Imagen sustraída de la red
Ellos eran dos siluetas caminando por el Parque Güell. Dos siluetas de luna menguante, casi escuálidas. El amor les había dejado apenas los huesos y la piel, la cual era el espacio imprescindible para amarse. A veces, las dos lunas menguantes se juntaban para formar una silueta de luna llena, temblorosa y oscura, recortándose en la gravilla. Compartían la sensación de ir deslizándose, lentamente, por entre las imágenes de un sueño. Era Septiembre, y en la tarde de su llegada-tan solo unas horas antes- un tornado se había ahuecado en el corazón de Barcelona. Ella se preguntó acerca de los tesoros que el tornado se habría llevado en su mochila. Seguro que flores y hojas también. Quizás el vuelo de algún pájaro. La cáscara vacía de un beso. El llanto de alguna ruptura. Desconocía la razón, pero se imaginó al tornado aspirando todas las estrellas del cielo. Pero no era posible, aquello había sucedido durante el día. El tornado a su paso había dejado un calor sofocante. Peor era lo de Nueva Orleans, que en aquellos momentos permanecía sumergida bajo las aguas. “Nueva Atlántida”, pensó soñadora, casi en un susurro. En la corte de Francia el ducado de Orleans solía corresponder al hermano del rey, aquél más inmediato al trono. Éste recibía de sus súbditos el tratamiento honorífico de “Monseuir”. Su esposa recibía el de “Madame”, aunque este también era un título que podía atribuírsele a la hija del monarca. Se preguntó en qué momento histórico este tratamiento habría pasado de la realeza al pueblo. Cuándo comenzó a “popularizarse”. Quizás tuviera algo que ver con la revolución francesa. Aunque, según creía recordar, en aquella época solían utilizarse los términos “ciudadano”, y “ciudadana”. Incluso para escarnio de Luis XVI, durante su periodo de reclusión antes de ser ajusticiado, se dirigían a él como “ciudadano Capeto”. En referencia a Hugo Capeto, el primero de sus antepasados en ser rey de Francia, no nacido de linaje real, y del que descienden tanto la dinastía de los Valois como la de los Borbones. Quizás algún día Juan Carlos I de España acabaría por ser designado como Juan Carlos Capeto. Aunque aquello parecía improbable…
Entonces sintió como unos brazos la arrancaban de su ensueño.
-Mira, ven-dijo él-Una chumbera.
Ella se dejó conducir, un tanto titubeante, como si el suelo fuese una superficie esponjosa y dúctil, en la que corriera el riesgo de hundirse. Si no los disciplinaba sus pies tenían la costumbre de encaminarse como los de una torpe miope. Enseguida se encontraron al pie de la chumbera, cuyas ramas florecían de higos. Sin apenas disimulo él comenzó a arrancarlos del árbol, y a ofrecérselos.
-Pero ¿qué haces? Nos llamarán la atención...-le advirtió ella
-No te preocupes, nadie nos mira-contestó sonriente
Era cierto. A su alrededor sólo había unos cuantos turistas japoneses que daban la sensación de ver la vida a través del objetivo de una cámara. Cuando reunieron la cantidad suficiente de higos, corrieron a las escaleras, y se sentaron a la vera del dragón. Sus ojos perseguían las formas que iban dibujando los mosaicos, y que en la cercanía perdían la homogeneidad y consistencia que le otorgaba la distancia. Y de modo paralelo sus dientes se hincaban en la pulpa de los higos, cuya amalgama de sabores se iba descomponiendo en el paladar. Las pequeñas y punzantes espinas que cubrían su superficie se les clavaban en los dedos, y en la palma de la mano. Pero tampoco importaba, pues-como él dijo- los grandes placeres siempre exigen de una retribución. Y de este modo el sol siguió deslizándose hacia el oeste. Allí, donde ellos vivían, todavía no habría anochecido. Observaron felices como un paño de sombras iba cubriendo lentamente aquella ciudad, para ellos, todavía misteriosa y casi desconocida. Se levantaron, y sin prisas, se encaminaron a callejear lo oscuro, y a levantar el paño donde ellos desearan enfrentar desnudez…
La noche transcurrió tan apacible como un ronroneo. Apenas dejaron la calle para cenar sushi en un japonés, y tomar una copa. Sus cuerpos penetraban en el trazado con familiaridad, abrazados. A ella le molestaron los zapatos, por lo que él se descalzó, y le conminó a que tomara sus sandalias. Se desorientaron , y no les quedó más remedio que preguntar, a la primera mujer que encontraron, cómo dirigirse a la pensión.
-Uy!- se desesperó la desconocida-Eso queda muy lejos. Será mejor que toméis el metro, o un taxi.
Ellos sonrieron, y la mujer se encogió de hombros. “Enamorados….locos, al fin y al cabo padecen parecida enfermedad”, eran las palabras esbozadas con aquel gesto. Sin embargo a ellos aquella ciudad tan llana les parecía tan “paseable”, tan fácil de caminar, en contraste con la ciudad en la que vivían, toda conformada de cuestas, que no creyeron necesario rendirse a otro medio de locomoción que sus propios pasos.
Continuaron caminando envueltos en ráfagas de besos. Música de suspiros, gemidos, componían la banda sonora de la noche. Tan solo el deseo los acuciaba, de lo contrario se hubiesen abandonado a aquellas calles. Más pronto de lo pensado tropezaron con la puerta de la pensión. Ahora sí con prisas, subieron las escaleras, y saludaron armoniosamente al encargado que parecía aburrirse al pie del arcaico mostrador. Entraron ansiosos en la habitación y comenzaron a desnudarse. La suya sí era una desnudez integral. La ciudad nunca acabaría de desnudarse del todo. Prolongaron en sus cuerpos las avenidas, las luces, los balcones de los edificios. Sus cielos no parecían disponer de límites. Sus abismos tampoco. Al acariciarse sentían el ardor de las espinas de los higos que ahora moraban en las yemas de sus dedos. Se deslizaban sobre las pieles en forma de dragones, y misteriosos mosaicos. Ahora ellos eran el Parque Güell. Ella recordó sus palabras de la tarde: los grandes placeres siempre exigen retribución. Aquellas eran las espinas del amor. Quizás algún día fueran sus añicos. Sacudió este pensamiento como si fuera una mosca, que en su huída acabó por estrellarse en el cristal del orgasmo…