majestad-, si se diera el caso de que tras practicar conmigo el arte que tan divinamente ostenta-según en mi reino se atestigua-el resultado no es lo esperado, se derivará que hasta el día de hoy el señor constructor nos habrá estado engañando vilmente. Por lo que nos veremos precisados a llevar a cabo la desagradable tarea de pasar a cuchillo tanto a él como a su adorable esposa, y a esa cuadrilla de chiquillos cuyos dorados rizos veo sobresalir bajo la mesa.
Digamos simplemente que todo el ímpetu inicial del constructor se vio diluido ante tal amenaza. Si bien el nunca hubiera malversado su arte por el bien propio, no en vano lo haría por evitar el riesgo ajeno, cuando la palabra ajeno incluía a su dulce mujer y sus bienamados hijos. Así que no tardó en decidirse y cambiando el gesto por una mueca imperturbable, condujo al rey al llamado “salón onírico”. Previamente a que tomara asiento, los lacayos colocaron una enorme tela de seda, a modo de protección-pues quien sabe cuántas posaderas vulgares se habrían sentado anteriormente en él-, sobre el “sillón duermevela”. Y el rey, como el resto de los humanos, nada más recostar su cuerpo contra el respaldo, cayó preso de las hilanderas del sueño. El alambique, con más esfuerzo de lo habitual, comenzó a sustraer las imágenes. Enseguida el constructor se percató de que para aquel castillo sería necesario un buen número de jornadas, cuando por regla general con una noche bastaba. Se dijo que quizás los que todo lo poseen, pierden la costumbre de soñar… Y sin perder más tiempo comenzó a avivar el fuego que calentaba el alambique, para apurar el ritmo de la captura y el destilado. Tras muchas horas por fin comenzaron a aflorar las nubes, que en vez de ser veteadas y risueñas, como eran habitualmente, eran oscuras y malhumoradas. Entonces tuvo que recurrir al plan b. Y le pidió a su hijo mayor que fuera a por un bote de “pintura caleidoscópica” y la brocha que guardaba en el sótano. Pronto este regresó y su padre pudo comenzar la ardua tarea de ir ciñéndole colores a las nubes. Aquella pintura tenía la extraordinaria cualidad de que tras sumergir la brocha, aparecía goteando un color distinto en cada ocasión. Así que poco a poco, aquellas nubes opacas y tristonas, fueron adquiriendo los matices más vivos y resplandecientes.
Una vez que gran parte de las nubes estuvieron pintadas, comenzó a componer la torre del homenaje. Entonces se dio cuenta de que, aunque tenían una estupenda apariencia, las nubes carecían de consistencia, y aquello que iba construyendo, enseguida parecía reblandecerse, y mustiarse, como las flores cuando hace demasiado calor y llevan tiempo sin ser bendecidas con la lluvia. Entonces le pidió a su hijo mediano, que fuera al sótano a buscar el “material para el apuntalamiento de sueños”. El hijo mediano regresó enseguida, y el constructor comenzó los duros trabajos de apuntalamiento. Era este material tan extraordinario, que una vez apuntalada la estructura deseada, se hacía invisible a los ojos de cualquier humano, excepto, claro está, a los del constructor. Así pasaría desapercibido a los ojos del monarca, por mucha clarividencia real que tuviera.
Cuando llegó la hora de cincelar las nubes ocurrió que, si bien estas habían resultado blandas e inermes al confeccionar las distintas arquitecturas del castillo, se mostraban ahora rígidas e impenetrables. Tuvo que pedirle a su hijo pequeño que fuera al sótano a buscar el cincel de diamante. El hijo pequeño era el más rápido de entre sus hijos, así que en el tiempo de un suspiro regresó con su preciada carga, y el padre pudo ponerse enseguida a la sofisticada y precisa tarea de tallar la piel de las nubes. El cincel de diamante tenía cualidades mágicas por las cuales, cuando el constructor daba un golpe seco sobre las nubes, enseguida estas se veían invadidas por las más delicadas flores. Cuando daba varios golpes, de manera continuada, bandadas de los más bellos pájaros eran sembrados por sus carnes.
Llegó el turno de los vitrales. Pero para desgracia del constructor, cuando soplaba las nubes a través del tubo, éstas explotaban antes de tomar la forma esférica adecuada. Tuvo entonces que echar mano de su último recurso y el mismo fue a buscar los cristales de arco iris que guardaba en el sótano. Estos tenían la increíble capacidad de que una vez eran arrojados por el constructor sobre la porción de aire que debían cubrir, amoldaban su tamaño a la misma y entonces comenzaban a danzar los colores que se combinaban para dar lugar a las más bellas formas.
Cuando terminó concluyó que, sin duda, aquel era el de mayor rango, belleza y tamaño, entre todos los castillos que había construido. Sin embargo nunca anteriormente, se había sentido menos satisfecho ante su obra. Con más suavidad de la que le hubiese gustado emplear, despertó al rey, quien llevaba tantos días durmiendo que su real figura se levantó renqueante. A pesar de todo el lujo y la magnificencia que anteriormente se habían desplegado ante aquellos ojos reales, permaneció enmudecido durante varios minutos al contemplar el castillo. Después aplaudió y no pudo evitar espetarle al constructor la frase real- que a su interlocutor le pareció harto vulgar- ¿qué te había dicho yo? Cuando el rey se cansó de admirar aquel maravilloso castillo en el aire, por fin el constructor pudo extraer de su bolsita roja los polvos menguantes. Y cerrando los ojos-temiéndose que ocurriese algún imprevisto más-los espolvoreó sobre el castillo. Afortunadamente esta vez todo ocurrió según lo convenido, y pronto pudo depositar la luz de los sueños, sobre el corazón del rey, a la par que recorría su espalda un escalofrío.
Después de tanto tiempo el séquito abandonó su casa y las inmediaciones, dejando tras de sí el mismo paisaje que tiene lugar tras un asedio. Aun así el constructor y su familia se sintieron felices, porque por fin podían descansar sin sentir el filo de aquellas espadas suspendido sobre sus cuellos.
Al fin un día, el rey, tras largas jornadas de viaje, iba a hacer noche en su castillo. Después de la ceremonia habitual, se dispuso a rendirse al sueño, festejando mentalmente-y de vez en cuando en voz alta para todo su séquito-la fortuna que suponía para él tener los dos castillos más bellos jamás conocidos. Uno sobre la tierra, y otro sobre el aire. Pronto quedó completamente dormido y comenzó a emerger el hermoso castillo, en el que tan largas jornadas de trabajo empleó el constructor. Gentes de todos los rincones del reino habían acudido a las inmediaciones del mismo para tal acontecimiento. Los espectadores se admiraron ante las almenas tan bellamente construidas, ante los arcos tan exquisitamente tallados...Lo que hizo crecer su entusiasmo fueron los colores desplegados en las llameantes vidrieras, que parecían haber sido construidas con las aristas de un arco iris. Pero de pronto, en el interior del castillo vieron latir un corazón de fuego, cuyo palpitar horadaba los oídos, y cuyo calor comenzó a derretir los muros, que salpicaban con sus alegres pinturas los tejados del castillo de piedra. Cuando por fin las paredes quedaron desnudas, vieron que aquel corazón palpitaba en la caverna del pecho del más espeluznante y majestuoso de los dragones, cuya boca comenzó a escupir llamas, sobre el castillo en el que tan plácidamente dormía el rey. Las gentes del mismo, comenzaron a correr despavoridas, hacia la salida, olvidándose de que tan augusta figura, permanecía ignorante en la cama. Así que pronto todo el castillo se vio pasto del fuego, y el único ser que habitaba en él ya no debía ser más que cenizas, cuando las alas del mismo dragón, que enfebrecido volaba a su alrededor, fueron alcanzadas por las llamas, cayendo en picado sobre las ascuas ardiente de lo que había sido el castillo, pereciendo así, los dos, en el mismo infernal abrazo.

Cuando semanas después el constructor fue enterado por su esposa de lo acontecido, ante la mirada interrogante de esta no pudo otra cosa que contestar:

-Pero mujer, todo el mundo sabe que todo castillo en el aire, tiene en sus sótanos una mazmorra. Y que toda mazmorra de un castillo esconde un dragón que escupe fuego por la boca. ¿Qué le voy a hacer si aquel día ante tanta presión se me olvidó colocar la reja….? Yo ya le dije, ante su insistencia, que ni yo mismo sabría predecir las consecuencias......

miércoles, 13 de abril de 2011

INSPIRADO EN "FINAL DEL JUEGO"(JULIO CORTÁZAR)




Hará cerca de diez años cuando D. y yo fantaseábamos con la idea de realizar un guión para un corto basándonos en "Final del Juego" de Julio Cortázar. Ahora no podría decir de dónde salió tal ocurrencia, pero sí recuerdo que a ambos nos parecía que la visión propia era la mejor de las dos. Ahora dejo aquí la mía(que nada tiene de homenaje, pues me siento incapaz) en palabras, aun cuando en aquellos tiempos yo la veía más bien en fotogramas.



Lo último que vio, antes de entrar en el portal, fue un pájaro alzando el vuelo, solitario, con sus alas blandas ungidas de luz. Pensó que era una osadía perderse por los aires con este calor, tan próximo al sol, en vez de procurarse un oasis entre las hojas de los árboles…. Abrió la puerta. Se sintió a salvo al recibir un golpe fresco en la cara, como un aliento exhalado por alguna bestia mitológica, que habría sido amamantada por glaciares... En verano los portales son lugares consagrados. Se descalzó y dejó que sus pies se amoldaran a las baldosas. Si no fuera un portal público se hubiera desnudado, aplastando su carne contra el suelo, y así, ofrecida, aguardaría la caída de la noche. Abrió el buzón y allí encontró una paquetito que le enviaba la tía Ruth. “Pobre tía Ruth-pensó-tan mayor y tan solícita”. Lo agitó en el aire para escuchar su dulce gorjeo de cascabeles y comenzó a subir las escaleras. A cada peldaño iba enumerando objetos que podría contener aquella cajita. Quizás se tratara del corazón embalsamado del viejo gato José, que había perdido la última de sus siete vidas hacía un par de años, cuando ya debía de rondar los veinte. O algunos de los guijarros-oráculos sustraídos al lecho del río, y que utilizaban para efectuar el sorteo. Recordó que siempre tenían lástima de los guijarros, tan vivos y relucientes cuando los descubrían entre las enaguas del río, pero, una vez en la superficie, investidos de la pusilanimidad de las piedras. O tal vez no fueran más que los restos del temido bastón de los castigos, que tía Ruth le ofrendaba como muestra de buena voluntad……A medida que iba recitando, agitaba la caja que, contenta, le respondía con su sonido lisonjero. Una vez en su piso dejó el paquete sobre la mesa y comenzó a desembarazarse de la ropa, como si se tratase de una segunda piel totalmente accesoria, que al posarla en el suelo trataba de conservar la postura del cuerpo que había cobijado dentro, pero que poco a poco acababa por desinflarse como un globo. “Lo mismo ocurre con la muerte-pensó-Poco a poco nuestro cuerpo se va desinflando, carente del aire de la vida, que ha escapado por un agujero”
Se dio una ducha fría, sin prisas, disfrutando del agua que buscaba cobijo en las aristas de su piel. Cogió en el armario una camisa de asitas, y tela fina. Luego sacó la limonada del congelador y se bebió un trago largo con el rostro vuelto hacia el techo. Recordó el paquete que permanecía sobre la mesa, buscó unas tijeras en la cocina y sin más ceremonia cortó el cordel. Dentro encontró una serie de papeles plegados. Comenzó a desdoblarlos. Cada uno llevaba una tuerca en su interior, y estaban firmados por la misma persona, Ariel B. Estuvo un tiempo mirándolos con una sonrisa pegada a su boca. Después se acercó al piano y se sentó. Abrió la tapa y le quitó el retal verde que protegía las teclas, dejándolo caer. Sus dedos comenzaron a tantear, despacio. Primero un par de notas que se repetían dócilmente. Después comenzó a deslizarlos por toda la escala, desde los sonidos más agudos hasta los más graves, como si en ese recorrido de derecha a izquierda avanzara atrás en sus recuerdos. Sostuvo largo tiempo pulsado el do más grave,y súbitamente, como si por fin hubiese recordado una melodía largamente olvidada, comenzó a tocar. Sobre las notas se deslizaban con paso ligero las imágenes de la infancia. Un trino y veía como echaban a correr hacia las vías del tren, en un descuido de la tía Ruth y mamá. Una sucesión de notas a contratiempo, y habían efectuado el sorteo que dirimía quién iba a protagonizar el juego, y se encarnaría en actitud o estatua. Con la corona de un si bemol adornaron a Leticia, que aquel día había resultado agraciada. Era sin duda la mejor de las tres. La más grave en las actitudes, la más imperturbable de las estatuas. Tras ejecutar el mismo ritual de siempre, esperaban la llegada del tren, los adioses tras la ventanilla, con los rostros derretidos de expectación. Hasta el día en que comenzaron a llover los mensajes, lanzados desde uno de los vagones, con una tuerca por corazón, para anclarlos al suelo (sí, se decía, el corazón es el que nos ancla a la tierra, en el momento en el que deja de latir nos evaporamos, como la lluvia al contacto del calor). Firmados por Ariel B.
Desde ese día jugaron exclusivamente para él, y aquello fue el principio del fin…quizás porque los juegos, juegos son…y transcurren en una dimensión distinta a la vida. Sendas que se bifurcan y no se deben intercalar…

Sigilosamente, por las rendijas entreabiertas en la persiana, fluían las notas fugitivas, sin que ella hiciera nada por atraparlas. Al llegar a la cornisa se cogían de la mano, y temerarias se lanzaban al vacío, entre risas. Cada nota llevaba como paracaídas un fotograma de sus recuerdos.

En el piso inmediatamente inferior descubrieron una ventana descuidadamente abierta. El joven pintor que apenas unas semanas atrás se había trasladado allí, estaba tan enfrascado en el lienzo que se había olvidado de cerrarla. El calor había penetrado a hurtadillas en el cuarto, y un nimbo de sudor le perlaba la frente. Los ojos le ardían febrilmente, pues llevaba varias noches sin dormir, tratando de dar caza a la blancura indómita de la tela, a la que era incapaz de echar el lazo que es todo primer trazo. Era como si no parara de moverse frente a él y el no pudiera acertar a ensartar su carne, hasta desangrarla de múltiples colores.

Las notas, una a una, fueron penetrando en su cuarto y depositaron un presente en la cabellera de su pincel. Él las escuchó complacido, y de repente, como si la música hubiese activado un secreto resorte interior, comenzó a pintar. Los movimientos de su pincel armonizaban con la melodía. Si moderato, se deslizaba pausadamente. Si allegro, comenzaba a apretar el gesto. Si presto, el ritmo se tornaba delirante. Así continuó hasta bien entrada la noche, obviando que cada línea que goteaba su pincel coincidía con un dedo que suavemente pulsaba una tecla de marfil, en el piso superior.


Meses después ella descubrió una tarjeta roja en la garganta de su buzón. Era una invitación a la inauguración de una exposición de pintura que iba a tener lugar aquella misma semana. En el margen tenía escrita la siguiente frase “sería un placer que viniera, uno de los cuadros que se exhibe lo realicé mientras la escuchaba tocar el piano”. Iba firmada con las iniciales A. B. Recordó que alguien le había comentado que el vecino del piso inferior era pintor. Decidió que no sería cortés no acudir. Así que el viernes se encaminó hacia la galería un poco antes de la hora indicada. Cuando llegó lo primero que vio fue al autor, que sonreía tímido ante el objetivo de los fotógrafos locales. Había unas cuantas personalidades de las que se solían dejar caer por los eventos culturales, y que alguna vez habían acudido a alguno de sus conciertos. Por lo que no tuvo más remedio que saludar, omitiendo, cuando le preguntaban, que desconocía completamente la obra del pintor. La conversación comenzaba a tornarse incómoda, cuando el mismo autor acudió en su rescate. La tomó del brazo, y la condujo hacia uno de laterales de la sala. Ya desde donde estaban se le quedaron los ojos prendidos de un lienzo, que por alguna razón tomó distancia entre los demás. A medida que se aproximaba se percató de que en el la luz era tenue, destilada. Pero lo que realmente llamó su atención fueron las figuras humanas que comenzaron a definirse en la posición central, y una franja, como un río metálico que se dibujaba al fondo. Se llevó la mano al pecho como tratando de sujetar los latidos de su corazón, que brincaba como a punto de saltar de su cuerpo. Y sus ojos se lanzaron a bocajarro, no al cuadro, sino a la plaquita blanca que relucía en el lateral del mismo, y en la que esperaba descubrir el nombre del autor. A.B., recordó “Tiene que ser…tiene que ser”-se dijo.... Álvaro Berride, ponía la placa. Así que aquel no era Ariel B. El Ariel B. que arrojaba mensajes con una tuerca en su corazón desde aquel tren que, hacía tan solo un instante, ella había confundido con un río plateado, a aquellas tres figuras que cuando el espectador las miraba parecían componer tres estatuas en el centro del cuadro.

martes, 12 de abril de 2011

HIDRA




Heracles y la Hidra de Lerna, de Gustave Moreau



A mi madre-con mi más sincera admiración-, y a todas aquellas mujeres que hace que me cuestione cuántas cabezas tienen, porque yo en su lugar ya la habría perdido....(seguramente este no es la clase de cuento que una madre espera que le dedique una hija, pero en fin...)



La primera vez que ocurrió fue poco tiempo después de haber nacido su primera hija. Una mañana al mirarse al espejo, se percató de que tenía una protuberancia en la zona próxima a su cuello. Al principio se asustó, pues le pareció que era demasiado grande como para tratarse de un lunar o una verruga. Fue a junto de su marido que todavía se encontraba en la cama, y procurando bajar la voz para no despertar al bebe, que por fin había vuelto a quedarse dormido, le pidió que la tocara. El contestó que no notaba nada, que probablemente sería el cansancio, o tendría inflamado algún ganglio. Pero no había nada de lo que preocuparse.
Sin embargo ella notaba como día a día aquella cosa no paraba de crecer y crecer…Y con el tiempo se dio cuenta de que iba adquiriendo la forma de una segunda cabeza. Lo curioso era que excepto ella nadie parecía darse cuenta. Al principio cuando salía de casa caminaba con el temor de que de pronto alguien se parase en frente suya, y la señalase con el dedo. Entonces la gente la rodearía y comenzaría a mofarse. Se veía a sí misma como un ser deforme a lo Quasimodo, o la mujer barbuda. Pero con el transcurrir de los días se dio cuenta de que para los demás seguía pasando tan desapercibida como habitualmente. Eso sí, cuando llegó la primavera y comenzó a sacar a su niña de paseo, constantemente la paraban por la calle para contemplarla. Todo el mundo coincidía en que era una muñequita, con aquella nube de pelo negro y unos expresivos ojos verdes que siempre llevaba inmensamente abiertos, como si ya desde la atalaya de su carrito no quisiera perderse un solo matiz del mundo.
Pronto se dio cuenta de las ventajas que suponía tener una segunda cabeza. Cuando su marido, quien era de temperamento fogoso, la apremiaba para que cumpliera con los deberes conyugales, a pesar del cansancio, ella podía satisfacerlo mientras la otra cabeza vigilaba el sueño del bebé, quien permanecía dormidito en la cuna. Lo mismo ocurría durante el día con las tareas del hogar. Podía planchar, cocinar, tender la ropa, mientras la segunda cabeza observaba a la niña que por aquellos días daba sus primeros pasos. Con el tiempo comenzó a sentirse cansada y unas cuantas semanas más tarde, se dio cuenta de que estaba esperando un segundo hijo. Le gustaba palparse la barriga para sentir las patadas del bebé contra su vientre. “Mira, mira…” apremiaba a su marido. “Con esas patadas, seguramente será un niño…y futbolista” le decía su marido esperanzado. Tuvieron otra niña. Cuando la pusieron entre sus brazos supo que el del sexo era un detalle sin importancia. Pero su alegría se disipó un poco al ver el rostro decepcionado de su marido. Seguramente esa misma mañana tendría pensado ir a dar de alta un nuevo socio del Madrid. Pensó en reprochárselo, lo importante era que el bebé hubiese nacido sanito, pero en parte también sentía que era culpa de ella.
A los pocos días de regresar del hospital, se percató que hacia el otro lado de su cuello comenzaba a asomar una nueva protuberancia. Enseguida concluyó que se trataba de una nueva cabeza. Esta vez no se alarmó. Hasta encontró lógico que aquella cabeza floreciera para ocuparse de su segunda hija. Las tareas de la casa discurrían mientras una de las cabezas vigilaba al bebé y la otra a la primogénita, quien afortunadamente era una niña obediente que se iba adaptando paulatinamente al rol de hermana mayor.
Un día su marido se dio cuenta de que en los números de la economía doméstica alguno desentonaba. Ella ya llevaba un tiempo apercibiéndose de este detalle, pero no había dicho nada porque temía que sintiese que le estaba echando en cara el que no gastase bastante. Decidieron que era fundamental que buscara un trabajo, y pedirle a la abuela que se ocupara de las niñas mientras permanecía fuera de casa. Se colocó en una gestoría administrativa, encargada de los trámites de matriculación de vehículos. Al mediodía apenas tenía tiempo para llegar y cocinar para la familia. Afortunadamente, mientras cocinaba, sus otras dos cabezas hablaban con las niñas, le preguntaban qué tal les había ido en la escuela, y las consolaban si habían tenido un mal día. Mientras, su marido leía el periódico, o sesteaba en el sofá, con la tele encendida.
Por las noches, tras alargar la jornada y dejar preparadas las matriculaciones del día siguiente, tenía que preparar la cena mientras ayudaba a la niña mayor a hacer los deberes. Así que entre cazos y sartenes veía por el rabillo del ojo a las otras dos cabezas discutiendo acerca del resultado de una suma, o el nombre de la capital de Ecuador. A medida que las tareas se fueron complicando las discusiones de las dos cabezas fueron subiendo de tono. Todo esto a ella acabó por provocarle migraña. Mientras, el marido permanecía en el sofá, dentro de su campanita de cristal-al menos ella intuía la existencia de esa campanita, pues tenía que preguntarle varias veces antes de que le respondiera si prefería filete o pollo para la cena-, mirando el canal de deportes en la televisión.
A la tercera llegó el ansiado varón. Si este no vino con un pan, al menos vino con una nueva cabeza debajo del brazo. Las migrañas acabaron por tornarse en crónicas. Ahora era extraño el día que no se levantaba con dolor. Una espesa niebla, apremiante, parecía oprimirla siempre en torno a las sienes. Menos mal que tenía a las otras tres que le permitían mantener el equilibrio en aquella vida cada vez más complicada. A medida que los críos iban haciéndose mayores, crecían los problemas. Las notas no eran todo lo buenas que el padre hubiese deseado. Al final, de alguna manera, todo acababa siendo culpa de ella, a la que siempre acusaba de ser demasiado blanda. Se sentía cansada para rechistar, así que permanecía callada con cara de aflicción. Sólo las otras tres cabezas protestaban airadamente. A ella en esos momentos le recordaban a unas serpientes, agitándose, buscando el momento idóneo para atacar, atravesando el aire con su viperina lengua amenazante. Por supuesto él no se daba ni cuenta. Ni por las mientes se le pasaba que alguien pudiera cuestionar su autoridad.
Cuando los niños se encontraban en sus camas, se colaba entre sus sábanas y los abrazaba tiernamente, tratando de compensar la escena de la tarde. Ellos entre lágrimas le susurraban que la próxima vez lo harían mejor. Aunque sabía que indudablemente al día siguiente sus promesas no pasarían de buenas intenciones, no podía evitarlo, su corazón estaba siempre del lado de sus hijos.
Con los años el padre iba hacinando decepción tras decepción, en un lugar bien visible del salón. Sin embargo ella no podía evitar sentirse orgullosa de los adultos en los que se habían convertido. A pesar de que alguno no había finalizado sus carreras. A pesar de que otro había renegado de la fe de sus padres, y se había ido a vivir con su pareja sin haber pasado por la vicaría. A pesar de que transcurrían sus días enfrascados en labores oscuras, grises. Para ella era inevitable concebir la luz cuando encontraba sus ojos. Y sólo ante ellos sentía que el mundo se llenaba de color.
Por lo demás las cosas apenas habían cambiado. Por razones de proximidad-según su marido más bien de comodidad-los hijos seguían comiendo en casa. Su salud era delicada y las migrañas la acuciaban como un ejército invasor e insaciable, que poco a poco se iba haciendo con todo el territorio. Había tenido que dejar el trabajo. Las otras cabezas se habían vuelto perezosas y se pasaban los días jugando al parchís y a las damas, mientras todo el peso de la responsabilidad caía sobre sus hombros. A pesar de eso a ella le gustaba la hora de la comida, porque de nuevo estaban todos juntos. A pesar de los cazos agitados. A pesar de la destreza necesaria para preparar de modo simultáneo tres comidas distintas. El que no quiere pescado, quiere huevo…que si tienes carne y yo prefiero pollo. El marido era el que se había vuelto más sibarita, y nunca consideraba necesario dar las gracias por la comida. O simplemente decir “que bueno te ha salido el plato de hoy”. No podía evitar escuchar los murmullos de reprobación de las otras tres. Ya no recordaba si en ese punto eran tres o cuatro. Lo que sí tenía claro era que cada día tenían un aspecto más parecido a las arpías.
Una noche mientras dormía soñó que las otras cabezas la devoraban. Comenzando por los dedos de sus pies, iban deglutiendo cada centímetro de su cuerpo. No podía moverse, ni gritar, ni hacer nada que impidiera que aquellos dientes pequeños y afilados, como los de una lamprea, rasgaran su carne, que ella misma podía sentir luego bajando por su garganta, porque al fin y al cabo aquellas cabezas eran suyas. En esos momentos, con gran asco, pudo sentir como las palmas de sus manos se disolvían en los jugos gástricos de su estómago. De pronto vio como las tres cabezas se abalanzaban sobre su corazón, al que arrancaron de cuajo, y aun así continuó latiendo en tres pedazos, dentro de sus bocas. No pudo evitar que se le escapara un gritó y las tres cabezas se volvieron hacia ella. La miraron enseñando sus dientes, del mismo modo amenazante que algunos felinos, y rápidamente se abalanzaron sobre su única y original cabeza.
Afortunadamente en ese instante se despertó. Aun temblorosa corrió a la cocina y en el cajón cogió el cuchillo más grande, el que utilizaba para desmenuzar la carne. Corrió al baño, prendió la luz y observó aquellas cabezas que la contemplaban con su mirada oblicua. Sin piedad hendió el cuchillo en la raíz de la primera de ellas, la que había nacido con la primera hija. Esta emitió un grito carente de sonido. Apenas un rasguño seco. La arrojó en el lavabo con el tallo goteando sangre. Procedió del mismo modo con la segunda. Esta sí que grito. El sonido era hiriente, como de piedra horadando el cristal. La dejó junto a su compañera, desangrándose sobre la porcelana del baño. La tercera, quien ya conocía su destino, la miró con ojos implorantes. Alzó sobre su cabeza el cuchillo, y cerró los ojos como para no sentir la estocada. Fue un golpe limpio. Únicamente un suspiro, como un espanto, atravesó su boca. Enseguida la mandó a reunirse con sus compañeras. Volvió a la cocina a coger una bolsa de basura. Cuando regresó, tomó, una a una, cada cabeza. Y las encerró en el sarcófago de plástico negro. Luego fue hasta su habitación y comenzó a preparar la maleta. No tenía ni idea de a dónde partiría.
A cualquier lugar lo suficientemente lejos que pudiera pagar su dinero.

domingo, 10 de abril de 2011

TANGO (anotaciones al margen)

Cuando esta semana decidí publicar Tango, sin haberlo terminado, lo hice en parte por un afán de experimentación y sobre todo para encontrar la motivación que necesitaba para encauzar este cuento que me perseguía desde hace dos meses. La idea nació algunos meses más atrás y creo que un principio era un poco más sencilla. En realidad se trataba de un hombre muy celoso que acabaría asesinando a su propia sombra, a quien con la mirada desvirtuada de los celos acababa viendo como una presencia ajena y rival. Tenía pensado darle un enfoque más fantástico, y como me pareció que era una buena historia para un tango, me fascinó la idea de escribirlo de una forma que imitara en cierto modo el ritmo de un tango. Como durante ese tiempo por las noches estaba leyendo los cuentos fantásticos de Poe (en ningún momento estoy comparando esta narración con los cuentos de Poe, sólo indico que su lectura pudo ser determinante a la hora de elegir el narrador), comencé a escribirlo en primera persona (son muchos los cuentos de Poe en los que el narrador nos cuenta, en tono exaltado y patético, una historia que sucedió en su pasado, pero cuyas consecuencias se dejan sentir de modo fatal en su presente), y desde el primer momento sentí como el narrador se iba haciendo con ella, contándola en un tono un tanto cargante un poco lejos del que yo con el hilo narrativo en mis manos hubiera escogido. Este mismo tono cargante situa la narración en una época distinta del actual, aunque no existen referencias ni de tiempo, ni de espacio. Creo que es el lector quien tiene el derecho de trasladar la historia al espacio-tiempo que el tono le sugiera. Lo que quiero decir es que desde el primer momento esta historia se me escapó. En primer lugar me di cuenta de que hombre y sombra ya no eran la misma persona, sino dos. El narrador era, sin ningún género de dudas, la sombra. Yo no había previsto al personaje de Aníbal. A quien el narrador arroja al mundo en un burdel, que indudablemente tiene sus luces y sus sombras. Lugares de los que yo tengo conocimiento a través de la literatura y el cine, por lo que supongo que están en cierto modo idealizados y no tienen nada que ver con la realidad. Aunque en el fondo mi descripción esté hueca, me conformo con una apariencia de realidad y credibilidad. Aquí creo necesario aclarar, por si acaso existiese algún género de dudas, que la palabra “loba”, la empleo en un sentido positivo, incluso me atrevería a decir que muy positivo. Hablo aquí de una mujer sensual, pero a la vez con un natural instinto de supervivencia que envuelve y protege al débil. Madame Alberta(la loba suprema) es la única que se apiada de Elsa, a quien su familia, católica y de conducta intachable, arroja sin ningún remordimiento a la calle. Así esas mujeres que viven a los márgenes de la sociedad (igual que el territorio de los lobos está en los montes, lo más lejos posible de la mano aniquiladora del hombre), se erigen en salvadoras, y la oscuridad del burdel se convierte en una oscuridad placentaria, cálida y de ensueño. Finalmente aquel que viene de fuera es el origen del desastre (aunque ocurra a manos de Elsa, quien al cabo es el único personaje que nunca tiene oportunidad de elegir, hasta ese momento). Así es como Aníbal regresa el mundo, en lo que se podría decir que en cierto modo es su nacimiento, quizás por eso durante sus primeros años no recuerda nada de ese mundo que se quedó atrás. Lo hace de mano de otra loba. Una loba sabia y vital (vitalidad que luce en sus ojos de niño). Y con el tiempo un adolescente Aníbal regresará al territorio de las lobas, territorio que sólo abandonará de la mano de un hombre. Esta vez el peligro inherente en ese alejamiento no es capaz de advertirlo la siempre astuta Andrea, obviando que ese hombre a quien entrega a su protegido representa lo peor de una sociedad afectada y carente de vida. Entra aquí en juego el papel de una sociedad-sombra, erigida en ese hombre-sombra que acabará por engullir la estela de Aníbal. Cuya luz estalla y ciega al narrador en el momento de su muerte, condenándole para siempre a la oscuridad. La mujer (¿cómo no, si esto es un tango?) acaba por ser el desencadenante.

viernes, 8 de abril de 2011

TANGO (parte final)


Pintura de Ricardo Carpani ¨El último tango del tigre milan



A partir de aquel momento fuimos tres. En los inicios sentía a Margot como una intrusa, pero poco a poco me fui embriagando-más adecuado sería decir envenenando-de su presencia. Las ocasiones en las que debido a sus actuaciones o ensayos se ausentaba, comencé a echarla terriblemente en falta, y la apatía me invadía. En esos momentos Aníbal no dejaba de lamentarse y repetía constantemente que Margot nos insuflaba la vida de la que antes-ingenuos de nosotros-carecíamos. En el fondo sentía que no le faltaba razón, pero sin embargo yo me empeñaba en argumentar lo contrario, lo que provocaba que Aníbal se ofuscara. Cuando estaba ella yo apenas le hablaba. Y para mirarla tenía que armarme de valor en una trinchera de alcohol. Bebía y mirarla era más fácil. Entonces sentía que me gustaba mirarla, y para ello bebía más. Afortunadamente soy capaz de mantener la compostura a pesar de haber ingerido grandes cantidades de whisky.
Pronto sentí que su presencia no era simplemente ella, sino un vasto territorio que se delimitaba a su alrededor, y que con el tiempos se fue expansionando, como si en cada nueva incursión, a cada nuevo encuentro, fuera ganando terreno en mi vida. El aire en torno a ella estaba cargado de electricidad y yo prefería no aproximar mi mano, por temor a sentir el calambrazo. Lo peor sucedía cuando en alguna de sus efusivas demostraciones de amistad llegaba a tocarme. Entonces sentía que definitivamente perdería todo el imperio de mi mismo, y en aquel momento, sin más, terminaría por poseerla. En mi vida había conocido deseo igual por una mujer. Durante un tiempo dejé de frecuentarlos, pero mis sueños eran constantemente invadidos. A menudo la veía, desnuda, con los cabellos al aire-en mis noches su pelo corto a lo garçon se convertía en abundante melena-, aullando a la luna. De este modo comprendí que llega un momento en la vida de todo hombre, en el que se verá irremediablemente atraído por la llamada de una loba….

Un día que nunca olvidaré, nos encontramos fortuitamente en la calle
-Es usted muy malo-me dijo-ya no viene nunca a visitarnos...Y su boca se desplegó en aquella inconfundible sonrisa de licántropo.

Por supuesto que no escatimé esa ocasión de regresar junto a ella, como vulgarmente se dice, con el rabo entre las piernas. Si ella era una loba yo me convertí en un perrito faldero. Mientras Aníbal se encerraba en el estudio a pintar-porque he de reconocer que cerca de ella vivió su etapa más prolífica. Como el mismo decía, en su cuerpo había localizado “la veta de venus”. Aunque creo que cuando hablaba así se refería a otra cosa…-yo la acompañaba en sus compras y a los ensayos. No pasó mucho tiempo hasta que nos convertimos en amantes. No puedo decir nada en mi favor. No hice nada por evitarlo. Durante mucho tiempo los tres fuimos completamente felices. Aníbal en su inocencia. Nosotros con conocimiento de culpa y sin ningún remordimiento de conciencia. La verdad es que no nos hubiese extrañado que Aníbal se hubiese percatado de todo, porque, aunque al principio tratamos de ser discretos, al poco tiempo nos volvimos temerarios. Cuántas veces acaricié su pierna por debajo de la mesa hasta llegar a la ranura palpitante de su sexo, mientras Aníbal hablaba exultante acerca de su próxima exposición- que yo iba a sufragar con mi dinero, hecho que no cesaba de agradecerme encarecidamente….- Cuántas nos besamos a hurtadillas al encontrarnos de camino al baño, momento en que Aníbal nos aguardaba con la ingenua mirada sumergida en su copa de bourbon, sin sospechar nada.
Yo le compraba ropas caras, joyas. Le enviaba flores. Cosas que no pasaban desapercibidas para Aníbal, que la interrogaba acerca del origen de esos obsequios. Ella inventó la existencia de un admirador, al que llamaba “su gauchito”. El fantasma de los celos comenzó a asediar a Aníbal. Incluso yo comencé a sentir celos de aquel admirador que ella se había inventado como tapadera. A veces me sorprendía cuestionándome si en realidad no existiría. Entonces miraba mi chequera y confirmaba que había sido yo quien había extendido los cheques que pagaron aquellos regalos

Un día, mientras desayunaba en el salón de mi casa irrumpió Margot- a quien yo en mi intimidad solía llamar por su nombre bautismal, Ana. Así creaba la ilusión de que para mí no había mentira, ni chanza, ni tango -muy excitada.

-No aguanto más-dijo. Ya es lo suficiente difícil fingir una vida, como para fingir dos. Tenemos que acabar con esta situación.
-¿Y qué quieres que hagamos?-le dije mientras escanciaba para ella una copa de vino
-Vayámonos. Lejos…tú y yo. Dejémosle. No le hará mal. Es un artista...debe vivir una vida plena. Gozar de las mieles del amor, el desamor………y el olvido. Cuando transcurran los años, y esté en la cumbre de su éxito, no nos sentiremos mal por lo hecho. Pues lo habremos engrandecido.

No sé si se debió a su tono exaltado, pero en principio no encontré objeciones a este razonamiento

-Siempre he querido cruzar el océano. Me he estado informando y un barco parte la próxima semana…Vivamos juntos esa locura. Tú tienes dinero y yo puedo cantar. Seremos felices allá. Estaremos más cerca de donde el sol nace.

De este modo pronto nos vimos envueltos en una vorágine de preparativos, compras,… itinerarios que íbamos marcando con alfileres en un enorme atlas que habíamos adquirido para la ocasión...
Mientras, la vida de Aníbal transcurría en la más absoluta felicidad e ignorancia. Yo lo miraba, y poco a poco me iba despidiendo de él. Buscaba cualquier excusa para cavar con mi mano la arena de sus cabellos. Le convencí de que era necesario hacer un catálogo de sus cuadros y nos pasábamos horas clasificándolos. Desde que conocía a Margot la luz y el color invadieron su obra. Un día le dije “querido, sin duda estás en los comienzos de una nueva era. En eso se nota que estás destinado a permanecer entre los grandes. En tu obra ya podemos hablar de etapas…”. Incluso una noche lo acompañé a la casa de Madame Andrea, porque deseaba por encima de todas las cosas contemplarlo de nuevo rodeado de las lobas. Tal y como lo viera aquella primera vez.

La noche previa a la partida, permanecí en vela, contemplando las maletas vacías sobre mi cama. A la tarde siguiente de este modo me encontró Margot, que había acudido enfurecida a mi casa al ver que no había ido a reunirme con ella en el muelle. Al encontrarme sentado, con la mirada perdida, se disipó su furia. Supongo que deseaba creer que algo debía haberme ocurrido para no acudir a la cita. Tras unos minutos en silencio, me miró, y con aquella voz que utilizaba para cantar los tangos me dijo:

-Siempre supiste que no ibas a venir. En realidad yo también lo sabía, pero no quise……Es como en el tango. Se necesitan dos para bailarlo, y tú has decidido bailarlo con él. Pero olvídalo, tú no eres su maldita pareja de baile. Tú simplemente eres su maldita y árida sombra. Estás tan vacío y carente de vida, que lo único que te hace sentir medio vivo es andar pegado a él. Incluso a mí me amaste como una sombra. Aquella que se quedaba atrás cuando paseábamos de la mano. Aquella que se dibujaba en la pared cuando nos besábamos a la luz de una farola. Aquella que se desliza en la cama para enlazar nuestros cuerpos durante el sexo. Una sombra…una miserable sombra. Y yo no puedo amar una sombra. Ya no.

Fui incapaz de decir nada , y me limité a ver desaparecer su cuerpo a través de la puerta.

Cuando a los pocos días regresé al café, fue como si hubiésemos vuelto atrás en el tiempo. Margot se comportaba con camaradería, como si nunca hubiésemos sido amantes. Como si sólo hubiesen sido parte de un sueño nuestros planes de fuga. Al principio me pareció que no sentía nada, y comencé a preguntarme si como decía Margot yo no sería más que una sombra. En ese caso no sería capaz de sentir más que sombras de sentimientos. Pero poco a poco, comenzaron a rechinarme los dientes cuando se besaban. Y no era tanto que añorara el cuerpo cálido de Margot, sino que me quemaba pensar que aquella piel se derritiera entre los brazos infantiles de Aníbal, quien se ahogaría en ella como en arenas movedizas. De pronto me pareció muy joven, e incluso ya no encontraba en su obra aquel barniz de genialidad que me fascinara en un tiempo.

Un día en que él se retrasaba, no pude evitar dirigirme a ella

-Ana-la llamé-No puede ser que te conformes con él. Tú no eres de las que se conforman

Me miró como para decir algo, pero luego calló, como si hubiera decidido que yo era un ser que no merecía sus palabras. Casi podía imaginar sus pensamientos “¿quién perdería el tiempo hablando con una sombra?”. Su boca sólo se abrió para proyectar en el aire una gutural y sonora carcajada lobuna.
-¿De qué os reís?-dijo Aníbal que en ese mismo instante entraba por la puerta.
-Nada…tu amigo Lázaro que en ocasiones es muy ocurrente-entonces hizo esa mueca, que en ella daba a entender que quedaba finalizada la conversación.

Finalmente, un día, entré en el Café Berlín mientras actuaba sobre el escenario, y me acerqué a la mesa desde donde la contemplaba Aníbal con rostro arrobado. Al verme se levantó y se acercó a mí para abrazarme. Entonces, saqué una daga que previamente había escondido bajo mi chaqueta, y se lo clavé en el corazón. Hasta la empuñadura. Una vez hecho esto, antes de que aquellos que estaban a nuestro alrededor, percatándose de lo ocurrido, se abalanzaran sobre mí, me miré las manos que esperaba ver manchadas de su sangre. Pero no, lo único que pude ver fue la luz. Una luz que como una mancha se iba extendiendo ante mis ojos. Y el rostro de Margot que me miraba con pena y que pronto fue, asimismo, engullido por aquella luz. Y de nuevo fue la oscuridad.


Ahora estoy aquí, en esta celda. Condenado a una eterna oscuridad. Sé que ella tenía razón, y yo no soy más que una sombra, de la peor especie, una sombra errante, pues no se puede dar sombra sin cuerpo. Supongo que por eso he escrito esta historia, para rememorar olor, tacto y forma de ese cuerpo al que una vez me supe atado-tal vez él fue el origen y el fin de mi único y verdadero amor-.Aquel que durante algún tiempo me mantuvo del lado de la luz y de la vida...Yo lo maté.

TANGO (parte cuarta)


Imagen: El tango del arcángel de Keen Van Dongen


Tras dejar transcurrir las obligadas jornadas de duelo, Aníbal se dispuso a seguir las señas que le conducirían a enfrentarse cara a cara con su pasado. Se dirigió a la Calle del Placer y comprobó que el número escrito se correspondía con el de una casa de tres plantas, de aspecto modesto pero aseado. Llamó al timbre, y pronto dos muchachas jóvenes aparecieron en la puerta propinándose, entre risas, juguetones empujones la una a la otra.
-Todavía es demasiado temprano para recibir-dijo la más alta cruzando graciosamente las piernas.
Había algo en su aspecto que le resultaba intensamente familiar, y le trajo a su memoria a las mujeres que había frecuentado en los lupanares de Roma.
-Vengo a ver a Andrea-dijo recordando las instrucciones de su tía- Es por un asunto personal….
-Ah!...... En ese caso mi compañera será lo bastante gentil como para ir a comprobar si ya se ha levantado-respondió con una sonrisa pícara la joven rubia
-Dígale que vengo de parte de Estrella Otero-titubeó Aníbal
La joven alta corrió escaleras arriba, mientras la joven rubia continuaba sonriendo pícaramente a través de la puerta entreabierta. Por su boca de vez en cuando asomaba la cáscara rosa de una goma de mascar, que ella masticaba ostentosamente, dejando sus encías al descubierto. A Aníbal le pareció que tenía que ser muy diestra para mascar de aquella manera sin en ningún momento cesar de sonreír pícaramente... La irrupción de una mujer madura, entrada en carnes, que descendía lentamente las escaleras, le rescató de su aturdimiento. Para cualquiera habría sido difícil reconocer en aquella mujer de porte matriarcal a la antigua pupila de Madame Alberta. Lo único que sobrevivía de la astuta Andrea era aquella agudeza de entendimiento, que asomaba constantemente a sus ojos, que se vestían de ese modo a la llegada del alba, para no desnudarlos hasta bien entrada la noche. Y aun así no podría afirmarse que durante el sueño su mente no continuase tejiendo.
Andrea hizo un movimiento con su cabeza y sus pupilas de inmediato partieron, tal y como habían llegado, propinándose alegres empujones, con aquella picardía que se les atribuye a los trasgos.
Una vez solos Andrea-a la que ahora todos se dirigían como Madame Andrea-depositó dos sonoros besos en sus mejillas, ante la turbación de un estupefacto Aníbal.
-No te acuerdas de mí ¿verdad, querido?-y sin tiempo a que la interrumpieran continuó diciendo-No es de extrañar…todavía eras muy niño la última vez que nos vimos… Acompáñame-dijo- tu tía Estrella me pidió hace tiempo que te lo contara todo-y tras ofrecerle el brazo, ambos comenzaron a ascender las escaleras.
De nuevo Aníbal se encontró caminando por los oscuros corredores de su infancia. En cada ocasión que al pulsar el interruptor se prendía la luz, sentía como de pronto se iluminaba un rincón de su memoria, que hasta entonces había permanecido en sombras, que de pronto escapaban espantadas por la claridad. Madame Andrea no escatimó detalles. Incluso en lo referente a la noche de la crisis de Elsa, como eufemísticamente la designaba. También le confesó que el huésped, al que su madre había dado muerte entre los brazos de la desdichada Gabriela, no era otra persona que su propio padre, al que la mala suerte había conducido a la misma casa donde en su día recalara la pobre Elsa, a la que en el pasado tan despiadadamente había tratado.
-Madame Alberta siempre decía que tu madre tenía mal sino. Aun así la sacó de la calle y la acogió en su casa. Si alguna vez la invadió el arrepentimiento, este huía gimiente en el mismo instante que recordaba tus ojos…. Incluso en su lecho de muerte no logró olvidarte-dijo repentinamente triste- Mientras acondicionaban su cadáver para el entierro encontraron, entre sus manos crispadas, un pequeño dibujo arrugado, de aquellos que puntualmente le enviaba tu tía Estrella, y que había sido pintado por ti. Cuando la iba a visitar a la granja, donde vivía con su sobrina, me los enseñaba diciendo orgullosamente “mira, mira, ¿puedes imaginarte una cosa más bonita?...y todos pintados por aquellas manos gordezuelas…” Supongo que para la mayoría de nosotras tú eras como el hijo que nunca habíamos parido. Para el resto eras como el hijo que la vida les había disputado, y que, con las manos en alto, habían tenido que abandonar a su suerte…
Tras aquel día Aníbal regresó con asiduidad a la casa que un su día había regentado Madame Alberta, y que un golpe del destino-acerca del cual no vamos a entrar en detalles- había puesto en las manos hábiles de Andrea. En aquellos años la casa había medrado en prosperidad. Tanto que incluso los huéspedes distinguidos la visitaban en mayor número que antes. Como durante una época aquel se convirtió en el lupanar de moda, yo y mis conocidos comenzamos a contarnos entre los habituales. Unos llevados por la frescura lozana de las hermosas nínfulas que lo habitaban, y en mi caso atraído sobre todo por la interesante compañía y envolvente conversación de Madame Andrea. No fueron pocas las ocasiones en las que ésta me hablaba en tono exaltadamente maternal, acerca de su protegido, al que, sin el menor género de duda, consideraba un genio. No tardé en verme atrapado en aquella red que pacientemente la araña Andrea iba tejiendo en torno a su pupilo. Ahora pienso que todo obedecía a un plan previamente ideado por ella, quien seguramente creía que mis influencias habrían de serle de provecho en su carrera. Cosa que efectivamente el tiempo confirmó.
Una de tantas noches en las que me encontraba en la casa, fuimos definitivamente presentados. Enseguida caí presa de la poderosa fascinación que ejercía su persona. Lo hallé reclinado en un diván de estilo oriental, custodiado tiernamente por las lobas. A las que sólo les faltaba lamer aquella piel- que, de lo pálido, parecía enteramente cubierta de rocío-para mostrar una imagen más animal y protectora. Cuando me acerqué en compañía de Madame Andrea me pareció que nos miraban de soslayo, pues sus ojos continuaban prendidos del joven de cabellos rubios y presencia hipnótica. En mi recuerdo los labios se alzan para mostrar bajo ellos unos afilados y amenazantes colmillos. Y no puedo evitar pensar en esta imagen acompañada por un sonoro gruñido de advertencia. Supongo que no es más que una visión desvirtuada de nuestro primer encuentro. Pero tengo la impresión de que, instintivamente llegaron a sospechar que mi presencia acabaría por apartarle de ellas.

Durante mucho tiempo fuimos inseparables. Incluso Aníbal me permitía permanecer junto a él cuando pintaba-concesión que nunca antes había tenido con nadie- pues decía que mi presencia le impedía ponerse tenso, u ofuscarse en los momentos en los que la inspiración desertaba. Entonces me pedía que le narrase las aventuras de mis numerosos viajes, y en verdad escuchaba tan atento que, llegado un momento, parecía abandonar la habitación- su cuerpo se aquietaba, como abandonado de toda vida. Incluso parecía que dejaba de respirar- para acompañarme del brazo por mis recuerdos. Pero de pronto volvía, y dejándome con la palabra en la boca se zambullía de nuevo en el cuadro. Me parecía entonces un artista que necesita poner distancia con su obra para tomar la perspectiva.
Todo marchaba bien, hasta que un día Aníbal dejó para mí un mensaje en la dirección del hostal en el que se hospedaba, al que fui a buscarle de madrugada al regresar tras una prolongada ausencia. Según decía, después de unas semanas de trabajo continuo y extraordinariamente fértil, se encontraba en una época en la que le era indispensable alejarse de la pintura. Por todo ello se había sumergido hasta las simas de la vida-esta era la expresión un tanto envarada que empleaba en su carta-y quería mostrarme al exótico ejemplar abisal que había encontrado. Me imaginé que se trataría de una de sus tantas conquistas, a las que en primer lugar sucumbía con desatinado entusiasmo, para a los pocos meses lamentarse por la infertilidad de aquel período en el que se consagraba enteramente a la pasión. Entonces se jactaba de que el estado ideal del artista era el celibato. Y como tal se comportaba, de no ser por la asiduidad con la que su temperamento fogoso le impelía a frecuentar las guaridas de las lobas. Para justificarse solía decir que “el amor sensual no entumece el espíritu, al contrario, actúa como el ejercicio físico, lo fortalece…..”
Presto me encaminé hacia el Café Berlín, a reunirme con él. Como siempre a esas horas el local estaba medio vacío, y ya los músicos abandonaban el escenario, tras la actuación que había tenido lugar durante la noche. Al fondo vi a Aníbal, quien me saludó, acompañado de una figura femenina, vestida de negro, con un escote de pico que dejaba al descubierto dos cuartas partes de la espalda, y que parecía rematar en un encantador lunar que se subrayaba en la piel. Ahora me resulta increíble pensar que me acercara a ellos totalmente ignorante de que aquel instante iba a cambiar por completo la vida de los tres. Me asombra esa ingenuidad. Me parece que ese tipo de momentos deberían ir precedidos del sonido de los tambores o el clamor de las trompetas. Pero la vida es incorregible, y nunca nos pone preavisos. Y si lo hace estamos tan embotados que ni nos percatamos.
Puedo ver de nuevo a aquella mujer volviéndose a cámara lenta. Su cabello negro peinado a lo garçon. Sus ojos grises, como un océano en tormenta, a punto de desbordarse. La nariz ligeramente en punta, lo que lograba el efecto de volver su mirada todavía más incisiva. La sonrisa sutil que armonizaba el rostro. El cuerpo rotundo, y elástico, como un junco…..Se llamaba Ana Zúñiga, pero todos le decían Margot, como el tango. Porque presumía de que ella, como la otra, había tenido que acomodarse una nueva vida, pero en su caso no le suponía ningún peso,” al fin y al cabo se trataba únicamente de simple capacidad de adaptación al medio”….
-¿A qué es una deliciosa cínica?-preguntó Aníbal mientras sin ningún decoro la besaba-Pero tendrías que escucharla cantar. Es rotunda y descarada. Ningún hombre le iría a la zaga.
Eso me quedó claro desde el primer momento. Hablaba con tal seguridad que uno ni se planteaba analizar la lógica de sus argumentos. Lo único que quería era sumergirse en aquella voz grave, que planteaba la vida sin condescendencias. El único con el que pecaba de condescendencia era con Aníbal, al que trataba de un modo similar al que lo hacían las lobas. A medida que nos acercábamos a la mesa, mientras Aníbal pedía una botella de bourbon y unos vasos, se volvió a observarle y dijo:
-Mírale, es como un ángel que rechazando su divinidad se ha arrancado las alas….
Aquella noche bebimos hasta altas horas para celebrar a la vida y al amor. Finalmente nos apiadamos del pobre Antonio, el camarero, quien sobornado por mi dinero consintió en cerrar varias horas por encima de la establecida. Nos arrojamos a la calle ebrios, con la carcajada suelta…La luna todavía asomaba, cuajada, con su cara más bonita. Nos quedamos embobados mirándola los tres abrazados. Aníbal le pidió que cantara y sin hacerse de rogar Margot se arrancó con un tango. Previamente y en mi honor, dijo que a modo de presentación, nos obsequiaría con “La Margot”, a la que tenía reservada para las grandes ocasiones.
Cantó, vestida de negro, con los ojos vueltos a la luna, el rostro de espectro teñido por su resplandor. Tenía la voz grave, amaderada, y en mis oídos sonaba como el bourbon que habíamos tomado, reservado durante el tiempo justo en barrica. Otras veces su voz se volvía de azúcar y parecía derretirse en mi paladar. A pesar de la distancia que mediaba entre ellas, sentí que no era tan diferente a las lobas.

jueves, 7 de abril de 2011

TANGO (parte tercera)


Pintura: Mong-Lan




Desde hacía algún tiempo había comenzado a frecuentar la casa un noble, de cabellos rubios y porte elegante, que además hacía ostentación de los más exquisitos modales. La delicadeza de éstos era tal, que aquellos que lo conocían caían con frecuencia en el error de suponer en él mayor fortuna que la que el destino le había tenido a bien en deparar. Por todo ello en casa de Madame Alberta le concedieron crédito ilimitado, sin pensar en que aquel apellido debiera abrirle las puertas de los más selectos palacios de la libido, a no ser que el apellido no le hubiese granjeado fortuna a la par del mismo. Más tarde, repasando lo acontecido durante aquellos días, Madame Alberta recordaba haber sorprendido los ojos aparentemente sin vida-siempre que miraba aquellos ojos le parecían cadáveres, pues en ellos parecía aniquilarse toda luz- de Elsa, inundados por un extraño y lúgubre resplandor, la primera vez que vio entrar a aquel huésped por la puerta. Quiso el destino que éste también se encaprichase de Gabriela, a la que obsequiaba con las más extravagantes chucherías, que previamente debía de haber sustraído del ajuar de alguna acaudalada dama a la que frecuentaría durante las horas de luz. Gabriela al verse perseguida por los dos cliente más codiciados del local no dudó en condenar al ostracismo a Enrique, el pasante, quien, hasta no hacía mucho, había sido el objeto de la única pasión legítima que había sentido en su vida. Un día éste se presentó en la puerta de Madame Alberta, exigiendo verla. En eses momentos ella se encontraba atendiendo las necesidades del nuevo cliente, quien causaba gran expectación en cada una de sus visitas. Las muchachas lo recibían entre risas, complacidas ante lo lisonjero de su comportamiento, acostumbradas como estaban al trato más rudo de los habituales de la casa. Por todo esto, cuando vieron llegar a Enrique, ebrio, clamando por Gabriela a gritos, no dudaron en echarle sin contemplaciones. Olvidando que cada una de ellas se había erigido en adalid de aquella historia de amor, que, en sus albores, tanto las había enternecido. Sólo una persona debió compadecerse ante la desesperación grabada en el rostro de Enrique, aunque en aquel momento no dio muestra alguna de turbación. Aquella persona era Elsa quien probablemente sintió como, en el momento que el pobre Enrique salía por el umbral de la casa acompañado por uno de los matones de Madame Alberta, el único rincón intacto de su cordura acababa por derrumbarse. Aquella misma noche penetró a hurtadillas en el cuarto donde los dos amantes reposaban desnudos, empachados el uno del otro, tras el festín, y con sus tijeras de costura cortó con saña los hilos que los mantenían enlazados a la vida. Atraídos por los gritos de pánico pronto acudieron todas las gentes de la casa, tanto huéspedes como concubinas, y a pesar de que eran muchos, la habitación fue invadida por un silencio fúnebre. Ya los gritos de los amantes habían sido enmudecidos por la muerte, y era tanta la sangre desperdigada por techos, paredes y lámparas, que parecía que toda la habitación yacía asesinada. Lo único que se escucharon fueron los estertores, y tras ellos el postrero hálito, aquel por donde la vida finalmente se escapa. Al pie del lecho vieron la pálida figura de Elsa, cual parca sosteniendo las tijeras en alto, con sus ropas grises cubiertas de plasma. Al volverse hacia los presentes su boca se quebró en un grito, que en los oídos resonó como la llamada de una bestia salvaje. Inevitablemente las lobas rompieron a aullar.


Aquello fue el fin de la casa. Madame Alberta decidió reunir sus ahorros e irse a vivir al campo, junto a una sobrina viuda, quien siempre le escribía implorándole que se retirara de aquella vida disoluta que llevaba. Las lobas se desperdigaron hacia otras casas para construir sus nuevas guaridas entre los brezos, y en la oscuridad y el silencio recomenzar a lamerse las heridas. Elsa fue recluida en un sanatorio para enfermos mentales, hasta el final de sus días. Los cuerpos de la bella Gabriela y el huésped fueron lavados concienzudamente y depositados en sus ataúdes.
Sólo el futuro del pequeño Aníbal se dibujaba impreciso.

Mientras se realizaban los preparativos de la mudanza Aníbal deambulaba entre las faldas de las lobas. Madame Alberta pensó en llevarse al niño a la casita de campo, pero como no los unía ningún grado de parentesco, le asustaban los inconvenientes con los que se pudiera topar. Sobre todo teniendo en cuenta la nube que se cernía sobre su pasado como un insalvable obstáculo para las instituciones moralistas de la época. Por todo esto temía que su amado niño acabara convertido en carne de hospicio. Sus noches se llenaron de sombrías imágenes acerca de las vicisitudes por las que aquel alma sensible tendría que atravesar. Ya comenzaba a plantearse llevárselo consigo, sin avisar previamente a las autoridades, cuando recibieron en la casa una inesperada visita.
Una tarde, en la que ya todo estaba perfectamente embalado, y los pasillos lucían completamente desnudos de aquella promiscuidad que en su día los caracterizara, Dolores-la muchacha que Madame Alberta había contratado con el fin de que la ayudara en la ardua tarea del desalojo-la informó de que había una mujer de aspecto respetable esperando en la puerta. A Madame Alberta aquello de mujer respetable le daba muy mala espina, y corrió hacia el recibidor temiendo encontrarse a una envarada representante de los servicios sociales que sin duda, informada por los vecinos, vendría a arrancarle con sus garras a su querido niño. Pero allí, rodeada de las cajas que contenían sus enseres, se encontró a una mujer de edad madura, con el cabello completamente blanco, y en cuyo rostro arrugado brillaban unos ojos rabiosamente infantiles, en los que parecía flotar constantemente una alegre picardía. Se presentó como Estrella, una tía de la desdichada Elsa, a la que nunca había llegado a conocer. Hacía unas pocas semanas que había regresado del extranjero, pues ella también en un momento dado de su vida había sido repudiada por su familia. En su caso había sido por razones de credo, ya que en su juventud se había enamorado perdidamente de un joven judío. A los pocos días de su vuelta, hojeando el periódico, se había enterado de todo lo acontecido, así que, sin hacerse anunciar, se había presentado en la casa familiar para encararse con los padres, reprochándole las consecuencias que sus actos habían desencadenado en la vida de la pobre Elsa y el pequeño Aníbal, quien al fin y al cabo era su único nieto. Según relató la propia Estrella, todavía sentía un estremecimiento al recordar la ausencia de toda expresión en aquellos rostros indolentes, que ante su propia e inevitable exaltación, se mostraban carentes de toda vida. Por todo ello había permanecido apenas unos minutos en la casa donde había transcurrido la totalidad de su infancia, y cuando por fin se vio libre de aquellos muros, agradeció que su vida ya no pudiera ser tan larga como para darle un motivo por el que atravesar de nuevo aquel umbral. Decidió esperar unos días antes de acudir a casa de Madame Alberta, pues todavía se sentía presa de una gran agitación.
-“He venido a interesarme por el pequeño Aníbal-dijo-, porque seguramente debo ser la única persona cuerda de su familia a la que le importe algo su existencia”.
De este modo fue como Madame Alberta pudo dar por finalizadas sus tribulaciones respecto al futuro de Aníbal.

Los años vividos con la tía Estrella transcurrieron plácidamente. A su modo ella era un espíritu libre, por lo que el niño dispuso de mucho espacio para desarrollar su carácter y capacidades creativas. Desde muy pronto mostró inclinación por las artes pictóricas. Inclinación que los largos viajes por Italia y Grecia, no hicieron otra cosa que acrecentar. Y si sus primeros años transcurrieron entre las penumbras de unos pasillos- cual minotauro encerrado con la insólita compañía de las lobas-los siguientes años, fueron años de luz y aire libre. Incluso cuando se pasaba encerrado horas entre las paredes de una galería o los altos muros de un museo, sentía que podía respirar a través de los cuadros que se exhibían ante él como campos abiertos.

Una tarde, mientras paseaban por Roma, un adolescente Aníbal permaneció durante un tiempo con la mirada extraviada entre dos voluptuosas mujeres que, sin más, dejaban pasar el tiempo ofreciéndose desde la puerta de un burdel. Imaginamos que Estrella, al igual que nosotros, intuyó que desde un rincón poco iluminado de su memoria, Aníbal había rescatado una de aquellas imágenes de las lobas que le acompañaron en su infancia, y que desde ese mismo día ya no lo abandonarían. Tras la cena, Estrella le dio dinero, y Aníbal corrió a perderse fascinado por los lupanares de la ciudad eterna. Allí, donde en tiempos lejanos Rómulo y Remo fueron amamantados por la loba Luperca.

Al poco tiempo la tía Estrella enfermó, por lo que debieron realizar el viaje de regreso a casa. Llegados a este punto ella creyó conveniente darle a conocer los pormenores de su origen e infancia. Si no lo había hecho hasta ese momento, fue porque lo consideraba todavía demasiado joven, y quería evitar a toda costa que su extraordinario carácter se viera enrarecido por aquellas poco comunes circunstancias. Lo llamó a su habitación y tomándolo de ambas manos le hizo un gesto para que se aproximara, y arrojando un beso en su mejilla depósito entre estas un papel en el que estaban escritas las señas de una dirección. A continuación Estrella cayó exhausta sobre la almohada, y se dispuso sin prisas a aguardar la muerte, pues consideraba que ya no tenía cuenta pendiente con este mundo.
Puntual a la cita, ésta la visitó a los pocos días.

miércoles, 6 de abril de 2011

TANGO (parte segunda)




Entre sus clientes habituales tenía Gabriela especial apego por un joven moreno y desgarbado,llamado Enrique. Era Enrique un joven silencioso, bastante apuesto sin llegar a guapo, al que una mirada soñadora ennoblecía el rostro. Aunque en sus primeros encuentros apenas habían cruzado palabra, Enrique siempre se decantaba por la compañía de Gabriela, y en aquellas ocasiones en las que ésta se encontraba ocupada con algún otro cliente, Enrique sin más esbozaba un “hasta luego”, y partía tan silenciosamente como había llegado. Ocurrió un día que, tras una de sus visitas, Gabriela se encontró sobre la almohada una esquelita blanca, doblada en cuatro pliegues, en cuya parte superior estaba escrito su nombre. Al leerla la sorprendieron unos cuantos versos, tan torpes como apasionados. Algo que nunca hubiese sospechado en un temperamento tan aparentemente anodino como el de Enrique. Así fue como aquellos versos, a primera vista tan insignificantes, prendieron una pequeña llama en el corazón de Gabriela, que por primera vez en su vida entrevió la existencia de una nueva variable del amor, pues siempre se supo avocada al amor sensual, pero no al espiritual. Transcurrió aquella relación como una melodía cuyos primeros compases discurren de manera sutil y tímida, pero llegado un momento se desarrolla in crescendo, y la armonía roza cotas que enmudecen el corazón de quien la escucha-pues a veces, aunque no nos percatemos, el corazón pospone brevemente sus latidos, por respeto a la belleza. Por lo que una noche en la que había decidido prepararle a Enrique una velada especial, Gabriela se vistió con su batín de seda, con tan mala suerte que cuando corrió escaleras abajo para recibirle, se enganchó en el pasamanos de bronce, rasgándose al instante la delicada tela. De tal modo que aquella noche que iba a ser tan significativa para ellos, Enrique se la pasó consolando a Gabriela, y le prometió que no volvería a verla hasta que los frutos de su trabajo le permitieran restituirle aquel batín, que tan amargas lágrimas le estaba costando. Sin duda aquellas eran las últimas palabras que Gabriela deseaba escuchar, pero entre hipos y llantos, fue incapaz de explicarle a Enrique que si cumplía aquella promesa, con su empleo de pasante, tardarían por lo menos veinte años en volver a verse.
Transcurrieron las semanas sin noticia alguna de Enrique. Y un día por fin Gabriela se sintió morir de amor. Podía vérsela caminando por los pasillos, cabizbaja, como una golondrina que extravía la bandada en su camino hacia el sur, al llegar el otoño. Por eso cuando Madame Alberta fue a sus habitaciones aquella mañana, no pudo contener la congoja que por tanto tiempo ocultara. Y lloró, no tanto por el batín o la posible cólera de Madame Alberta, sino por la ausencia prolongada del pasante Enrique.

A Madame Alberta le causó gran disgusto aquella historia a la que presentía funesto final, pues bien conocía el abigarrado carácter del cliente. Pero también ella había sido joven, y no podía evitar que se le reblandeciera el corazón ante el ingenuo amor que se había despertado en toda una profesional como Gabriela. Por otro lado también comprendía que para una joven de esa condición no había nada más peligroso que el citado sentimiento. Así que programó una charla concienzuda al respecto para los próximos días, y sin reproches se dispuso a dilucidar el modo de salir de aquel embrollo. Aquí de nuevo intervino la providencial Andrea quien-siendo astuta y observadora- no había dejado de estudiar a aquella cuya presencia pasaba desapercibida para la mayoría, pues tenía esa rara cualidad de algunos animales, que ante el peligro parecen mimetizarse con el entorno. El hecho es que Andrea se había fijado en que Elsa, a pesar de contar sólo con unos pocos vestidos y de la dureza de la clase de labores a la que estaba destinada, no presentaba en sus ropas ni rasgaduras, ni agujeros. Sólo observando con precisión, pudo percibir que los vestidos, si bien no habían escapado sanos y salvos a las circunstancias, sí que habían sido finamente reparados. Incluso con maestría. Así dedujo que Elsa, como muchas otras jóvenes de la alta burguesía, había dedicado sus horas a aburrirse y a zurcir, mostrando en ello una extraordinaria habilidad. Madame Alberta razonó que nada tenían que perder, por lo que sin más preámbulos-pues ya el tiempo implacable se les echaba encima-Elsa comenzó a remendar el exquisito batín, con sus hermosas manos temblorosas. Paulatinamente, a medida que la aguja avanzaba, Elsa dejó de sentirse la presa de aquellas águilas que en torno a ella revoloteaban, y efectuó tal tarea con el inmenso placer que siempre le causaba. De tal suerte que todo rastro de herida desapareció de la tela, a excepción de una delgada y difusa cicatriz. Apenas una silueta. Y todas se felicitaron al pensar que al cliente-como hombre que era-aquella circunstancia le pasaría totalmente desapercibida.

Gabriela sintió que con la última puntada de Elsa, la herida de su corazón se cerraba, la sangre dejó de correr a borbotones, y los latidos recobraron su ritmo habitual. Recordó su deber y condición en el mundo, y sin más dilación se dispuso a prepararse para el arribo del cliente. Pensó que el que Elsa empleaba no era un hilo corriente, sino uno mágico, que a la par que restauraba telas, también restauraba las heridas del alma.

A partir de aquel día la posición de Elsa cambió en la casa. Ya nunca más se le encomendaron labores domésticas, pues en una casa con tantas jóvenes los incidentes con la ropa eran cosa habitual. Por lo que se dedicó exclusivamente a las tareas de reparación y mantenimiento del vestuario. Resultando que finalmente también tenía un excepcional talento para ornar aquellos vestidos que, o pasados de moda, o cansadas de su uso, habían sido relegados al fondo de los armarios. Elsa, utilizando telas sobrantes o algunas otras que con sus ahorros compraban las muchachas, los hacía aparecer nuevos y a la última. Madame Alberta se preguntaba cómo una joven de familia tan católica y que vestía siempre de gris, podía tener tanto talento para combinar los colores, y para esculpir escotes en cuyo interior los senos semejaban a la sazón más turgentes.

Por fin un día, mientras cosía, Elsa sintió sus faldas humedecidas, y pronto convulsionaron su rostro los primeros dolores del parto. Parió con una facilidad asombrosa en un ser de tan enjutas caderas y tan menguada fortaleza física. Madame Alberta suspiro aliviada pues había temido que aquella frágil muchacha no sobreviviría al parto. Más asombroso fue contemplar al hermoso y rollizo niño de cabellos rubios, que asomó gimiendo completamente cubierto de churretes de sangre. Elsa insistió en llamarle Aníbal, por lo que algunos sospecharon que así debía llamarse aquel progenitor al que insistía en mantener en el anonimato.


Pasaron los meses y el pequeño Aníbal crecía libre y alegre como un pájaro. Elsa permanecía la mayor parte del día zurciendo, así que las muchachas, quienes disponían de mucho tiempo para permanecer ociosas, se disputaban la tarea de mimarle. Debió ser aquella primera infancia muy hermosa. Rodeado de bellos rostros de mujer, cada uno con una sonrisa prendida en los gruesos labios de carmín rojo. Seguramente a Aníbal le conquistó el sueño en infinidad de regazos, y sus mejillas se hartaron de coleccionar cuantos tactos y formas se pueden catalogar en unos senos. Era de naturaleza curiosa, así que cuando comenzó a andar no dudó en deslizarse por aquel laberinto de pasillos, que conducían a las mitológicas guaridas de las lobas. Modo cariñoso con el que, con los años, comenzó a referirse a aquellas mujeres, pues eran territoriales e intuitivas, su dominio era el de la noche, y daban muestras de la más espontánea ternura y generosidad. Aquí sería necesario añadir que, como hasta bien entrada la adolescencia no trató con otras jóvenes, confundió este comportamiento con la verdadera naturaleza de la mujer, y- siempre según mis conclusiones- todos sus amores futuros estarían marcados por la búsqueda, infructuosa y desesperada, de la encarnación de estas cualidades en cada mujer a la que se sentía predispuesto a amar.

Elsa se esforzó en infundirle el temor a dios y enseñarle los preceptos de la santa madre iglesia. Es evidente que estas dos cosas eran completamente contrapuestas al clima reinante en la casa, pero en su mente infantil ambos ambientes se amalgamaban. Apenas distinguía la diferencia existente entre las velas de sebo que ardían ante el altar de la iglesia, y la luz parpadeante de los farolillos chinos que adornaban el salón principal.

Los habituales de la casa pronto se acostumbraron a aquella presencia de cabellos rubios merodeando por los corredores. Por otra parte, teniendo en cuenta la estética imperante en estos lupanares, no podemos evitar preguntarnos como un niño de tan corta edad vagaba sin temor por los pasillos en penumbra, solamente iluminados por lámparas de extravagantes tulipas, que debían arrojar contra las paredes una luz harto fantasmal. Quizás Aníbal permanecía las horas intentando descifrar los contornos de las sombras, porque, sin duda, estas compañeras de su infancia acabaron por engrosar las filas del nutrido imaginario que los años le vieron desplegar en sus lienzos. Y todo aquel mundo intensamente femenino y a la vez saturado de testosterona, fue fermentando en el joven Aníbal. Conformando la primera capa de sustrato y de la que durante más tiempo se alimentó su imaginación todavía imberbe.

Pasaron los años y Aníbal los contaba en función de las arrugas que se iban acumulando alrededor de los ojos de Madame Alberta, como si alguien hubiese inscrito en su piel las vivientes líneas de un reloj de sol. Del mismo modo Madame Alberta contaba el tiempo a través de los centímetros que Aníbal le iba ganando en altura, como si el niño estuviera enfrascado en una carrera de fondo contra ella.
Pero, hasta el día en el que Elsa enloqueció, no sintió que se había vuelto vieja.