Para mi Andre, pues ya hace tiempo que le debía esta historia, y hoy, aprovechando que es su día se la acercó deseándole toda la felicidad. Te quiero!!
El sonido de la lluvia tras la puerta abierta se amalgamaba
al burbujeo del agua hirviendo en la cacerola. La joven había dejado que su
pensamiento bullera inconsistentemente, como un pececillo bailando al compás de
las pequeñas olas, mientras aguardaba el momento de retirar la pasta. Uno de
sus rizos negros caracoleó hasta su oreja derecha, ovillándose en el pabellón.
El leve cosquilleo la devolvió de nuevo a la cocina, apercibiéndose en ese
instante de la tormenta que había estallado hacía unos diez minutos. Corrió
hacia la puerta donde ya una estrecha lengua de agua comenzaba a lamer el
embaldosado. La cerró, recreándose soñadora
en aquel aguacero que en oblicuas segaba unos cuantos rayos de sol, tan finos
como para escapar entre el tamiz de las
nubes. Pensó en espigas de luz derramándose sobre el asfalto, y con esa imagen
se decidió a ir a por el cubo y la fregona. Cuando ya daba la espalda a su balcón
escuchó un estruendo tras de si que la sobresaltó. Imaginó que se trataría de
un relámpago y recordó que debería apagar el fuego si no quería que la pasta se
pasara. Rápidamente sacó la cacerola del hornillo y escurrió el agua. Separó
los espagueti en un recipiente, y lo tapó para que no se enfriasen. Desconocía la
razón, pero la pequeña nube de vapor que se iba desdibujando enfrente suya le
hizo pensar en Diego. Enseguida la manoteó como si aquel gesto pudiese aniquilar
cualquier pensamiento melancólico. De todos modos aquello era propio de las
tardes de lluvia, en las que nos sobreviene el deseo de refugiarnos bajo el
paraguas plegable de nuestro pasado. Rápidamente se dirigió hacia al armario y,
esta vez sí, se armó del cubo y la fregona. Pero a través de la puerta
acristalada del balcón vio algo que llamó su atención, con lo que de nuevo
olvidó por completo su cometido. Algo que contradecía el sonido de la lluvia que
persistente golpeaba las ventanas, casi hasta negarlo por completo. Allí,
detrás de la puerta, en su pequeño balcón, todo lucía radiante e iluminado, como
si unas manos hubiesen recortado un trocito de cielo primaveral y lo sujetaran
amorosamente sobre él. De tal modo que las pocas plantasque tan solo unos instantes antes se
distribuían tristes, mustias y despojadas de hojas en unas cuantas macetas-y que
permanecían abandonadas a su suerte desde la partida del anterior inquilino-,
aparecían ahora vibrantes, copiosas y florecidas. En cuanto salió por la puerta
tropezó con un objeto que se hallaba en el suelo, pero agarrándose
oportunamente a la manilla evitó la caída. Se incorporó tratando de identificar
aquello que yacía sobre el embaldosado y establecer los motivos por los cuales se
hallaba en su balcón. Lo que había sucedido, a pesar de su carácter
extraordinario, no era sino un hecho de explicación bastante simple. Un joven e
inexperto arco iris, que en aquella tarde había lucido por primera vez sobre el
cielo, se había resbalado entre la lluvia, cayendo estrepitosamente a su balcón,
emitiendo el sonido que anteriormente la
había sobresaltado.
A pesar de lo insólito de aquel suceso, la muchacha
reaccionó con calma. Lo primero que hizo fue intentar descartar que aquello no
se tratase de la mera alucinación de un carácter con cierta predisposición a los sueños de vigilia. Para ello acercó con
precaución su dedo índice al palpitante arco iris que todavía permanecía recostado.
Enseguida una sensación de calor se propagó desde la yema de su dedo hasta su
muñeca, y algo con la apariencia de una mariposa de luz se desprendió de su
mano emprendiendo elvuelo, hasta que
como una vaharada de color desapareció en el aire. Una sonrisa se restregó
perezosa en la boca de la muchacha. Al
fin y al cabo se trataba sencillamente de un inofensivo arco iris, que a juzgar
por sus temblores parecía más asustado que ella. Sujetándolo trató de que se
incorporara, pero a este gesto reaccionó ovillándose todavía más sobre si
mismo. Se aventuró a acariciarlo, lentamente, deslizando la mano a través del
lomo de siete colores. Una corriente se desplazó sobre su piel, y el arco iris
emitió un sonido placentero que le recordó al ronroneo de los gatos. Entonces comenzó
a moverse, y arrastrando su vientre sinuoso como una serpiente, dibujó un lazo
alrededor de sus tobillos, a la manera perezosa y acuciante de los felinos,
para luego, como si se hubiese empeñado en imitar fielmente el comportamiento
de estos animales, subirse grácil a la barandilla, y, con el porte sereno y
majestuoso de una esfinge, se recostó sobre ella. En ese momento el cielo
pareció acabar de desentumecerse, y un sol de cara lavada se posó sobre la
cabeza del arco iris, brillando su piel de colores como las escamas de un pez.
En los días sucesivos no llovió sobre la ciudad. El cielo
continuaba limpio, sólo de vez en cuando blancas anacronías de nubes moteaban su monotonía azul. Parecía que sin lluvia
el arco iris era incapaz de encontrar la escalera que lo restituyera a las
alturas. Junto con la muchacha pasaba las horas entre las flores, escuchando
algo de jazz, o recitando cuanto poema encontraban buceando en internet que
hablara de lluvia. Hemos de precisar que la que recitaba era la joven, puesto
que el arco iris se comunicaba, no con palabras, sino a través de sus colores,
que iban variando de intensidad según su estado de ánimo. A veces el arco iris
se sentía melancólico, o esto es lo que ella presentía, puesto que en esos
momentos parecía que la gama retrocedía una tonalidad. En otras, cuando
pensativa le daba unos intermitentes golpecitos con los nudillos, o deslizaba
la inconsciente mano por su espalda, la franja roja parecía incendiarse, como
si aquel gesto lo hubiera ruborizado. Siempre que la muchacha regresaba del
trabajo, trataba de pasarse por una floristería que quedaba de camino, por mor de llevarle alguna nueva planrta. Así el balcón se fue llenando del naranja
efervescente del Cosmos, el desvaído violeta de la Lavanda, la aromática
blancura del Jazmín, o el gesto soleado de la Gazania. Cada nueva adquisición
era celebrada con un arquear de lomo del arco iris-siempre con aquel
encrespamiento de los gatos-al que enseguida se le veía retozando entre los
tallos y pétalos, y a cuyo tacto parecían elevar el color. Así transcurrió el
tiempo hasta que una tarde, cuando regresaba a casa absorta en el ejemplar de
Echeveria que llevaba entre sus brazos, sintió caer sobre su nariz la primera
gota de lluvia en mucho tiempo. Apresuró el paso a rastras de un
presentimiento. Y cuando ya en carrera se precipitó hacia su balcón, vio que
tal y como temía, el arco iris no la esperaba, como era su costumbre, sobre la
alfombra-no sabía decir la razón, pero había puesto una alfombra sobre el
embaldosado, pensando que le resultaría más cómodo-sino que ya ocupaba su posición
natural en el cielo, al abrazo de unos tibios rayos de sol y la piel de la lluvia.
Y allí aguardó hasta que lentamente se difuminó en el cielo, no sin que antes
ella dejara de advertir un ligero respingo en el lomo electrizante, como el
agitar del pañuelo blanco de una despedida. Desde aquel encuentro el arco iris
adquirió la costumbre de posarse en su balcón los días de lluvia y retozar, tal
y como le placía hacer, entre las flores, que ella conserva siempre radiantes,
erguidas, magníficas. No sabría decir si porque, en cierto modo, las siente
como un faro para que el arco iris no equivoque el camino en los días de
lluvia, o simplemente porque en su cuidado haya un delicioso placer. Lo que sí
sabe es que ya nunca la invade aquella melancolía de los días de lluvia. Quizás
porque por fin ha entendido que su balcón es ese tesoro al final del arco iris…