El niño es polizón del sueño.
En la noche sale de su escondite
y escudriña el cielo buscando
la constelación que desvele el secreto del mar.
Desenfundar la sábana de agua
y desposeer al miedo.
La urgencia de un corazón que bate sus alas de colibrí.
El niño descuartiza palabras
y descubre que en ellas
sólo late el silencio chorreando sangre.
Al quebrarse la pintura nieva sobre el parquet,
lo hace en pequeñas lascas
y no en estrellas de las que se dice no hay dos iguales.
El ladrillo es consistente y grita cuando horadan su carne,
aunque intente amordazarlo con su mano libre.
El padre se lo lleva a rastras, tironeándole del brazo,
y encierra sus herramientas bajo llave.
El niño llora inconsolable porque no puede socorrer
al león que ruge en la tubería,
y teme que acabe por morir de hambre y sed.
En días sucesivos ausculta pacientemente
con la oreja pegada a la pared.
Sólo puede distinguir su respiración acompasada.
El león permanece
dormido.
Cada tarde al regresar de la escuela
consigue que la abuela se pare frente a la obra.
Le gusta ver los esqueletos,
su evolución,
cómo lentamente se recubren las rótulas de carne.
Cuando las cuencas, hoy vacías, de los innumerables ojos
comiencen a reflejar las nubes,
el edificio estará vivo.
Por encima de todo lo hipnotiza la marcha lenta
de las hormigoneras amarillas,
las enormes grúas que como viejos saurios
elevan sus cabezas sobre la ciudad.
Canta la beatitud del rayo de sol
el canario en su jaula.
Mientras su abuela pone la mesa en el comedor,
el niño, a hurtadillas, abre la cancilla.
Ha decidido liberarlo,
observar su vuelo a través de la ventana,
pero el enjambre de plumas revolviéndose en sus manos
lo detiene,
y con el gesto inclemente del dios
toma un lápiz que remolonea sobre el cuaderno
de su hermano,
y le traza un silencio en el pentagrama del pecho.
El aire vibra con la distensión
de la cuerda de una guitarra al romperse.
El grito de su abuela le acuchilla los párpados.
En su puño sólo late el silencio chorreando sangre.