"Paseo a la luz de la luna" Vincent Van Gogh
Un día, al candor de la luna, vio como florecía un espíritu en uno de los árboles del jardín. Era aquel un espíritu de rostro extremadamente pálido, y ojos remolino. Al mirarlos uno sentía como algo tiraba de él hacia el fondo de las aguas.
Todo esto lo supo después, cuando salió en la noche, sin más compañía que las sombras, a cerciorarse de lo que había visto desde la ventana.
No sabría decir qué la despertó del sueño. Pero de pronto algo, como una mano, la devolvió a la vigilia. Se dio cuenta de que aquella noche se había olvidado de bajar la persiana. En la ventana gravitaba la luna. No vio estrellas y le pareció que el cielo había cerrado sus párpados. “Es el cielo un animal con infinitos ojos”-pensó absurdamente. “Seguramente sea omnisciente…Ocupa una posición tan privilegiada como para verlo todo. No es extraño que alguna vez le dé un descanso a sus ojos. Lo extraño es que el suyo no sea el rostro del horror, que nunca lo veamos llorar. ¿Cómo serán las lágrimas que brotan de unos ojos de estrella? Sin duda serán luminosas, como celestes luciérnagas…..”Esto pensaba mientras apoyaba las manos contra el cristal, para atisbar en la noche. Entonces fue como al amparo de la luna pudo ver al espíritu abriendo sus pétalos. Al salir al jardín y acercarse al árbol del que tan extraños frutos florecían, se percató de que el espíritu era todavía un brote tierno. En su rostro se dibujaba el espanto de lo recién arrojado al mundo. Había algo en su expresión que te hacía pensar en un bebé, aunque sin duda, se trataba del espíritu de un hombre adulto. Se estuvo mucho tiempo mirándolo. Hasta al amanecer, cuando con el nacimiento del sol, pudo ver como cuajaban en su piel las gotas del rocío. Justo antes de que el espíritu se desvaneciera.
La noche siguiente, en la endecha de la luna, de nuevo pudo ver al espíritu pendiendo del árbol. Volvió a salir para acercase a él. Se zambulló sin miedo en la angostura de sus ojos. “Los espíritus siempre tienen el rostro afligido”, pensó. Pero aquella tristeza la calaba, como el fragor dulce de una lluvia. Sintió un enorme deseo de tomar su cara con manos consoladoras. Pero todo el mundo sabe que un espíritu es un ser inmaterial. Siempre había pensado que estaría hecho de transparencias. Y a aquel lo definiría más bien como un ser translúcido. Por lo que no quiso evitar deslizar una caricia, lenta, desde la oreja hasta la salpicadura del mentón. Su tacto era tenue, corpuscular, como a punto de desintegrarse en miríadas de pequeños tactos. Él se solapó a su caricia como un gato.
-¿De dónde vienes espíritu?-Preguntó ella
-No puedo decírtelo…Sólo sé que soy al clamor de la luna. Un ínfimo ser desgajado de su brillo-contestó el espíritu con su voz fosforescente, toda hecha de vaho.
-Así parece, porque toda tu piel brilla como si estuvieras hecho de su misma materia…-miró al cielo y con los brazos en alto exclamó-¿Por qué ¡oh diosa! me envías este espíritu en la noche? ¿Por qué lo haces crecer de este árbol que nunca hasta antes había dado nada. Ni frutos, ni flores?- Pero por mucho que esperó no obtuvo respuesta.
De vez en cuando una brisa se avenía a acunar al espíritu, en su lecho de hojas. A pesar de aquellas formas de hombre, ella no dejaba de percibirlo infantil e indefenso. “¿A qué temen los espíritus? Sin duda no temerán a la muerte…” Le cantó una canción que había inventado siendo niña, cuando dormía al refugio de un campo de girasoles, cabizbajos y contritos en ausencia del sol.
-Es bonito eso que cantas-dijo el espíritu.-Pero yo nunca podré ver el espectro solar. Ni su disco alzándose en el trono del cielo. Eso me pone triste. Porque es en la presencia del sol cuando el mundo despierta. Cuando las flores se desperezan. Los pájaros se cuelgan del azul. Y las mujeres con sus vestidos de colores ornan los campos. En la noche todo es homogéneo, como un océano en el que han cesado de bailar las olas….
-Sí, es verdad…..Siempre se ha sabido que los espíritus no son seres diurnos. Y más tú, que eres hijo de la luna. Sólo los sueños habitan de colores la noche….
-Pero es inútil. Los espíritus no sueñan. Para soñar es necesario fluir, y sólo lo vivo fluye. Un espíritu es un ser inmutable. Excepto por ese vaivén de apariciones y desvanecimientos…
-Y antes, cuando te he acariciado ¿has sido capaz de sentir algo?
-He sentido el calor de la sangre agolpándose en tus dedos. Como si con cada uno de tus latidos cincelaras mi rostro, y lo vistieras de carne. Y ahora no puedo dejar de percibir pequeñas partículas de tu piel prendidas en él. Temo que sean efímeras como copos de nieve. Casi quiero pedirte que me acaricies de nuevo, antes de que se derritan…
Ella tomó su rostro con las manos, y alzándose en las puntas de sus pies, depositó un beso en la alta frente.
-Y ahora ¿qué sientes?
-Un círculo de fuego abrasándome la frente. Hasta el día de hoy he permanecido invariablemente en el frío. Me gusta este calor de llamas que titilan. Siento en mi frente el peso de una estrella…
-Me gustaría abrazarte, pero no puedo mientras permanezcas incrustado a esa rama.
-Sólo tienes que alzarte como hiciste antes, y desprenderla con tus manos de mi nuca
-Pero, ¿no te desvanecerás?....-temió ella
-No, mientras permanezca dentro del resplandor de la luna
Tal y como el espíritu le había pedido lo desprendió de la rama. En cuanto ambos estuvieron a la misma altura ella le abrazó, con todos los espacios de su cuerpo.
-Es asombros le susurró él. Por fin siento donde están los límites del ser de aire que soy. Y a la vez siento que por fin fluyo, y mi expando. Como si al conocer dónde acaba mi piel, me hubiese sido desvelado lo lejos que puedo llegar…
Mientras permanecieron abrazados, se agitaron, como presos del compás de algún baile. De tal suerte que en los movimientos de ese baile traspasaron la frontera del halo de la luna, y de inmediato el espíritu se desvaneció. Enseguida ella lo llevó de nuevo al resplandor. Pronto sus rasgos se dibujaron de nuevo.
Y allí, en el suelo, en un colchón que recortaba el halo de la luna, se acostaron, el uno junto al otro.
Yacieron juntos en una cópula sin sexo. Ella le inventó una piel con la suya, un olor tejido con su propio aroma, un sabor cuyo epicentro estaba en su propia lengua. Recorrió cada centímetro de aquel cuerpo de aire, con su aliento, sus labios, sus dientes…Y podía sentir como aquella masa sin peso y sin carne, se estremecía, y se ondulaba entre sus brazos, como cualquier humano.
Cada noche repitieron los encuentros. Ella se pasaba la noche tejiéndolo, para que el arribo del sol lo destejiese. Pero observó que a medida que se iban sucediendo las noches, la imagen se volvía más tenue. La voz emergía más lejana. Lo único que no cambiaba eran el estremecimiento y la ondulación que se producía en aquella materia, cuando ella lo tocaba.
Hasta que un día la luna ya no era más que un gajo de luz en el cielo. Ni siquiera eso. Tan solo el perfil de un gajo de luz….Casi no podía ni verlo, ni escucharlo. Por eso ella puso todo su ímpetu en tocarle. Porque sólo sentía su presencia, pura, en aquellas ondulaciones en el aire. Él se acercó al oído, y con apenas un hilo de voz le dijo:
-Mañana no podré volver, porque la luna se habrá ocultado el rostro con el velo del cielo. Lo peor de todo es que no sé cuando regresaré. Porque no hay muchas lunas capaces de hacer florecer espíritus de los árboles. Eso sí, cuando esto suceda, le suplicaré a mi madre que sea en tu jardín.
Con la llegada del amanecer se desvaneció del todo. Llevándose puesto en esa piel, que no era piel sino aire, el envés de sus lágrimas cuajadas junto a las gotas de rocío.
Cuando por fil arribó la siguiente luna, nada floreció en aquel árbol que nunca daba nada. Ni frutos, ni flores. Transcurrieron semanas, meses, años. Y la joven continuó esperando, hasta que un día conoció a un buen hombre, y se casó con él. Aun así sus ojos siempre estaban pendientes del cielo, y los ciclos lunares.
Y una noche sintió como una mano la arrancaba del sueño. Se incorporó, y aunque la persiana estaba cerrada, no necesitó mayor evidencia que la que anidaba en su pecho para abandonar el lecho y al hombre que dormitaba en él. Y mientras caminaba por el jardín, se complacía en mirar al suelo, demorando ese momento tan dulce, ese dolor tan placentero, previo al instante en el que levantara la cabeza, para encontrarse con el remolino de los ojos de aquel espíritu que abría sus pétalos al amparo de la luna. Florecido de una de las ramas de aquel árbol que nunca daba nada. Ni frutos, ni flores.