Imagen sustraída de la red. Desconozco el autor
Las gotas de lluvia golpeando su cuerpo, rítmicas. Debido a la proximidad de la farola parecía como si el cielo se estuviese desmenuzando en pequeñas luces. El pelo le caía lánguido sobre la cara, y rozaba sus labios. Pero ella no lo apartó. Ahora le sorprendía pensarse como un ser dotado de vida. Su gesto parecía atrapado en el silencio. Los faros de los coches deslizaban sus haces por la acera, segándola por las rodillas. Ella caería como un tallo vacío, una vaina seca sin una mísera lágrima dentro. Con gusto escupiría al rostro de la vida. Allí estaba con las ropas pegadas al cuerpo. Los pezones atentos bajo la fina camiseta. Había salido de casa sin la gabardina. Apenas un pantalón de chándal viejo, y unas zapatillas de sus tiempos de la universidad. Había tenido la necesidad de huir de aquellas cuatro pareces que se erguían sobre ella hacia el infinito, como si continuaran ahondando su propio agujero. Se dijo que si continuaba allí habría de morir. Y no es tanto que eso le importara: morir desangrada por un agujero invisible. Hacía tiempo que ella se había convertido en una de esas mujeres agujereadas, y no importaba a donde fuere o lo que hubiera de hacer. Cualquier situación, cualquier encuentro, era absorbido por la materia de aquel agujero, donde todo movimiento era inútil y finalmente destruido. Quizás lo que la había arrojado a la calle era puro instinto de conservación. Se imaginaba que aquel era su último parapeto. Lo único que impedía que se echara encima de ese coche que se acercaba a una velocidad mayor que el resto. Su instinto de conservación le había dicho al oído que quería sentir la lluvia. Aquel, según recordaba, era su primer deseo en mucho tiempo. Y ahora, estaba allí, inmóvil, como único signo de vida aquel temblor de frío que la recorría con los dedos ávidos y los pezones que sentía duros, casi dolorosos, bajo la camisa.
De repente se percató de que el agua había dejado de golpear con los nudillos su cabeza. La luz ya no caía sobre ella, como si alguien hubiera recortado la aureola que arrojaba la farola. Miró hacia arriba y sólo vio una oscuridad circular. Pensó que era un vórtice, que tiraba de ella. “Ahora sí-se dijo-Ahora sí que la muerte viene a por mí”. Se giró hacia su derecha y vio a un hombre. Su mente se relajó un instante. Aquel hombre desconocido sostenía un paraguas negro sobre su cabeza. Le pareció mayor, casi anciano, pero todavía conservaba el cuerpo recio, el porte, la firmeza. Tanto en su juventud como en su madurez su presencia no podía haber pasado desapercibida. Bajo aquella oscuridad intuyó que su piel estaba curtida por el mar. Se imaginó que había sido marinero, pues sus ojos, permanecían perdidos al frente, como tratando de escudriñar el horizonte. “La costumbre de enfrentarse a la inmensidad del mar-se dijo”. Examinándolo detenidamente se percató de que, bajo la gabardina, llevaba ropas de andar por casa. Una bata, y algo que semajaba el pantalón de un pijama a cuadros sobresalía por encima de las katiuskas. Quizás la había visto en la calle, por alguna de aquellas ventanas de los edificios que la rodeaban, y había bajado a abrigarla. Su presencia era cálida, serena. Ella escuchaba el sonido de las gotas que con el peso se escurrían del paraguas, y se derramaban golpeando su hombro derecho, bajo la gabardina beige. A él aquello no parecía importare. Seguía mirando al frente. Ella se preguntó si los ancianos cuando miran al frente estarán en realidad mirando al pasado. De repente, sin previo aviso, el anciano, con voz pausada y áspera de fumador, se puso a hablar:
-Yo una vez tuve una nieta, ahora tendría tu edad. Cuando era pequeña solía contarle que unas manos invisibles ordeñan las nubes, y que por eso llueve. Luego las nubes, desprendido el peso del agua, se sienten más ligeras para regresar a sus casas.
Ella pensó que alguna vez, hacía mucho tiempo, alguien le había contado aquella historia.
-Yo una vez tuve un abuelo-dijo ella. Continuaron contemplando la caída de la lluvia, entre tranquilos y maravillados, como quien contempla los movimientos migratorios de los pájaros. “Cuánta sabiduría hay en el ciclo de la lluvia-pensó ella-Continuamente se renueva.”
Ahora, como el paraguas mitigaba la luz de la farola, parecía que en vez de agua llovía noche. Algo en su interior comenzó a tararear una canción. Se percató de que hacía demasiado tiempo que en ella nada cantaba. No recordaba cuándo había sido la última vez en que se había sentido tan próxima a alguien. Y aquella presencia-su calor, su acompasado respirar, su silencio, su olor como a colonia para niños,-matizaba los bordes de su agujero, que por un momento le resultó menos inminente y profundo. Y el acto de aquel anciano que quizás la vio desde su ventana, y que no había dudado en bajar a la calle-en una noche que al cielo parecía habérsele desgarrado el forro- paraguas en mano, y abrigar a una completa desconocida que-siendo francos-no debía presentar muy buen aspecto, le pareció el primer acto de amor que había, no sólo recibido, sino también presenciado en mucho tiempo. Y entonces la calidez del amor consiguió llenar su agujero, frío y harapiento, con un líquido, y vio como sobre él flotaba en barco, en cuya cubierta se erguía un hombre con los mismos rasgos de aquel anciano, pero más joven y vigoroso, oteando con unos enormes y hambrientos ojos la inmensidad del mar. Cuando regresó de sus pensamientos y miró hacia su derecha para atisbar con calma el rostro tranquilo del anciano, comprobó que ya no estaba, y con él también la lluvia se había marchado.
Enseguida decidió regresar a casa. Se sentía confortada, y le parecía que en su interior bullía de nuevo la calidez de la vida. Aceptó la inminencia de que el amor tiene infinitas formas de presentarse, y que su sola existencia nos transforma.
Al día siguiente, tras haber comprado unos bombones en el supermercado, decidió acudir a la calle donde se encontraba aquella farola, e investigar el domicilio del anciano. Simplemente quería darle las gracias, y comprobar que estaba bien. Preguntó puerta por puerta. La mayoría de la gente era amable, sin embargo había algún otro que le hacía ver ostensiblemente el modo en que le incomodaba su presencia. A ella poco le importó, pues aquella mañana se encontraba de muy buen humor. Por fin, cerca del mediodía, una señora, con el rostro un tanto sombrío, le señaló que el hombre al que buscaba vivía en el edificio de enfrente, pero no sabía exactamente en qué piso. Cuando se encontró en la primera planta, vio que una de las viviendas tenía la puerta abierta, y gran número de gente permanecía en silencio en el corredor. Casi todos vestían ropas oscuras y los mismos rostros sombríos que la mujer que le había facilitado las señas del anciano. Quizás el hecho de haberse encontrado la puerta abierta la empujó a atravesarla. Las gentes se volvieron hacia ella y se la quedaron mirando. Enseguida se arrepintió de estar allí, pero por alguna razón continuó avanzando por el pasillo, hasta que se encontró en una habitación, iluminada con una luz que no le pareció natural. Pronto se percató de que unos cirios encendidos le daban aquella luminosidad más propia de un sueño. Las sombras de sus llamas temblaban distorsionadas sobre la pared. Las corrientes de aire que atravesaban la habitación las hacían crecer o menguar. Vio su propia sombra reptando hacia el techo, y detenerse de repente, como si se hubiese convencido de que aquello que deseaba alcanzar era definitivamente inalcanzable. En el centro de la habitación había un ataúd. No hubiese sido necesario que siguiese avanzando para adivinar que en aquel ataúd reposaba el cuerpo del anciano que tan amablemente la había resguardado de la lluvia la noche anterior. Aun así se acercó hasta él y estuvo contemplándolo durante un buen rato. Tenía la misma quietud que en él había observado entonces, y no le pareció que la muerte le hubiese dado un aspecto más rígido. Sus rasgos continuaban siendo reconfortantes. Se preguntó si dentro de los párpados cerrados los ojos permanecerían fijos en el horizonte. Por las conversaciones que pudo escuchar a su alrededor el anciano habría fallecido alrededor de la hora en que había tenido lugar su encuentro. A ella aquello no la asustó, ni le pareció fuera de lugar. Tampoco la asustaron las fotos que pudo ver esparcidas por la casa, en las que se veía al anciano todavía joven, robusto, firme, con el rostro curtido por el sol, y una expresión soñadora en los ojos, sobre la cubierta de un barco, tal y como ella se lo había imaginado. Ni la sorprendió encontrar entre ellas una foto de la boda de sus propios padres. Ni otra desde la que el anciano sonreía, acompañado por una niña que compartía, exceptuando las diferencias derivadas de la edad, su mismo rostro. Para ella lo importante era que ambos parecían felices, y que el agujero de su pecho había dejado de sangrar. Sentía que en su lugar había un hilo invisible, que tiraba de ella hacia los seres y las cosas. Que tiraba de ella hacia la vida. Como había dicho la noche anterior, ella una vez había tenido un abuelo. Y, en ese momento, la vaina seca rompió a llorar.