Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


miércoles, 30 de marzo de 2011

DELIRIO





Sentía un horrible dolor de cabeza. Allí, tumbada, con los ojos cerrados. Presentía la luz a mi alrededor como la promesa de una estocada. Y yo ya no traía yelmo, ni escudo. Me sabía desnuda, y en algún momento de la noche debió escurrírseme la sábana. Sentí un infantil pudor hacia la habitación. Traté de recordar…

La noche anterior, tras ahogarme en alcohol, él me trajo a cuestas hasta casa. Luego, en mi habitación, caballerosamente me había quitado los zapatos y los vaqueros. Cuando ya me creía dormida y arropada, antes de que saliera definitivamente por esa puerta, me alcé sobre la cama y terminé de arrancarme la ropa. “No te vayas-le dije-No me dejes pudrirme sola. No esta noche. Mañana será un buen día para comenzar a hacerlo”. Me miró con aquellos ojos satánicos. Hace tiempo que olvidé la letra del exorcismo que un día me enseñó mi abuela. También en algún momento de mi vida he extraviado el camino hacia aquel bosque, donde nacen las castañas de las brujas…. No hay antídoto para el amor. Lo sabía. Él también. “No te hagas esto princesa”, dijo mientras sus ojos se tornaban tristes. “Pues entonces ayúdame a morir. Ahógame la boca con los asfódelos de tus besos y espera a que caiga sobre mí la noche eterna”. Sin más se volvió, y se dirigió hacia la salida. “Tú tenías que ser mi caballero andante. Lo prometiste. ¿Quién me defenderá ahora de las hordas enemigas? ¿Quién?...”. Por única respuesta escuché el sonido de la puerta al cerrarse. Entonces mordí el polvo.

Durante toda la noche estuvo sonando el móvil. Sabía que era él, que no sería capaz de dormir tranquilo tras mis amenazas de matarme. Llamaba para confirmar que todavía seguía viva. Vano consuelo. Decidí no contestar para que sufriera un poco imaginando las ciento una maneras que podía escoger para suicidarme, que, cuidadosamente, una vez había anotado con buena letra en un cuaderno.

Al despertar temo la herida de la luz. La llegada de un nuevo día que me traiga tu ausencia. Siento los párpados tensos. Como a punto de reventar. ¿Y si a partir de este momento me convierto en un ser sin párpados?. Ya nunca jamás podré conciliar el sueño. Decido dejar pasar la luz por una pequeña rendija. Quema. Sobre todo quema la piel que ya no está. “Tan sólo en la oscuridad puedo atraer tu imagen hacia mí”. Tengo una gran experiencia en soliloquios. Puedo inventar las palabras que tú no dices. “Te quiero, pero a veces olvido. Ya no habrá más dragones en tu sueño”. “Ni tampoco demonios de las estepas. Prométemelo”, contesto. Enarbolar la bandera de una promesa… El pañuelo que llevas anudado en tu lanza está lleno de desgarrones por el uso. Me quedo dormida acodada en las gradas, observando la justa en la que vas perdiendo…

Por fin tras este último sueño consigo abrir los ojos. Los clamores del tambor todavía retumban en mi cabeza. Tengo el cuerpo entumecido y me cuesta horrores moverme. Es como si mis miembros continuaran dormidos, casi inertes. Noto un molesto picor en la nariz y trato de recuperar mi mano para rascarme. Algo me lo impide. Siento una soga alrededor del cuello de mi mano. Si hago fuerza tengo la sensación de que puede quebrarse. Levanto la cabeza y observo como mi cuerpo está inmovilizado por un sinfín de diminutas cuerda. “¡Ay no!-me digo-me he reencarnado en Gulliver en el país de Liliput”. Están tan tensas que a pesar de su tamaño no consigo moverlas. “Sólo es cuestión de tiempo que los soldados vengan a buscarme”, me digo ridículamente. Pero siento como si unos diminutos pies anduvieran sobre mi cuerpo. Alguien se pone a gritar en mi vagina. “Eco, ecooo..” Me hace cosquillas y por primera vez en mucho tiempo me río. “¿Qué haces estúpido? ¿No ves que eso no es una cueva?”, escucho que dice otra voz. Esos pasitos sobre mi piel me erizan el vello. Por un momento temo que se trate de una invasión de arañas velludas, y hasta me parece ver unas patitas negras que se aproximan hacia mi, y ya coronan la cumbre de mi seno derecho. Pienso en el asta de una bandera coronando mi pezón, y…..¡Ay! Es tan solo una “M”. Mayúscula. Me mira. No tiene ojos y me mira.
-Perdona por lo de antes-me dice-todas las “G” carecen de seso.
-¿Una “G” en mi vagina? Debe ser lo más cerca que he estado de hallar el famoso punto con ese nombre-respondo más que para la “M”, para mí misma.
-Te equivocas. No hay ningún punto que se llame “G”. Los puntos que yo conozco sencillamente se llaman puntos. Y si ese punto del que hablas es tan famoso, debería conocerlo-dice como si se dirigiera a un auditorio invisible.
-Olvídalo. No tiene importancia. ¿Podrías decirme que haces sobre mi pecho? Resulta un poco molesto.
-Perdona. Vengo de muy lejos y no conozco estas tierras. Me he adelantado para anunciar la visita de su majestad nuestra augusta letra “A” y el rey consorte la letra “B”.
“Que imaginación tan parca es la mía-me digo-. La A y la B son esposos..Vaya obviedad. Al menos parece que se trata de un régimen matriarcal…”
No bien acababa de pronunciar las anteriores palabras cuando se escuchó el sonido estruendoso de unas trompetas, y el grueso de lo que me pareció un ejército comenzó a asomar ordenadamente a la altura del ombligo. Pronto me percaté de que estaba allí el abecedario en pleno. Tanto minúsculas, como mayúsculas, negritas, e incluso no faltaban las cursivas. De pronto aquella masa compacta, como respondiendo a alguna señal acordada, que yo no pude percibir, se separó en dos hebras. Y por el centro vi asomar dos letras de porte majestuoso. Por supuesto se trataban de sus augustas majestades “A” y “B”, que en verdad tenían un aspecto regio. “A” me recordaba bastante a la Reina de Corazones de “Alicia en el País de las Maravillas”, y temí de un momento a otro escuchar su voz chillona pronunciando la conocida sentencia “Que le corten la cabeza”. Lamenté todavía más el tener la manos atadas, pues entendí que mi cuello necesitaba en aquellos momentos unas caricias tranquilizantes. Decidí esperar en silencio hasta que algunos de los dos consortes me dirigiese la palabra, pues es sabido que a los reyes no les gusta que le dirijan la palabra previamente a que ellos lo hagan.
-Y bien…?-dijo la reina “A”, dirigiéndome una mirada que encontré bastante veleidosa.
-Y bien…?-repitió el rey “B”
-Y bien…?-repetí yo un tanto intimidada. Los ojos de la reina me parecían capaces de prodigar centellas por doquier.
-¿Qué tienes que decir en tu favor, jovencita?-dijo recobrando la serenidad
-Pues…¿es necesario que llame a un abogado?-pregunté
-No digas tonterías. Sabes bien que venimos en son de paz-dijo-Hace tiempo que teníamos programada esta visita, pero el viaje es tan largo, y su majestad “B” es tan perezosa….
-Y a qué se debe tan grande honor hacia mi persona-había decidido que sería mejor para mi cuello seguirles el juego.
-Y aún lo pregunta!!!-dijo la reina y estalló en una sonora carcajada, a la que se unió el grueso de su séquito, como bien indican todos los libros de protocolo- ¿Acaso ignoras la grave falta que has cometido?
-¿Yooooo?-exclamé bastante sorprendida
-Ah! Mira que eres atolondrada, chiquilla. ¿Voy a tener que recordarte a ti, el olvido al que nos has condenado?
-¿Cómo?
-Tú antes componías bonitos poemas. Nos tratabas con mimo y nosotros gozábamos vistiendo la tinta de tus versos. Pero ahora, lo único que trazas son lamentos y amenazas.
-¿Qué puedo hacer, si es que amo, y el amor ahoga mi voz?
-Pero al principio escribiste hermosos cantos de aurora…
- En aquellos tiempos disfrutaba corriendo descalza sobre la hierba. Pero finalmente el amor me devolvió olvido ¿no es justo que os haya olvidado también yo a vosotras?
-Te equivocas, no es cuestión de justicia. Es simplemente cuestión de temas, y a nosotras el desamor nos parece un tema tan bueno como el amor.
-Siento contrariaros, pero me cuesta horrores escribir. Las palabras parecen haber abandonado mi pluma, para siempre.
-Sin embargo para escribir un decálogo enumerando ciento una maneras de matarte sí que tienes tinta….
-Ahí lo que utilicé es la tinta de la desesperación, pero en esa-ya os lo he dicho-he acabado por ahogarme.
-No te preocupes, para eso estamos nosotras aquí. Hemos decidido darte una oportunidad y para ello vamos a sacrificarnos. No se trata de una renuncia,sino un advenimiento.
-La verdad es que anoche debí beber demasiado, porque ahora no entiendo una palabra.
-No te preocupes, tú limítate a mantener tu boca abierta..
Me dispuse a obedecer, sintiendo con el rabillo del ojo que aquello todo era un sueño, y sólo era cuestión de dejarse llevar. Vi entonces como “A”, conducida gentilmente por “B”, se dirigió a mi cuello, escaló no sin esfuerzo el páramo de mi barbilla, y se aproximó a mi boca. Una vez allí, tras haber besado a “B” de un modo que me pareció demasiado fogoso para unos labios reales, se arrojó en pos de mi garganta, gritando “Jerónimooooo”, lo cual, dicho sea de paso, me pareció tan solo una excentricidad más de mi subconsciente. De inmediato “B”, imitó a “A”. Y no transcurrió mucho tiempo antes de que el resto del séquito se zambullera sin miedo en aquel océano negro. Yo las sentía, rodar, agitarse, tropezarse las unas con las otras. Me pareció que aquella debía ser una situación harto incómoda para los augustos consortes, que seguramente tendrían algún pie o mano arrimado a sus reales posaderas. Poco a poco las letras se iban arracimando, ocupando la totalidad de mi tráquea y la últimas ya se apilaban desde las amígdalas al velo del paladar. Comenzó a faltarme el aire, y traté de toser para expulsarlas, pero parecían agarrarse con sus pies y sus manos. Entonces supe que si no hacía nada por arrojarlas fuera, acabaría por morir asfixiada. Fue en ese momento cuando me desperté.


Aunque ya no estoy dentro del sueño, siento que el nudo sigue ahí. Es el amor que me atenaza el cuello. Me lo toco y me extraña no sentir esa rugosidad del lazo. Los peores nudos son los que no tienen ni forma, ni imagen. Si tienen forma se pueden desatar. Si tienen imagen siempre se puede comprar una goma de borrar. Recuerdo las palabras de la reina. El desamor es un tema tan bueno como el amor. Cojo mi cuaderno y arranco las hojas donde un día anoté las ciento una maneras de suicidarse. Comienzo a escribir todo lo que ha acontecido durante la noche. Ya no puedo parar. Dejo de ser una barca varada en la playa. Una pequeña lengua de mar se desliza sobre la arena, y comienza a lamerme las costuras. De vez en cuando me llevo la mano al cuello y me parece percibir que el nudo está un poquito más suelto. Quizás sólo un milímetro. Pero por un milímetro se empiezan a recorrer las grandes distancias.

martes, 29 de marzo de 2011

SUPLANTACIÓN

20 de Marzo

Hoy ha venido Elvirita a verte. Le he dicho que no estabas, que te habías ido unos días fuera por motivos de trabajo. Se me ha quedado mirando de un modo extraño. Como si tuviera algo que decirme. Pero al final se decidió por el silencio. Me ha parecido que una pena profunda arrasaba su mirada y temí que se echara a llorar. ¿Os ha pasado algo amor? Si es así, sabes que Elvira es tu amiga más antigua. Tú nunca te perdonarías echar por la borda tantos años de amistad. No te voy a pedir que me lo cuentes, pero…


17 de Mayo

Por fin, tras esta larga ausencia, ayer vi la silueta blanca del taxi dibujándose tras la ventana. En cuanto salí, soltaste las maletas y nos fundimos en un intenso abrazo, del que me resultó imposible desanudarme. Me sumergí en tus cabellos y pronto deseé ahogarme en su embriagador aroma. Olían a mar y a esas pequeñas alguitas verdes que flotan en la superficie, los días en los que está especialmente en calma y es un placer bañarse. Me gusta el modo en que se quedan pegadas a tu piel en cuanto regresas a la orilla, y como yo las voy arrancando, una a una, complaciente, dejando uno de mis besos para llenar cada hueco que clama en la piel vacía. Embriagado de mar, te llevé hasta al dormitorio y comencé a desnudarte, hundiéndome en el aroma de cada recoveco de tu cuerpo. “Tus senos huelen a nubes. Es así como supongo debe oler la piel de los ángeles” rujo en la caracola de tu oreja, como si ahora yo fuese las olas de ese mar que se rompe. Las manos te huelen a pan recién hecho, muerdo las palmas blandamente, como esponjosa miga que aplasto deliciosamente contra mi paladar. Y tu boca huele a crepúsculo, a las noches horadadas de estrellas en verano. De vez en cuando tu lengua cual perseida se escurre hasta la mía. Las axilas huelen a aventura, a viajes por tierras desconocidas, las lamo como a las arenas del desierto y se me meten en los ojos como si nos tanteáramos en plena tormenta. Pero de todos esos olores me quedo con el de tu sexo, que huele a tierra, a raíz, a savia. A placenta, a cobijo, a calidez. Y me quedo allí a salvo del mundo. Olvidando que cuando no estás lo primero que pierdo de ti es tu olor. Y que hoy por fin, lo reconstruyes para mí en el cuarto oscuro....

18 de Mayo

Esta mañana supuse que estabas cansada del viaje y he preferido que durmieras hasta tarde, mientras yo hacía la comida. Elaboré todos tus platos favoritos y después disfruté observando como los saboreabas con delectación. Intercalando exclamaciones y ronroneos a cada mordisco. Al atardecer te preparé la bañera. Estuve rasurando tus axilas, y el sedoso vello rubio espolvoreado por tus piernas. Mientras tú, como en los viejos tiempos, leías en voz alta los maravillosos relatos de “Las mil y una noches” en una edición ilustrada que me habías regalado cuando comenzamos a vivir juntos. Con mimo, enjaboné tu cuerpo como si lo fuera cincelando con la esponja. Después lo aclaré con agua tibia. Al acabar te pusiste triste y me dijiste que querías seguir leyendo para siempre. Pues por alguna extraña locura temías que si dejabas de leer a la mañana siguiente estarías muerta. Me eché a reir para tranquilizarte y te dije que ni yo era el sultán Shahriar, y nunca me había sentido en tan perfecta comunión con nadie...


19 de Agosto

Día de resaca. Anoche nos fuimos a cenar y a tomar unas copas. Tú querías resarcirme de tus más que frecuentes viajes y todas las horas que pasas en la oficina. En demasiadas ocasiones, cuando tu llegas, yo ya estoy en cama, con el gato acurrucado entre las piernas, fingiendo que duermo, porque sé que inevitablemente tu cansancio y mi frustración arribarán en una discusión. Así que me has invitado a uno de esos restaurantes encantadores, pero yo no he podido evitar vivirlo como una banal compensación. Durante toda la cena he sentido el veneno que me subía a la boca y lo eructaba entre sorbo y sorbo de vino. Después he insistido en ir a tomar unas copas. A medida que aumentaba mi estado de ebriedad, veía como tu rostro se desdibujaba. Pero yo, cuanto más se difuminaban tus rasgos, más bebía. Hasta que desapareciste y Juan, detrás de la barra me dijo que ya no me servía más copas, y se ofreció a llevarme hasta casa...


23 de Septiembre

Aquí estoy, borracho un día más. Tratando de fundirme con la pared. Tus prolongadas ausencias me sumergen más y más en el infierno. Ha venido Elvira y me ha reprochado mi estado. Dice que me boicoteo. Que yo mismo me conduzco por esta senda de autodestrucción. Y después-no te lo podrás creer-¿sabes lo qué ha hecho?.... No debería decírtelo porque es tu amiga. Tu amiga más antigua. Pero me parece tan indigno…Pues…Ha tratado de besarme. Por supuesto yo la he rechazado y le he echado en cara que haya sido capaz de hacerle esto a su mejor amiga. Y entonces, la muy…….me ha espetado que estás muerta. Que hace más de un año que has muerto de un derrame cerebral. ¿Crees que puede haber mente más obscena que la que se inventa esa mentira para seducir a un hombre? No sé como podéis haber sido amigas durante tanto tiempo. Aun encima me ha dicho que envilezco tu memoria viviendo así, fingiendo que estás de viaje cuando no soy capaz de recrearte. Rellenando con recuerdos los vacíos que ha dejado tu muerte. La he sacado a rastras de casa, agarrándola del pelo. Gritaba tanto que me ha extrañado que los vecinos no hayan salido de sus casas para ver que ocurre. ¿Cómo habrías de estar muerta cuando tan claramente te veo, aquí a mi lado?. Compartimos la misma botella, y tu aliento huele a whiskey barato, pero a mí no me importa. De vez en cuando te miro y me sonríes, como aquella vez, a la mañana, justo antes de echarte la mano a la cabeza, y desplomarte sobre la cama.

lunes, 28 de marzo de 2011

CÍRCULO

Hay momentos que se conforman en la curvatura de tu cuello. Camino por las calles de esta ciudad desconocida, que se me ofrece blanda, a lo largo de sus cuestas, sus repechos ,… y me siento como si escalara tu nuca-la cima más alta que hombre alguno haya coronado- hasta el nacimiento de los cabellos. Los muerdo y con ellos enhebro mis alientos, que lentamente se evaporan, a la caída del sol.
Esta ausencia es una amante belicosa. Construyo una imagen de ti con la que me acuesto cada noche. Y me toma como el mar toma a la costa, a empellones. Consciente de que no puedo hacer otra cosa, más que entregarme. Entenderás que ésta que está aquí se me disputa. Y yo no soy más que débil carne. Por eso, de vez en cuando, rescato tu sonrisa, la escribo en un papel , así, “tu sonrisa”, y la guardo en el bolsillo de la chaqueta, pegada al corazón. Por lo menos, durante ese día, es tu sonrisa la que va desgranando mis latidos, como a una mazorca.
Otras veces son tus ojos los que dibujo, repletitos de pestañas que se contonean, como las patitas de una araña panza arriba. Me dejas picaduras violeta alrededor de los pezones, que yo me rasco con violencia, hasta hacerme sangre.
Pero a menudo, dibujo simplemente una rayita, vertical y velluda. Habrás adivinado que es tu sexo. Ardiente falla en la que me consumo. Mi cuerpo se transmuta en volutas que se desparraman por el aire, quien se las lleva lejos. Muy lejos. Tan lejos que imagino que alguna afortunada se dejará caer, indolentemente, sobre tus cabellos, que alguno de mis otros yo muerde, sobre la cima de la ciudad blanda. Y otra vez vuelta a empezar…

viernes, 25 de marzo de 2011

MUÑECAS DE PAPEL


Esto se me ocurrió hoy mientras le escribía un mensaje a Emma

Yo tenía una muñeca de papel. Era preciosa. Rubia, con unos enormes ojos azules bajo unas infinitas pestañas doradas. Esbelta. De piernas kilométricas y senos turgentes. Por supuesto, como era de papel, si algún día se arrugaba, bastaba con pasarle la plancha, cuidando de ponerle una toalla encima para que no se quemara.
Además era inteligente y entre sus accesorios había unos encantadores diplomitas donde se detallaba cada una de sus licenciaturas en ciencias, humanidades y taquigrafía. Y que yo colgaba con mimo, ayudada por unas chinchetas, en su también preciosa casita de papel.
Contaba con un variado vestuario firmado por los mejores modistos. Y un novio de papel que se parecía al Ken de la Barbie y conducía un Volkswagen Golf. Pero lo mejor es que tenía unas barriguitas de papel que se le colocaban por medio de unas presillas en las que podían verse dibujados unos fetos pasando por los distintos estadios del embarazo, sin necesidad de ecografía ni nada. Con el tiempo mis padres le compraron unos preciosos hijitos de papel , tan rubios como su madre. A leguas se veía que ya desde niños eran superdotados y seguramente estaban destinados a compartir el nobel o a ser los creadores del facebook.

Pasó el tiempo y un día, a los diecisiete años corrí a casa con el corazón destrozado. Me agarré a las sábanas mientras me preguntaba cómo era posible que mi Ken de carne y hueso se hubiera largado con otra. Me acerqué a la casita de papel y me quedé contemplando durante horas como los esposos dormían abrazados en su cama, también de papel, con sus rosas sábanas de seda.

A trompicones y con mucho esfuerzo llegué a la universidad. Después de dos años gastando gran parte de los ahorros familiares, decidí abandonar y sacarme un ciclo superior. De vez en cuando no podía evitar mirar de soslayo los brillantes diplomas que colgaban de las paredes de la casita de papel. Lo mismo me pareció que hacía mi padre cuando alguna vez entraba en mi cuarto, para avisarme de que la cena estaba lista.

Conseguí un trabajo mal pagado de administrativa. Lo peor de todo era aguantar al imbécil de mi jefe, pero con el tiempo, por alguna extraña razón, pareció que dejaba de incordiarme y muy de vez en cuando me felicitaba por el trabajo bien hecho, terminado a altas horas de la madrugada. Cuando llegaba a casa, exhausta, me parecía que mi muñeca me miraba con esa altivez que caracteriza a las mujeres de éxito.
A pesar de la parquedad de mi sueldo tardé en conseguir que me concediesen una subvención para comprarme un piso de protección autonómica, y cuando por fin pude celebrarlo, me di cuenta de que a partir de ese momento me iba costar dios y ayuda llegar a fin de mes. Tuve que comprar una televisión de segunda mano y excepto la cocina y la habitación, el resto de la casa estaba semivacía. Mientras hacía la mudanza, de vez en cuando echaba un vistazo a la casita de papel equipada-por supuesto-con la última tecnología.

La ropa tenía que comprármela en el mercadillo o en Zara. Y como me pasaba el día sentada en la oficina mis piernas fueron invadidas por la tan temida celulitis. Ya no recordaba lo que era llevar una talla 38. Los domingos en vez de paseos románticos por la playa, me iba con mis amigas al cine o a pasar la tarde en la cafetería hablando de lo torpes que eran los maridos de nuestras amigas casadas y lo mal educados que estaban sus hijos.

Pero de pronto y sin preverlo el timbre de mi reloj biológico atronó mis oídos y me entraron unas ganas apremiantes de ser madre. Esa misma noche fui a casa de mi amigo Jorge y le expliqué concienzudamente las razones por las que creía que él sería el padre biológico perfecto para mi hijo. Nos fuimos a su habitación y nos quitamos la ropa. Por mucho que yo me apliqué con boca pies y manos, nada. Aquello era mucha presión para él y para el pequeño Jorgito…Y él era de los que no rendían bien bajo presión.
Me fui a una clínica de fertilidad y después de inyectarme cantidad de hormonas en el cuerpo y fundirme el resto del dinero de las cuenta de mis padres, el óvulo tuvo el descaro de no enraizar en mi útero. Mejor así – me dije- seguro que aquel niño sería toda una decepción. Fui a casa de mis padres a comunicarles la mala noticia y decidí quedarme a dormir en mi antigua habitación. Mientras con la almohada trataba de aplacar las lágrimas, estuve toda la noche contemplando como mi muñeca de papel, su Ken y sus niños rubios y superdotados disfrutaban de una opípara cena.

Un día llamaron a la puerta de mi piso, y era Jorge que me traía un gracioso gatito, a manchas, que había parido la gata de su novia-¡ah, sí! lo olvidaba, ahora tienes novia…-, y que le había hecho pensar en mí-sí claro, la pobre solterona y futura vieja de los gatos ¿cómo no?....
Al gato le llamé Espartaco. Y aunque arañaba y tenía que ir limpiando todo lo que ensuciaba, me hacía compañía. “Tampoco es tan distinto a un marido”, me dije.

Una mañana, antes de ir al trabajo, me fui a casa de mis padres, entré en mi habitación y cogí a la muñequita de papel, a su Ken, sus hijitos rubios, su golfito, la preciosa casita y los metí en una bolsa. Una vez llegué a la oficina y atendí los asuntos urgentes, la abrí. Y despacio, tomándome mi tiempo, sintiendo un siniestro e intenso placer, los fui pasando uno a uno por el triturador.

martes, 22 de marzo de 2011

LAS RAMAS DE LOS ÁRBOLES


A Eduardo, porque desde el día que le conozco siento que soy desde dentro hacia fuera



Yo era un árbol que crecía hacia el interior, y al llegar la primavera podía verse como unas flores remilgadas asomaban entre mis dientes. Seguramente aquello era insano, y acabaría matándome por dentro, pero a mí me divertía sentir las ramas expandiéndose a través de mis intestinos, las hojas cosquilleando las paredes de mi estómago. Me gustaba imaginármelas enroscándose alrededor de mis costillas, gateando hasta llegar a mi corazón, y construir para él una tupida carcasa que lo protegía en los días de lluvia. Era yo un árbol inconsciente, inocente y fantasioso, es decir, de la peor de las especies. Los demás no podían evitar mirarme con cierto resquemor, me ignoraban cuando por mi parte realizaba algún torpe intento para entablar conversación, y orientaban sus ramas hacia los lugares más alejados de mi persona. Así que me convertí en un árbol solitario, y como-según ya comenté-mis ramas crecían para adentro, en los días de verano no había sombra que me resguardase del sol y podía percibir como mi joven piel comenzaba a secarse prematuramente. Tampoco el invierno era más piadoso conmigo, pues al hallarme solo, el viento se ensañaba con especial fiereza, y en más de una ocasión mi corteza permaneció helada días enteros, pudiendo sólo hallar consuelo en la presencia de la luna. Pues pronto comprendí que le resultaba muy placentero ver su rostro reflejado en el espejo de mi piel. Tanto que en ocasiones tenía la cortesía de abrigarme, despojándose de su resplandeciente manto. En el momento en el que me lo pasaba por los hombros, mi humilde cuerpo aparecía cuajado de estrellas.
Irremediablemente triste para mí era el otoño, pues a su llegada las hojas de los otros árboles se disfrazaban de un color pardo-rojizo, que me recordaba intensamente al cielo en la hora del ocaso, cuando las montañas parecen incendiadas, y yo me siento dispuesto a entregar mi alma por pasear los dedos por sus lomos ardientes. Las cosas no mejoraban con la caída de la hoja, pues mucho me agradaba a mí el espectáculo de las hojas arrancadas por la brisa, deslizándose en comparsa, arrojándose en tirabuzones, o en caída libre. Pero como siempre he sido un tanto corto de vista y el resto de árboles me habían aislado en mi pequeño parapeto, todo aquello se me presentaba desdibujado, como la obra inconclusa de algún pintor impresionista. Entonces no podía dejar de llorar y con cada una de mis lágrimas más tupida se volvía la carcasa que envolvía mi corazón.
Lo peor acontecía con la llegada de la primavera. Cuando veía a los pájaros regresando alegres de sus periplos por tierras más cálidas, dispuestos a anidar en la garganta frondosa de alguno de mis congéneres. Un buen día se me acercó un petirrojo, que agitando sus pequeñas alas frente a mí, habló del siguiente modo:
-Hola, ¿a qué exótica especie perteneces?Pues nunca había visto uno como tú, ni en las lejanas y misteriosas tierras del sur, ni por ninguno de los países de estas latitudes.
-Cosa extraña-le contesté- porque existen muchos como yo. Sin ir muy lejos podrás ver que estoy rodeado de ellos. Soy, simplemente, un árbol.
-¡Uy! ¡Que gracioso! Un árbol dice….Mirad chicos-cantó dirigiéndose a sus compañeros-este señor tan raro de aquí, se cree un árbol…
-No me lo creo, lo soy
-Ja,ja,ja-entonaron los petirrojos a coro- un árbol, dice, un árbol….
- Es cierto-dijo mi vecino más cercano, quien hasta el momento no había dado muestras de estar atento a la conversación, pero que, conociendo como conocía su naturaleza, sería extraño que dejara pasar una oportunidad de meter baza-es uno de nosotros. Aunque bien raro y excéntrico. Le encanta distinguirse y se pavonea de su comportamiento llamándolo “carácter”-explicó con un acento realmente molesto.
-Pero-preguntó el petirrojo que había iniciado la conversación-¿y las ramas? ¿y las hojas?
-Crecen hacia mi interior-respondí en un tono vago, un poco intimidado ante tanta pregunta
-Pero ¿por qué?-insistió-no lo entiendo…¿De qué servirían mis alas si crecieran hacia dentro?-preguntó como si interrogara al aire
-Nunca me han enseñado otra manera de crecer-respondí. La verdad es que no puedo decir que aquello fuera cierto, pero desde que tenía uso de razón había ocurrido así.
-¡Pero eso es insano!-exclamó el petirrojo-¿no ves que si creces demasiado acabarás por reventar?
-Puede ser…-comencé a responder titubeante
-Mírate, apenas llegada la primavera ya las flores asoman por tu boca….-en estas estaba cuando uno de sus compañeros se le acercó recriminándole que les retrasara en la ardua labor de encontrar un buen árbol.
-En fin…tu sabrás..-me dijo y se alejó ligero hasta ponerse a la altura de sus compañeros
No puedo decir que aquel encuentro no produjera ningún efecto en mí. Además, últimamente sentía demasiada prieta la carcasa de mi corazón, e incluso me parecía ver como mi piel comenzaba a resquebrajarse. Generalmente le quitaba hierro a este asunto tildándolo de producto de mi mente ociosa. Pero aquella noche apenas pude dormir, y a la mañana siguiente mis ojos estaban circundados por dos enormes ojeras.
-¡Uf, que mal aspecto tienes!!!- no tardé en reconocer en aquella voz atiplada el canto alegre del petirrojo.
-¿Qué haces aquí?-respondí huraño-¿no te habías ido con tus compañeros?
-Ciertamente, pero has de saber que ante todo soy un petirrojo muy curioso. Mis compañeros siempre me dicen que como a los gatos, esta curiosidad mía acabará por matarme…-respondió pensativamente
-Así que los dos llevamos dentro el germen de nuestra destrucción..-respondí sentenciosamente
-Puede ser-dijo- aunque pienso que aun estás a tiempo de ponerle remedio. A ver, intenta abrirte…
-¿Cómo?
-Abrirte…no puede ser tan difícil si todos lo hacen. Piensa, por ejemplo, en el sol. ¿No te gustaría sentir su tacto en tus ramas? ¿su lengua deliciosa lamiendo tus hojas?
-Sí, supongo que sí-respondí un poco por cortesía, pues aquella era la primera vez que alguien realizaba tal esfuerzo por mí.
-Y la lluvia….¿no crees que sería maravilloso sentir sus piececillos bailoteando encima? ¿o tamborileando con sus dedos?. .. para mí no hay mejor sensación que refrescarme bajo la lluvia y luego sacudir mis plumas al sol, allí donde nace el arco iris.
-Sí-dije-pero eso ha de ser muy hermoso cuando se ha viajado tanto..
-Por eso mismo, yo he viajado mucho y te puedo decir que crecer como tu creces es no puede ser natural
-Pues a mí siempre me ha ido bien-respondí un tanto mohíno ante tamaña insistencia
-¡Ahhh!-se lamentó el petirrojo-los árboles sois tan tozudos…supongo que se debe a que vivís tantos años...-y sin decir más se dio la vuelta
-No! No te vayas!-le exhorté-es que….Hace tanto que nadie habla conmigo... Me gustaría que te quedaras, aunque sólo fuera un ratito..
-Está bien, pero sólo un ratito….
-¡Gracias! ¡Gracias! Por favor háblame de tus viajes……
Comenzó a hablarme del mar, que, según contó, es tan inmenso que en él podrían alojarse cinco lunas, incluso en la fase en la que andan más alborotadas... También de algunos lugares, alojados entre montañas, en los que las estrellas brillan más puras, como si les hubiesen pasado un paño vivificante por el rostro. De los ríos que parecen siempre empeñados en perseguir algo que no encuentran, a lo que nunca dan tregua. De como la piel de las gentes de las tierras cálidas parece cincelada en las arenas del desierto... Yo me sentí transportado en volandas por mi imaginación y daba muestras de sentirlo todo con tal intensidad, que él no dudó en bautizarme como el primer árbol viajero. Y afirmó que realmente era único en mi especie, pues no sólo tenía la extraña cualidad de crecer para adentro, sino que además podía volar hasta los lugares más lejanos, permaneciendo unido a mis raíces.
En estas estábamos cuando llegó la noche y el petirrojo comenzó a sentirse muy nervioso, pues estaba bastante lejos del lugar donde habían construido su nido, y la noche se presentaba perceptiblemente fría. Lo alenté a que no se preocupara, pues si quería podía dormir en mi coronilla. Ya trataría yo de que estuviera cómodo entre las ramas y hojas que por ella asomaban. Además cualquier cosa sería mejor que volar en plena noche, con riesgo de extraviarse o perecer en las garras de algún ave rapaz... Tal y como dije traté de recrear un lecho con mis ramas y el petirrojo se instaló en él, no sin cierta suspicacia. La noche, en efecto, transcurrió fría y de vez en cuando podía sentir como su cuerpecillo temblaba, pues era su plumaje tan liviano que apenas constituía abrigo. Traté de concentrarme y hacer crecer mis ramas para transmitirle con ellas mi calor, y de pronto sentí como la carcasa de mi corazón se aflojaba. Al instante su respiración se tornó más tranquila.
A la mañana despertó muy contento, pues había pasado muy buena noche y me preguntó si no me importaría que permaneciera conmigo unos días. Por supuesto aquella circunstancia me llenó de felicidad y de pronto, en su compañía y por primera vez, me sentí realizado como árbol. Transcurrieron los días y mientras el petirrojo los adornaba con las historias de sus viajes, yo compartía con él mi experiencia singular de árbol que crecía hacia el interior. Sorprendentemente aquello a él parecía interesarle en extremo, sobre todo cuando escanciaba los argumentos con mis fantasías. Cosa que conseguía que el petirrojo se hinchase de puro placer.
Una vez me dijo “viajar por el mundo es hermoso y te hace libre, pero tú no has viajado menos ni eres menos libre, pues has llegado hasta los confines de tu imaginación. Y la imaginación es como el horizonte, aunque uno se le acerque siempre existe un nuevo horizonte, allá a lo lejos..” Cuando le comenté que lo encontraba muy sabio, me respondió con las siguientes palabras que jamás olvidaré “nunca debes de avergonzarte de ser quien eres, pero es peligroso cuando ser quien eres te limita. El mundo está lleno de seres extraordinarios cuyo contacto nos enriquece”. Continuábamos en compañía mutua cuando sentimos aproximarse el verano. Entonces le comenté que quizás sería conveniente que regresara al nido, pues no sabía si sería quien de protegerle de los rayos del sol. Pero él se negaba a abandonarme y yo podía sentir como la carcasa de mi corazón se hacía cada vez más ligera. Hasta podía escuchar su latido retumbante bajo mi corteza.
Una mañana me despertó su canto. Al abrir los ojos me encontré ante mí con un días gris, cosa que me sorprendió, pues el anterior había sido espléndido, y me parecía percibir con fuerza la presencia del temido verano. Sin embargo ahora veía recortarse una gran nube en torno mía. Mientras el petirrojo revoloteaba contento, como un cometa loco, que se siente libre de su órbita, no dejaba de gritar “¿lo ves? ¿lo ves?”
-¿Qué? ¿a qué viene tanto alboroto, amigo mío?
-¿No lo ves?- me miró sorprendido
-¿El qué????-comenzaba a ponerme un poco nervioso- perdona, no quise gritarte..
-No importa-exclamó jubiloso-¡Hoy nada importa!... Pero, querido amigo, llevas tanto tiempo creciendo para adentro, que has olvidado como mirar hacia fuera... ¡Mírate!
Empujado por su entusiasmo moví mi cabeza a ambos lados, de arriba abajo, de este a oeste…. Así pude ver como todo a mi alrededor era verde. Que mis cabellos estaban poblados de pájaros y pequeños insectos reptantes. Que tenía aquí y allá ramas salpicadas de hojas estrelladas. Que definitivamente se había desvanecido la carcasa de mi corazón y toda aquella naturaleza que habitaba dentro de mí, había florecido hacia fuera, y yo disfrutaba de mi particular fiesta de la primavera. Además aquello que yo había confundido con una nube eran las curvas de mi cuerpo,femenino, dibujándose sobre la hierba. Entonces pude sentir mis brazos balanceándose con la brisa, que no paraba de hacerme reverencias. Y me recree en el hermoso color de mis hojas, que por fin enrojecerían con la llegada del otoño. Pero lo mejor, lo que realmente me llenaba, era la alegría de mi petirrojo que revoloteaba enfebrecido a mi alrededor…

Así fue como de árbol que crece para adentro, apenas un tronco, me convertí en el más robusto y frondoso del bosque. Y como el silencio que desde que nací me rodeaba, se convirtió en el eco del saludo alegre de mi petirrojo, que ya desde lejos se anunciaba, cuando regresaba a mí al perfilarse la primavera.
Ah! Sí, debo añadir que, a pesar de todo esto, nunca perdí la costumbre de crecer para dentro.

lunes, 21 de marzo de 2011

FRUSTRACIÓN

Hay noches
en las que me aferro
con fuerza a la almohada
y la domino
a mordiscos
Mi boca enmudece
atragantada de plumas
y mis dientes
visten la sangre
del pájaro muerto

Es enfermizo
que cuando me tocas
mi piel se esquirle
en palabras
y que mis silencios
te arranquen los ojos
niño ciego
Que se conviertan
en dados
en manos del
azar
y al estrellarse
contra la verde
piel del tapiz
arranquen siempre
un número muerto

jueves, 17 de marzo de 2011

CANTO AL HERMANO PERDIDO

Murió en mi lecho
y como alguien dijo después
aquel día lloraron hasta las piedras

Yo le había prestado mi lecho de hermana
Para que no tuviera frío
Para que no estuviera solo
Para que leyera libros en las noches en blanco
mientras el agua estriaba las paredes
y el aliento de la muerte acechaba tras las ventanas
imprimiendo funestos caracteres en el cristal

Tras el ataud
escrito en el envés de sus párpados
pude leer
Que eternamente tuvo frío
Que finalmente murió solo
Que habían rasgado el libro de la noche

Hicimos astillas con la cama
Prendimos con ellas una hoguera
y avivamos el fuego con nuestras lágrimas

Al amanecer
barrimos las cenizas con la escoba
y le rogamos al viento que se las llevara
Lejos
Hay días en los que sentimos como sopla
saturado de humo

miércoles, 16 de marzo de 2011

EL FICUS


Imagen: Joseph Larkin

En primer lugar tengo que agradecer a Marcela el comentario que dio origen a la idea que germinó en este relato


Al inicio de su primer día de trabajo estaba entusiasmada. La noche anterior apenas había dormido y se la había pasado hablándole a las estrellas, confidentes, apoyada en el marco de la ventana. La ciudad parecía especialmente inquieta, como si de algún modo compartiera su nerviosismo. Las luces de los coches hormigueaban constantemente. Cerró los ojos y por un momento se la imaginó irguiéndose y sacudiéndoselas con las manos. Al abrirlos todo permanecía igual. El calor abrazado a la noche, las estrellas atentas a sus palabras. De vez en cuando el sonido de una sirena irrumpía en el silencio, como un lobo aullando en la oscuridad, llorando la ausencia de la luna. Sabía que debía dormir si al día siguiente quería causar buena impresión, por lo que,de vez en cuando, se metía en la cama, y con las sábanas rozándole la nariz auscultaba las sombras, intentando ver en ellas qué le depararía el mañana. Pero pronto se levantaba y con sus pies descalzos volvía a encaminarse a la ventana para interrogar a las estrellas. Así la descubrió el alba con los cabellos enmarañados y el rostro asomado a la ciudad
Cuando sonó el despertador ya estaba en la ducha. Se peinó el pelo hacia atrás y se lo recogió con un sencillo pasador. Sabía que así le favorecía y pensó que el rostro despejado daría de ella una impresión abierta, franca. Se pusó un pantalón de vestir negro, de corte actual y con una fina, casi tenue, raya diplomática en color rojo, una blusa blanca cuyos cuellos le recordaban a las alas de un pájaro, y una chaqueta a juego con el pantalón. Prefirió no llevar pendientes y se pintó los labios de rojo para dar a su rostro una nota de color, y así omitir las ojeras que le habían legado la noche en vela. Cogió el bolso y con tiempo se encaminó hacia la estación del metro. Apenas había llegado al andén cuando apareció el coche, subió sin prisas y tuvo la suerte de encontrar un asiento vacío en el que se sentó. Estos detalles le parecieron buenas señales, así que con los mejores sentimientos sacó el libro del bolso y se puso a leer. De pronto se percató de que debería estar nerviosa, pero le parecía que sus nervios se habían diluido en la noche. Así que intentó centrarse en la novela. Por suerte el edificio de oficinas estaba cerca de la parada del metro, puesto que, nada más ascender a la superficie, comenzó a caer un impetuoso aguacero de verano. Lejos de atormentarse, se apresuró a refugiarse en esos paraguas arquitectónicos que forman los balcones de los edificios y respiró hondo, saboreando el olor a tierra mojada que le dejaba un agradable sabor áspero en la boca. Caminaba tarareando un viejo tango, porque los tangos son canciones que hablan de la vida y sus encrucijadas, y ella sabía que en breves momentos se hallaría ante una. Se deslizó en línea recta hasta llegar a un recodo, entonces giró a la izquierda y sus ojos se enfentaron al edificio de oficinas que irrumpía de repente, como dispuesto a atrancar la calle. “Parece que tiene los brazos en jarra”, pensó. Y en efecto era una presencia turbadora, intimidatoria. Gris, mastodóntico, con infinidad de pequeñas ventanas que le daban la apariencia de una colmena, o más bien de un hormiguero. “Ella sería otra de tantas hormigas”, sacudió la cabeza como para ahuyentar ese pensamiento…
Se dirigió al mostrador donde encontró a la misma encantadora joven que le había atendido el día que efectuó la entrevista. Nada más verla descolgó el teléfono para contactar con el departamento de recursos humanos. Tras una breve espera llegó Laura, a la que también había conocido en la anterior ocasión, así que se ahorraron las presentaciones y apresuradamente, cogiéndola del codo, se la llevó. Caminaron por un pasillo estrecho en el que, a ambos lados, se iban sucediendo una continuidad de puertas cerradas, en color blanco, cada una con un cartelito negro con su correspondiente nombre. A medida que los pasaban Laura iba recitándolos como quien recita la tabla del tres, pero omitiendo los nombres y limitándose al puesto que cada uno desempeñaba. “Para ella no son personas, son puestos y departamentos. Después se le llama recursos humanos…”, se dijo. Otro pensamiento molesto, agitó la mano como quien aleja una avispa…
Casi al final del pasillo la sorprendió encontrar una puerta donde, puntualmente estaba escrito su nombre, en otra plaquita negra. Laura le permitió que hiciera los honores y pronto se encontró en un despacho mediano, con una mesa gris, una silla gris y-cómo no- una hilera de archivadores grises. La única nota de color la ponía un pequeño ficus sobre la mesa.
Cuando se quedó sola, con la única compañía del pequeño ficus, contempló aquella oficina que se extendía a su alrededor y que no parecía tener paredes, pues estaban casi totalmente cubiertas por los archivadores grises. Aunque estaba muy iluminada, la luz era pesadamente artificial, pues la ventana no era muy grande y apenas se presentía el sol. Se dio cuenta de que hacía calor así que decidió abrir la ventana, pero a pesar de que tiró con fuerza no lo consiguió. Se imaginó que quizás estaría atascada por el uso, así que decidió buscar a alguien de mantenimiento para que le ayudara. Después de recorrer interminables pasillos-que parecían diseñados de tal forma que uno debería ir tirando miguitas de pan para encontrar el camino de vuelta- siguiendo las intrincadas explicaciones que gentilmente le dieron aquellos con quienes se tropezó en su camino, por fin pudo dar con Nacho, un hombre ya mayor, de aspecto enjuto y barba entrecana, vestido con un mono gris, quien era el responsable de las tareas de ese tipo. Sin muchas explicaciones le dijo que la acompañara y una vez allí le pidió que abriera la ventana.
-No puedo-respondió acompañando sus palabras con un gesto de negación
-¿Por qué?-preguntó un tanto estupefacta
-Está prohibido. Pero no se preocupe que pronto le activo el aire acondicionado. Esta gente se apresuró a ponerle el cartel en la puerta, pero se olvidaron de llamarme para que le activara el aire acondicionado, con el bochorno que hace….En fín, en unos minutos estará listo.
-¡Pero a mí me sienta mal el aire acondicionado! ¿No podrían hacer una excepción y permitir que abra la ventana?
-No señorita. No lo harán…
-No lo entiendo-dijo ella en tono infantil
-Tendrán miedo de que se les tire…….como los otros-y esta frase la terminó de adornar con una carcajada que a ella le pareció totalmente innecesaria.
-¿Qué otros?-preguntó en un tono que delataba el temor a escuchar la respuesta a esa pregunta, infectada de cierta curiosidad
-De eso no se habla señorita-y poniendo el dedo delante de la boca se limitó a emitir un largo shhhhhhhhhhhh que a ella se le antojó exageradamente teatral, a medida que un escalofrío le recorría con los dientes la espalda. Una vez hecho esto, como a la par que hablaba había realizado su trabajo, Nacho recogió sus herramientas y se marchó.
A la hora del almuerzo Laura vino puntualmente a buscarla y ella supuso que aquello formaría parte de su cometido de iniciación. Cuando estaban en la mesa, alimentándose de sendas ensaladas-que en el caso de Laura era única y exclusivamente lechuga-la abordó acerca de los motivos del comentario de Nacho. Por toda respuesta recibió una carcajada y el siguiente comentario que en cierto modo le resultó ofensivo: “¡Qué tierna eres! No le hagas caso a Nacho, le encanta meterse con los nuevos, sobre todo si se trata de mujeres jóvenes”. Así que decidió no volver a sacar el tema.
A los pocos días se percató de que aunque las relaciones entre los compañeros eran cordiales, parecía que entre todos existía un límite plausible, como una barrera gris interponíendose. La enrevesada arquitectura de los pasillos le parecía una metáfora de la dificultad inherente para establecer lazos, pues se le antojaba más fácil que se rompieran por los pasillos antes de que esto llegara a suceder. Una mañana, cuando entraba en el ascensor, escuchó como uno de sus compañeros dejaba caer maliciosamente en el oído del otro la frase “ahí viene la nota de color”. En ese momento se percató de que igual que las mesas, las sillas, los archivadores,… todos sus compañeros vestían de gris, como si no aspiraran a ser más que parte del mobiliario. Ahora de repente le resultaba estúpida la satisfacción que había experimentado aquella mañana al contemplar su imagen en el espejo, una vez se puso el sofisticado vestido camisero beige, con originales estampados violetas, y que tan bien se le ajustaba al cuerpo. Y aunque se propuso no dejarse influenciar por esa clase de comentarios, a las pocas semanas su armario se había visto invadido por un ejército de prendas de vestir grises y austeras, que fueron relegando hacia la retagurdia a las prendas de color. A sus padres este cambio paulatino en su vestuario comenzó a alarmarles.El color gris parecía eclipsar la luz y el brillo de su rostro, que con el tiempo pareció volverse sombrío y mate. Claro que cuando una vez transcurrido un año, ella les notificó que la habían ascendido, dejaron a un lado sus malos presentimientos y la felicitaron. Por lo demás todo seguía igual, su oficina era la misma, puesto que, según había llegado a averiguar, todos los despachos eran exactamente iguales, incluído el del director general. “Política de la empresa que no quiere hacer distinciones, para que absolutamente todos en la plantilla se sientan igual de importantes”, le dijeron. Tan solo había una diferencia: ahora el ficus que descansaba sobre su mesa era más grande. “Regalo del director general”-le dijeron.
Se sucedieron los años y los ficus fueron aumentando en tamaño. Se podría decir que se había convertido en una mujer con éxito. Ahora tenía un precioso ático en el centro de la ciudad, con unas apabullantes vistas a las que, durante los primeros meses, les arrojaba su cansancio al llegar a casa. Últimamente llegaba tan cansada que se iba directamente a la cama, y había perdido por completo aquella costumbre que anteriormente tenía de interrogar a las estrellas. Pero ya no era necesario, pues sentía que ahora ella tenía las respuestas a todas las preguntas.
Con los ficus también se fueron sucediendo relaciones de relativa importancia. Un buen día decidió que el amor era una pérdida de tiempo y comenzó a frecuentar lugares en los que solventar sus necesidades en lo que a sexo se refiere, de manera rápida y aséptica, con gente que acudía a aquellos lugares motivada por su misma razón. Tampoco frecuentaba a los colegas del trabajo, puesto que le hastiaba ver como sus ojos le lanzaban miradas cargadas de reproche por su éxito, y un buen día decidió que no tenía necesidad de malgastar su tiempo en defenderse. De vez en cuando se tropezaba por los pasillos con Nacho, el de mantenimiento, cargando con sus herramientas. Daba la impresión de no percatarse de su presencia, sin embargo, mientras se alejaba no dejaba de sentir su mirada clavada como una daga en su espalda. Y no dejaba de preguntarse qué era lo que sus ojos le reprochaban. En una ocasión le sorprendió escuchar: “Tú eras una soñadora. No has nacido para esto”. No quiso darle importancia, pero tampoco pudo evitar que estas palabras sembraran en su ánimo cierta inquietud…
Ya nunca se miraba al espejo, al menos no para verse, sino simplemente para corroborar la sobriedad de su aspecto. Si se hubiese mirado, habría visto a una mujer todavía joven, con la tez cetrina debido a la luz artificial, las huellas de la preocupación marcadas en la frente, y unos ojos de vidrio, opacos, incapaces de reflejar la vida.
Cada vez permanecía más tiempo en la oficina y eran muchas las ocasiones en las que el día la sorprendía durmiendo, recostada sobre la mesa. A tal efecto había optado por llevar un maleta con una muda y efectos de aseo, para no tener que correr a casa si quería ofrecer un aspecto presentable.

Aquella noche se despertó sobresaltada, presintiendo movimiento en la oficina. Era ridículo, allí los únicos seres vivos que había eran ella y un ficus de hermoso tamaño, tanto que había tenido que quitarlo de la mesa y colocarlo en el suelo en un lugar donde tuviera ocasión de contemplarlo, pues seguramente era uno de los ejemplares más grandes del edificio, lo cual la enorgullecía. Se quedó mirándolo y le sorprendió pensar en lo humano que parecía. Por un momento se le ocurrió que no era ella quien lo miraba, sino que sentía la mirada ávida del ficus posada en su rostro. Se dijo que aquello eran tonterías, seguramente la falta de descanso confundía sus sentidos. Pero de pronto le pareció que comenzaba a crecer ante sus ojos, algunas de las ramas se estiraron como tratando de alcanzar las paredes y las otras se inclinaban queriendo tocar el suelo y a su contacto parecían expandirse y reptar igual que serpientes, asomando la bífida lengua por entre dos afilados dientes. Cerró los ojos un momento y al abrirlos comprobó que el ficus continuaba quieto en su esquina, sin la mínima intención de molestarla. Respiró tranquila diciéndose que necesitaba recuperar horas de sueño. Así que se tomó un somnífero con un poco de agua, apoyó la cabeza en la mesa y se dispuso a continuar durmiendo, pues ya era demasiado tarde para regresar a casa. A los pocos minutos una presión en el pecho la despertó, e inquieta descubrió como la oficina estaba cubierta por una espesa maleza, que no era otra cosa que las hojas del ficus-que desde su esquina parecía mirarla malignamente-invadiéndolo todo. Asustada vio como las ramas subían por sus piernas, se enlazaban a sus brazos y comprobó como una rama más grande era la causante de la presión en su pecho. Le clavó las uñas tratando de que la soltara, pero la apretó con más fuerza y pronto se supo atada de pies y manos. Le costaba respirar y sintió como la oficina comenzaba a desdibujarse. Se encontraba muy mareada, con los pulmones a punto de estallar, como si se estuviera ahogando en un mar vegetal. Trató de nadar para subir a la superficie, pero era incapaz de mover los brazos y momentos después vió como una oscuridad verde comenzaba a cernirse sobre ella….
A la mañana siguiente, cuando su secretaria entró en la oficina para tomar nota del orden del día, se la encontró en el suelo, desmadejada y con la manos crispadas. Su rostro estaba vuelto hacia el ficus con los ojos abiertos e implorantes. El ficus, como era habitual, se mostraba imperturbable.
Días más tarde el director general, los reunió a todos y recitó un largo panegírico en el que ensalzaba de las cualidades de la muerta y lo mucho que se iba a notar su falta… “pero, naturalmente, la vida sigue….” De este modo terminó su discurso y todos se dispusieron, impacientes, a reocupar sus puestos, mientras se comentaban unos a otros que la autopsia había determianado que la causa de la muerte había sido una embolia pulmonar.
-¿Embolia pulmonar?-interrogó al aire Nacho-Esto presenta todos los síntomas de una muerte por ficus.-Y cogiendo su caja de herramientas se retiró mascullando “ si ya lo decía yo…muerte por ficus, muerte por ficus,…”

sábado, 12 de marzo de 2011

LOS PUENTES DE PARIS





A Emma y a todos aquellos que confluyen en su blog, cuya lectura me trajo este cuento http://emmagunst.blogspot.com/



Un buen día decidió morir de amor.

Ocurrió al despertarse, mientras el sol despegaba la habitación de la oscuridad y la sumía en el mar del nuevo día. Entonces se dio cuenta de que el amor, lo mismo que la vida, no puede desandarse. Sólo matarlo o morir. Aquel fue un pensamiento impregnado de claridad. Como una verdad impronunciable en la que sólo existen los pájaros cantando, y las hojas de los árboles.

Tomó el cuenco y lo llenó de leche. Cogió el pan y comenzó a desmenuzarlo en pequeños trozos, que caían indolentes en aquel océano blanco. Con la cucharilla los hacía zozobrar como barcos en la borrasca, y cuando su corazón de miga se encontró empapado, los observó hundirse sin oponer resistencia. En ese instante supo que sólo existía un lugar al que ir a morir de amor.

Aquella tarde, con su mochila al hombro, salió de la casa y comenzó a caminar. Aunque conocía el destino, dejó que la ruta la decidieran sus pies. Sus brazos se movían con aquel dócil vaiven de alas pegadas al cuerpo, conscientes de que por mucho que se desplegasen nunca llegarán a alzar el vuelo. Al caminar se iba despidiendo. Sentía como al barrio le costaba dejarle marchar, como le prodigaba miradas seductoras, tiernas. Le hablaba, y en su voz se conjugaban los ecos de la infancia con las tardes felices de la adolescencia, cuando, entre las caladas de un cigarrillo furtivo, contemplaba la caída del sol, con la misma ensoñación con la que Nerón contemplaba arder Roma. Las esquinas le lanzaron por el aire aquel primer beso, robado a unos labios frescos en una mañana de primavera. Cuando volvió a verla sus mejillas se tiñeron de un rubor que le cubrió hasta los ojos. Jamás pudo abrir otra vez los párpados para volver a mirarla.

Comenzó a silbar al llegar a la carretera. Escuchaba el sonido de los coches deslizándose a su lado. Tuvo lástima de aquella gente con tanta prisa, como si temieran que se les escapase el tiempo. Ahora a él eso ya no le importaba. Desde que había decidido que su tiempo había terminado, se dio cuenta de que el tiempo solo era otra de las ridículas ataduras de los mortales y su afán de medirlo todo. Una vez se les ocurrió medir el amor. Conometraron el número de latidos que cabían en un beso. En el suyo cupieron más latidos, por lo que concluyó que él la amaba más. Desde aquel día esa idea lo torturaba y se convenció de que aquello no sería para siempre. Los presentimientos son al contrario de los deseos, si uno los dice en alto acaban por cumplirse.

Llegó la noche y con ella vinieron a hacerle compañía las estrellas. La luna estaba escondida y pensó en que quizás no volvería a verla otra vez. La luna es de esas cosas por las que merece la pena vivir. Pero el amor es la única cosa por la que merece la pena morir, decidió. Así que a pesar de las súplicas de las estrellas y el agujero que la ausencia de la luna había dejado en el cielo, sostuvo que su resolución era irrevocable.

A la mañana temprano se encontró en los límites de la ciudad. A pesar de la hora, le esperaba jadeante y lúcida, con esa hermosura natural de mujer recién levantada. Al pasar por el mercado compró una manzana y la fue mordisqueando, sintiendo como su jugo ácido le atravesaba los dientes. Tal vez su última manzana… Le enardecía el combate de los vendedores en sus puestos, a ver quién gritaba más alto, a ver en qué puesto lucía la fruta más brillante…. A el le hubiese gustado ser mercader, con su mandil blanco y un bigote que atusarse con aire pensativo. Los hombres con bigote le parecían portadores de una sabiduría olvidada…

Transcurrió la tarde entre escaparates de cristales mágicos y las curiosidades de los puestos de los márgenes del Sena. Una mano pálida, venida de otro tiempo, rebuscando encontró una fotografía que sostuvo triunfal ante sus ojos. La figura de Simone de Beauvior se recortaba en la penumbra, escribiendo, como la única luz capaz de abatir a las sombras en el Café del Flore. Ella le había comentado que quizás por eso la gente escribía “por abatir a las sombras del espíritu”. El se sintió totalmente prendido a su sonrisa.
Igual que aquella tarde, se sumergió en las calles, sin rumbo, esperando que como entonces la casualidad le hiciera pararse, mirar al frente y tropezar con el mismo Café del Flore. Aquellas eran el tipo de circunstancias que a ella le hacían saltar y batir palmas. Le abrazó y sintió su cuerpo menudo como un lodazal. Se imaginó hasta el cuello de barro, pero no le importó. Supuso que la felicidad es pegajosa. Más tarde se encontraron ante la placita Simone de Beauvior y Jean Paul Sartre, y fueron nuevos brincos y cabriolas. El aire se tornó esponjoso y su tacto era de mousse de chocolate.
Pero esta tarde no le depararía todas aquellas cosas, únicamente su recuerdo, y entonces se percató de que ya no dolía.

A la hora de las sombras llegó al Pont Neuf. Estuvo contemplando las aguas del Sena, como un hilo de tinta ciñendo las caderas de la noche. Se acercó a la balaustrada, pero de pronto uno de sus pasos se perdió en el aire. Allí había algo, un bulto, una figura humana. Estaba ahí, dormida, con su rostro cerrado, únicamente al alcance del resplandor de una farola. Le pareció joven, brillante, viva. Los cabellos le caían hacia atrás y pensó que seguramente tendrían continuidad en el río. Casi sin percatarse acercó su mano, e incluso antes de tocarla percibió que su piel estaba fría. Sus ojos se abrieron y en un principio le parecieron cubiertos por la telaraña del sueño, pero al instante se agazaparon, como animalillos asustados. Se levantó, cogió la manta con la que se abrigaba y una enorme mochila y echó a correr. El fue tras de ella, llamándola con un nombre de mujer que nunca había escuchado, y que no sabía cómo había asomado a su boca. Pero ella corría y corría ….hasta que se perdió en la noche.
Volvió al puente y se arrodilló en el lugar donde un momento antes dormía la muchacha. Allí sólo encontró un cuaderno de raídas tapas amarillas.

Antes de que abandones
el aire
quiero que sepas que fuiste
importante como el pan fresco
el arcoiris, las estrellas, el color índigo
y los puentes de París

Luisa Futoransky*



Aquel fue el poema que apareció en una hoja escogida al azar. Pensó que seguramente aquella era una libreta mágica y comenzó a leer aleatoriamente. Tan solo cuando llevaba unas cuantas páginas se percató de que todos los poemas estaban escritos por mujeres. Y en estas le sorprendió el día sin que recordase su resolución. Se percató de que debía aplazarla para la noche. Decidió aprovechar su último tiempo visitando los puentes de París de los que hablaba el poema. Uno de sus favoritos era el Pont des arts. Recordó su asignatura pendiente, contemplar las estrellas desde el Pont des arts bebiendo vino y comiendo queso. Lástima que aquel había sido su último día en París, y tuvieron que emplazarlo para una próxima visita.
Cuando caminaba hacia el Pont des arts, recordó la libreta y se le ocurrió que debería buscar a su dueña para devolvérsela. El aire de la mañana era fresco y tenía prendidos los cabellos en una melodía, pensó. Sonaba a guitarra y talle cimbreante. La mañana en Paris sabe mover las caderas. Se rió, quizás también a él se le había pegado un poco de poesía. Pero sí, era una guitarra….y una voz de mujer, cálida. Le pareció que ya no sentía tanto frío. Era como si los lugares que alcanzaba aquella voz fueran protegidos por una leve campanita de cristal, y ya no penetrara el viento. Vio un grupo de gente y supuso que del epicentro de aquel, procedía la voz. De pronto calló. Aplausos. La gente comenzó a dispersarse. Su corazón batía fuertemente. Se llevó la mano al pecho ¿Cuántos latidos caben en una espera?
Incluso antes de que el círculo quedara despejado, supo que era ella.
Posó su mochila en el suelo y la abrió. Sacó la libreta amarilla y desde la distancia se la ofreció a la chica de la guitarra.
-Acércate-fue lo único que dijo
Se acercó y se la quedó mirando. Sus ojos parecían más soñadores cuando estaban abiertos. Se la ofreció con delicadeza y ella casi se la arrancó de las manos.
-Pensé que no volvería a verla…son los poemas que canto. Mi posesión más preciosa…Perdona que ayer saliera corriendo, pero es que al dormir me vuelco sobre mi misma, y fue como si al despertarme me arrancaras de mí. Por eso tuve que salir corriendo, para volver a encontrarme…. ¿Quieres que te cante algo?
El asintió levemente, como si pensara que ante un gesto brusco ella saldría corriendo de nuevo. Se dejó mecer por aquella voz, cálida como la brisa del verano, agitando las ramas de los árboles. Ella le contó que así se ganaba la vida, cantando poemas por los puentes de París.
-La gente se vuelve generosa en estos puentes ¿sabes? Generosa con el amor. Pródiga en besos….La gente viene a este río a amarse, a besarse….aquí elude sus miedos y se enfrenta a la vida. Cuando uno atraviesa alguno de estos puentes se siente pleno…y en el peor de los casos un puente siempre te lleva a una nueva orilla.
-Yo vine a los puentes de París para morir de amor. Sabía que era el único lugar donde podía hacerlo…
-Sí, la gente también hace eso…-se limitó a responder ella.
Estuvo todo el día escuchándola, mientras las monedas doradas titilaban en la chistera negra, de raso. Había parejas que le pedían que cantara solamente para ellas. Entonces la chica buscaba algún poema que hablara de amor y recitaba con aquella voz que parecía envolverlos, protegiéndolos del frío y del viento.
Al llegar la noche compraron queso y pan y los tomaron sobre la estructura del Pont des Arts, contemplando las estrellas que brillaban sobre sus cabezas. Una línea fina, como el óvalo de una mejilla, se dibujaba en el cielo. Era la nueva luna que comenzaba a gestarse. Dentro de unos días estaría rebosante. Pensó en lo espléndida que se vería desde ese puente y en su mágico resplandor iluminando el rostro de la chica mientras dormía a su lado. Como ahora. Se dijo que nunca nos hallamos tan indefensos como cuando dormimos. Por eso dormir con alguien resulta un acto de entrega. Muchas veces incluso mayor que el sexo….Le gustaba aquella intimidad, como de resaca del mar que te arrastra al centro de ti mismo a medida que te acerca a la otra persona…y ahogarse en ella…en vez de hacerlo en las aguas del Sena.
Decidió que le gustaría esperar con la chica la llegada de la luna nueva. Como ella misma decía, en el peor de los casos un puente siempre te lleva a una orilla nueva….


* poema sustraido del blog de Emma http://emmagunst.blogspot.com/

jueves, 10 de marzo de 2011

JUEGO DE NIÑOS


De la vieja casa, con sus paredes abyectas, preferían entre todas las habitaciones las escuálidas y carcomidas vigas del desván. Así que en las tardes muertas del estío, cuando el sol abrasaba los tejados y la hierba decidía replegarse hasta sus raíces, los niños subían por las escaleras serpenteantes, con las verdes capas anudadas al cuello, y Adrián, siempre en cabeza, fingía escupir fuego por la boca, como si mientras ascendían en fila india conformaran aquel dragón que habitaba sus sueños, y del que nunca alcanzaba a escuchar el nombre. Leocadia constantemente les advertía que con aquella calor se iban a achicharrar, y ellos se reían y le respondían que se equivocaba porque, aunque verdes y con alas, no eran chicharras sino las escamas de un mitológico y espeluznante dragón, más viejo que el propio tiempo. A pesar de sus risas el sol se desmigajaba con fuerza y empapaba en sudor sus ropas infantiles. Incluso Jorge tenía que secar con su pañuelo las saladas gotas que proliferaban por su nariz, pues de lo contrario las gafas se le escurrían indolentemente. Pero, como niños que eran, ellos sabían hallar en todo la contrapartida, y veían en aquel calor acuciante las características propias del clima caribeño. Así que cada tarde jugaban a los piratas, satisfechos por poder recrear las circunstancias de sus aventuras con la mayor verosimilitud. Cogían los pañuelos que antes les servían de capas y con ellos se cubrían la cabeza al modo de los bucaneros. Revestían sus voces de cierta gravedad y donaire, y sus risas se desdoblaban de modo estridente, como si en vez de reirse las cincelasen en roca, y fueran repetidas indefinidamente por el eco. Algunos cojeaban como si hubiesen perdido una pierna en singular combate y la hubiesen remplazado por aviesas patas de palo. Pero la mayor controversia surgía a la hora de dirimir quien de ellos sería el portador del único parche para ojo que, en excelsa ocasión, tras innumerables ruegos, les había confeccionado Leocadia. Aquel parche negro poseía la extraordinaria capacidad de dotar de un aire siniestro a aquel que lo luciera. Y en el fondo todos querían sentir aquel aire siniestro venteando desde su cara. A Jorge le frustraba saber que el estaba previamente descartado para interpretar el papel del pirata del parche negro, pues, en ocasión anterior, Adrián había argumentado que un pirata con parche y gafas era algo tontamente inverosímil. Y Jorge deseó que Adrián se atragantara con aquella palabra nueva, que habría aprendido durante esos días en la escuela, con la que tanto se le llenaba la boca.
Así que empuñando los sables de madera y las sogas anudadas a su cintura, abordaban el navío conformado por la vieja y enorme cama que, desvencijada y cubierta de polvo, rechinaba bajo los pies de aquellos piratas con sus fauces rugientes de querubín. Las refriegas siempre resultaban sangrientas, decoradas con salsa de tomate que habían hurtado previamente de la despensa de Leocadia. Más tarde, a la caída del sol, correrían hasta el río con el fin de que todo rastro del combate desapareciese de sus ropas. Y las arrojaban con sus bulliciosos cuerpos dentro, fingiéndose naúfragos a despecho de los tiburones, hasta el momento en el que el último jirón del sol desaparecía tras las montañas. Así que regresaban a casa empapados, salpicando el recibidor de pequeñas gotas, escapando entre risas de la furia de Leocadia que los perseguía con su escoba hasta sus habitaciones. Allí, una vez a salvo, se felicitaban por haber eludido otra vez la ira de la implacable y pérfida bruja del norte.
Pero antes de esto, durante la tarde, el juego de los piratas finalizaba siempre de la misma manera. El bando de los perdedores debía ser ejemplarmente castigado, por lo que su capitán era colgado del mastil más alto, una vez sentenciado el combate. Para ello enlazaban una soga a la viga del techo más próxima a la cama y pasaban el nudo en torno al cuello de aquel al que en aquella ocasión le tocara ser ajusticiado. Así que el capitán perdedor saltaba desde la cama, con la soga al cuello y fingía su muerte, hinchando los carrillos, simulando los estetores de la muerte, pero con los pies convenientemente pegados al suelo. Aquí para escarnio del perdedor, Adrián solía argumentar que le faltaba verosimilitud-y dale con la palabrita- a la actuación. Sobre todo estos comentarios menudeaban cuando era Jorge a quien le tocaba protagonizar dicha escena…
Todos estos pormenores eran precavidamente decididos la tarde anterior, una vez subían a sus habitaciones, jadeantes todavía tras la persecución de Leocadia. Allí se sorteaban los bandos y se preparaba un pequeño guion de la batalla del día siguiente en la que cada uno tenía su frase. Las frases más espectaculares se las adjudicaban el capitán del bando perdedor- para el momento previo a la horca- y el capitán del bando vencedor, quien, finalmente, siempre mostraba un poco de indulgencia para la tripulación vencida, pues al fin y al cabo “donde manda patrón no manda marinero” tal y como le escuchaban decir a Leocadia. Asimismo habían dibujado en una libreta un plano de la cubierta del barco donde tendría lugar en combate, y con unos Clips de Playmobil establecían las posiciones de cada uno de los combatientes. Así que aquella tarde, cuando se efectuó el sorteo de los papeles, el azar quiso depararle a Adrián el papel del capitán perdedor. No eran frecuentes las ocasiones en las que esto acontecía, así que Adrián, hinchando el pecho como un palomo, les dijo que de una vez por todas se iban a enterar de lo que era actuar. Entretanto Jorge no pudo dejar de sentir como al pronunciar tales palabras, éste le miraba de soslayo.
Cuando al día siguiente se reunieron para subir al desván y dar comienzo a la próxima batalla, se percataron de que Adrián no formaba parte del grupo. Leocadia les informó de que al llegar de la escuela había subido al desván con la intención de ensayar su actuación . Así que por una vez fue Jorge quien encabezó el dragón aleteante, que ascendió entre risas la escalera con su aliento de fuego. Al llegar al descansillo se percataron de que la puerta estaba entreabierta y al empujarla emitió un quejido que se abatió como un oscuro presagio sobre sus espaldas. La habitación estaba a oscuras pero la única ventana arrojaba una luz espectral, que incidía por completo en una figura arrodillada, justo en el centro, al pie de la cama y que a su vez proyectaba en el suelo una sombra, como la del minutero de un reloj de sol. Jorge pensó que en aquel momento serían cerca de las cinco de la tarde y que casualmente la posición de ese humano minutero coincidía con esa hora. Los niños proclamaron su nombre pero la figura permanecía quieta y así, de espaldas, parecía una marioneta a la que le hubiesen cortado los hilos que la mantienen en pie. Pero, contrariamente a lo que pensaron en un primer momento, había un hilo al que todavía permanecía unido, uno que lo sujetaba por el quebradizo contorno de su cuello. Tras unos minutos, Jorge tomó la iniciativa adelantándose al grupo. Cuando llegó a la altura de la figura, apróximo la mano a su espalda, y en aquel momento la vio desplomarse, pues la cuerda anudada a la viga más alta, había terminado de romperse. Pudo ver entonces el rostro Adrián, vacío como el de un muñeco roto, con los ojos fijos en un horizonte en el que quizás hubiera alcanzado a escuchar por vez primera el nombre del dragón verde que habitaba sus sueños, y a lo mejor llegó a saber que durante aquella tarde había sido Jorge quien lo encabezaba.

La investigación concluyó que Adrián había debido acortar la cuerda con el fin de dotar a sus juegos de mayor verosimilitud, con tan mala suerte que en el salto se había desnucado. A Jorge no le sorprendió ver como con esta explicación todos se dieron por satisfechos. Tanto niños como adultos sabían que Adrián, en los últimos tiempos, era un devoto de la verosimilitud. Por eso Jorge sospechaba, que a pesar del resultado obtenido, Adrián nunca se habría enfadado….Aunque él no podía evitar sentir todo aquello como algo ridículo y pegajoso. Al fin y al cabo sólo se trataba de un simple juego de niños, pensó.

domingo, 6 de marzo de 2011

PROMESAS SIN CUMPLIR



Imagen: Yacek Yerka



Vivían juntas en la vieja casa familiar. La madre y la hija. Era una casa grande, espaciosa, a la que casi nunca daba el sol. Estaba rodeada por una emboscada de árboles altos, verdes y de manos alzadas, y cuando en otoño huían las hojas, parecían crispadas hacia el cielo, como pidiendo disculpas.
Se pasaban las tardes peinándose el pelo, la una a la otra, en la vieja casa familiar, quizás para olvidar que casi nunca le daba el sol.
Se llevaban bien. Tenían pocas diferencias, pero había una fundamental de la que aquí hablaremos. La madre creía en “el más allá”, en eso que se suele denominar como “la otra vida”, y la hija no quería evitar decir que a ella, todo eso le parecía una sandez. La madre frecuentaba mediums y hechiceros que le pusiesen en contacto con sus parientes muertos, y a la hija aquellos le parecían meros rituales para quitarle los cuartos. La madre llenaba los rincones de la casa con hierbas y sustancias destinadas a expulsar a los malos espíritus, y la hija fruncía el ceño cuando percibía la presencia de los escapularios malolientes.
La hija no creía en nada. O más bien creía en la nada. Así se lo decía a su madre, quien de inmediato se santiguaba, y rezaba cuatro Avemarías y dos Padrenuestros por la salvación de su alma pecadora. Y le decía que cuando ella muriese la esperase pues, a los pocos días, vendría desde el más allá a visitarla y así demostrarle que no tenía razón. La hija se reía y le decía que la esperaría leyendo todas las partes del Quijote, pues, de lo contrario, la espera se le haría indudablemente larga.

Así pasaron los años, tranquilos, inmutables. La casa permanecía invariablemente grande, apenas si salpicada por unas cuantas hebras de sol cuando llegaba el verano. La madre enfermó y ya no tenía cabellos que le peinasen por las tardes. La hija le compró una cara peluca que desenredaba cuidadosamente entre sus manos, mientras descansaba la madre.
Pronto llegó el día en el que la hija comprendió que se quedaría sola en aquella casa grande a la que apenas visitaba el sol. La madre le dijo que no se preocupara pues vendría visitarla con la llegada de la noche. Esta vez la hija se ahorró los comentarios sarcásticos, de universitaria con empleo de funcionaria en el ministerio público.

Al velorio acudieron todos sus vecinos y parientes lejanos. La madre permanecía en el féretro con el semblante tranquilo y los ojos cerrados. La hija no podía evitar ver a través de esos párpados plegados, las pupilas amarillas fijas en su rostro, reafirmándose en aquella monótona promesa... El abrazo del primo Rober llegó furtivo desde atrás, arrancándola abruptamente de su ausencia. A punto estuvo de recriminarle por casi haberla matado del susto-además tanto él como los otros debían saber que ella rehuía permanentemente cualquier clase de contacto físico-, cuando observó la presencia de un semblante familiar. “¿Te acuerdas de Esteban?”, le preguntó el primo Rober. Cómo no se iba a acordar de todas aquellas ocasiones en las que habían jugado al “escondite a oscuras”, en la vieja y grande casa familiar, que apenas era rozada por los rayos del sol. Aquel chico era el eterno acompañante del primo Rober cuando algunos veranos los padres lo enviaban a pasarlo con ellas, mientras éstes viajaban por Europa. Siempre había estado secretamente enamorada de Esteban y, mientras peinaba los cabellos de su madre, había soñado tantas veces con el beso premeditado, entrelazados a las sombras de los árboles. Pero aquel beso nunca llegó y con los años las visitas del primo Rober habían ido espaciándose. Así que sin más olvidó a Esteban y aquellos veranos donde a oscuras jugando se buscaban.

Mientras las matronas velaban el cadáver, entre cuentas de rosario y los cirios sanguiñolentos, fueron al salón a investigar en las entrañas del mueble bar. El bourbon les calentó las gargantas y vistió sus mejillas de un rubor lúbrico. Así se enteró de que ahora Esteban vivía en la ciudad, a escasa media hora, que estaba divorciado y- afortunadamente, pensó- no tenía hijos. Así que quedaron en que alguna vez vendría a visitarla, pues tanto Esteban como el primo Rober insistieron en que no les gustaba la idea de que permaneciera sola en aquella casa grande y alejada, que parecía engullida por una gran sombra.

Cuando todos se fueron ya la botella de bourbon refulgía vacía. La sostuvo en lo alto, contra la lámpara, observando como los haces de luz se refractaban al contacto del cristal. Luego apagó la lámpara y a oscuras se dirigió a la habitación donde yacía su madre. Las llamas de los cirios hacían que la estancia pareciese empapada en sangre, y arrojaban un halo misterioso sobre el cadaver inane. Se la quedó mirando consciente de que en su rostro se distinguía la huella de una resolución, una promesa. No sabía por qué pero durante todo el día no la habían abandonado la presencia de aquellas palabras “volveré y creerás”. Se echó a reir, rugiente, espasmódicamente, encandilada por la inociencia inherente en aquella presunción. Su madre siempre había sido así, inocente, sustancialmente buena. Sintió las lágrimas corriendo por las mejillas ardientes, y pensó que era sorprendente que no se evaporaran con el calor, al contacto de su piel. Aquellas, sus primeras lágrimas del día.

Al volver del cementerio la casa la esperaba impaciente, al menos eso fue lo que ella pensó. Una vez atravesado el umbral, la puerta se cerró, como por mediación de una voluntad ajena. “Serán las corrientes de aire”, se dijo. Así que casi a su pesar subió las escaleras, quitándose la ropa. Esa era una de las cosas que ahora podía hacer, libremente. Ir desnuda por la casa sin temer encontrarse con la presencia pudorosa de su madre, a la que siempre parecía turbar la visión de un cuerpo desnudo. “¡Qué boba eres!”, le decía. Pero ella era así, todo candor. Incluso en los últimos tiempos de su enfermedad no dejó de apreciar lo avergonzada que se sentía al permitir que la bañara y la limpiara cuando se hacía encima sus deposiciones. Y no sólo por la conciencia de que ella ya no podía hacer esas cosas sola, sin la ayuda de nadie. Sino que también le parecía adivinar en ese comportamiento las huellas de aquel antiguo pudor.

Salío de la ducha como si le hubiesen arrancado de cuajo el cansancio. Aunque su rostro en el espejo indicaba lo contrario. Aquellas ojeras rodeadas de unas minúsculas arrugas, le hicieron pensar por primera vez en que ya no era joven. Siempre había sido guapa, pero había conocido pocos hombres. Hubo uno que le rompió el corazón y se daba cuenta de que había acabado por recluirse allí, en aquella casa, quizás pensando que entre aquella oscuridad no tendría que dedicarse a la dura tarea de reunificar sus pedazos. Y ahora, de golpe, se sentía vieja. Dudaba que Esteban viniera alguna vez a visitarla….. De pronto la vió, en el espejo. Una sombra atravesándolo de lado a lado. Miró hacia atrás y no vió nada, sólo la ducha goteando. Seguramente estaba más cansada de lo que pensaba.

Aquella noche apenas durmió. Con las mantas hasta el cuello, había permanecido atenta. Le parecía increible la cantidad de sonidos que era capaz de emitir una casa en la oscuridad. La mayor parte de ellos hasta ese día le habían pasado desapercibidos. Incluso había sonidos que se parecían al sonido de los pasos, sobre la madera. Crujidos, aullidos, maullidos….en una casa cabían todos esos sonidos y muchos más. Y no podía olvidar el ulular del viento entre los árboles. Porque aquel bosque era como una habitación más de la casa, y no podía pasar por alto las pupilas amarillas de todas aquellas aves nocturnas fijas en ella.

Por la mañana se encontraba mal, así que llamó al trabajo y dijo que se hallaba indispuesta. Permaneció todo el día en la cama, sin apenas alimentarse, con la única compañía de la última botella de bourbon que arrojaron las tripas del mueble bar. A veces le habló a la botella y le hizo confesiones. Le dijo que Esteban era el primer hombre atractivo que había visto en mucho tiempo y que no le importaría compartirlo con ella, ahí, entre las sábanas. Así que comenzó a tocarse hasta que su cuerpo se quebró, y estalló una corriente que lo esparció en mil pedazos que, de pronto, como por arte de magia, habían acabado por reunificarse, en silencio. Y descansó.

Cuando despertó se percató de que estaba muy borracha y la cabeza le daba vueltas. Fue al baño y vomitó, inclinada sobre el inodoro y de pronto sintió como si unas manos le sujetaran los cabellos. Asustada se plegó sobre si misma, sentada, con los brazos rodeándole las piernas y la espalda apoyada contra la pared. Permaneció horas en esta postura defensiva contra aquella presencia que no podía discernir, pero que le parecía oscura y envolvente, caliente. Como si se encontrase dentro del útero materno. Entonces se movió y desgajándose de la pared se ladeó hacia el suelo, colocando su cuerpo en posición fetal. En ese momento comprendió lo que esperaba, pues, a pesar de su sarcasmo y sus risas, en el fondo sabía que si de algún modo era posible, ella volvería a cumplir su promesa. Así que regresó a su habitación y sin más se dispuso a aguardar, en la cama, reclinado su cuerpo sobre la almohada, los brazos en cruz, en una mano el vaso y en la otra la botella. Así pasó horas, quizás días, la lluvia golpeaba tiernamente los cristales, y nunca se alimentó. Sólo el amaderado sabor del bourbon inundaba su paladar, mientras auscultaba los sonidos y el más mínimo cambio de luz que experimentaba la casa. Hubo momentos en los que pensó que estaba loca. De pronto, un día sintió el lamento de la puerta y le pareció que ésta se abría. Casi podía percibir como una presencia se movía por el recibidor, silenciosa. Escuchó el sonido que se produce el prender la llave de la luz. Luego los pasos se fueron esparciendo, livianos, por el piso inferior, hacia las escaleras. Los peldaños crujieron lamentándose bajo aquel peso que parecía no compadecerse de ellos. “Los espíritus son más ruidosos de lo que esperaba-se dijo-Debe ser que cargan con ellos con todo el peso de la culpa”. Sintió como pronto habían finalizado de subir la escalera y como se movían por el corredor. Le pareció que alguien la llamaba, pero desde muy lejos, con una voz ultraterrena. Al instante una sombra se ciñó en la puerta, más oscura que la misma oscuridad. O quizás no más oscura, sino más compacta. Entonces algo que parecía una mano comenzó a tantear la pared y la lámpara de la habitación regresó a la vida. En el umbral divisó la robusta figura de Esteban que se apartó el flequillo rebelde, mientras los ojos de ambos se adaptaban de nuevo a la luz. Ella se percató de que estaba de pie, sobre la cama, desnuda. Pero no cogió la sábana para taparse, sino que tal como estaba corrió y se arrojó, así, desnuda, contra la ropa mojada de Esteban. Y le besó, hasta que los labios se hicieron sangre. Como dos púgiles se tomaron, y ambos se tantearon sobre las sábanas, con extrema fiereza-conscientes de que después de todos aquellos años buscándose a oscuras, al fín se habían encontrado-, quizás sólo para alejar fuera de sí los fantasmas. Se hendieron una y otra vez, por entre las cortinas pudo ver como un rayo de sol asomaba. En algún momento de delirio ella no pudo evitar decirle que la esperaba y que pronto llegaría para cumplir su promesa, pues no era de ese tipo de personas que dejan las promesas sin cumplir. El se limitó a desordenarle el pelo, sin preguntar. Había ido hasta su ministerio para invitarla a tomar un café y charlar, pero cuando le dijeron que llevaba semanas sin aparecer, no dudó en ir hasta la casa y comprobar que no le hubiese ocurrido ninguna desgracia. “Y sí-le dijo- realmente tienes un aspecto lamentable”-y se echó a reir mientras hundía su cabeza entre la cavidad de sus piernas.

Por la mañana el se levantó, le preparó el desayuno que degustaron opíparamente, e hizo sus maletas. Sin cruzar apenas palabra se la llevó en su coche. Permanecería en su apartamento hasta que no encontrara otra cosa, y simultaneamente ambos pensaron que no había demasiada prisa en encontrar nada. Miró hacia atrás, hacia la casa y de pronto se dio cuenta que por primera vez en mucho tiempo estaba empapada de luz. Y juró no volver a reirse del credo de los otros.

Lo que ella no sabía era que, en la hora de la muerte, su madre, de entre todas las cosas, sólo había temido una: La nada. Porque, indudablemente, esa circunstancia le impediría regresar y cumplir aquella promesa.Y ella era de aquella clase de personas a las que no les gusta dejar las promesas sin cumplir.

viernes, 4 de marzo de 2011

Pensamientos ridículos

¿Existe algo más indefenso que un cadáver?

A veces imagino formas ridículas de morir
Por ejemplo doy un traspiés en la ducha
Y mi cuerpo cae
inerte
con todo el peso de mi carne de piedra
Los senos se descolgarán
cada uno hacia su costado
y los pliegues de mi vientre
recordarán al bandoneón de Piazzola.

Otras veces sueño que muero
de una muerte violenta
una explosión
por ejemplo
y mis miembros
son esparcidos
al calor de la noche
Entonces alguien los recoge
Enumera
Y los va metiendo en una bolsa negra
Pero antes un reportero
Los filmará con su cámara
Y tras una relación minuciosa
Y pormenorizada del accidente que me costó la vida
Las imágenes de mi cuerpo
Mutilado
Engrosarán las filas de la posteridad

En la muerte
¿Quién nos defenderá de la televisión?

martes, 1 de marzo de 2011

CONVERGENCIA DE LOS ESPEJOS




Contempló su imagen. Las huellas del cansancio se habían desprendido de su piel, como las hojas que, con la lección bien aprendida, saben que tienen que desprenderse de los árboles al llegar el otoño. Tal y como había soñado se supo hermosa. Rutilante. Conservaba esa calma tensa que debe reinar en el ojo del huracán, inmune al revuelo que la circundaba. Pidió a los demás que la dejaran sola. Luego se había desnudado lentamente, descubriendo porciones de su piel oscura a aquella otra que la contemplaba desde la superficie diáfana del espejo. Se veía con nuevos ojos. Ojos regresados desde esa vida que a partir de hoy dejaba de aguardarla. Ojos en cuyas retinas se amalgamaban las retinas de millones de mujeres, que alguna vez protagonizaron idéntico ritual. Ojos que conocían que se habían acabado los tiempos de andar descalza por los bosques, con los cabellos sueltos enredándose en las ramas. Ahora, de pronto, conocía mil y una maneras de recogerse el pelo y las canciones de la infancia permanecerían encerradas en el interior de una caracola. Hasta que llegase un día en el que la acercaría a la oreja de un niño y le explicaría que ahí se escondían todos los sones del mar. Y que si prestaba atención podría escuchar el canto de las sirenas.


En algún otro lugar, en muy distinta época, otra mujer que podría estar-así es nuestro capricho-del otro lado del espejo, contempla su imagen de similar manera. Se pasa las horas observando como la oscuridad se cierne sobre sus ojos, cercándolos, y en su avanzar estirpa la luz con la que habían brillado en un tiempo no muy lejano. Ahora para quien la viese, sería difícil imaginar que hasta hace poco había sido alegre. Que sus risas eran aplaudidas por el eco en altos pasillos de piedra. Que su cintura se meneaba estentóreamente al compás del laud y con el canto de la cigarra. Que sus hombros habían sido los más bellos del reino y se podrían ejecutar melodías con los suspiros arrancados por las hebras negras que-no por descuido, sino más bien por coquetería- jugueteaban libres alrededor de su nuca. Al verla la joven del otro lado del espejo no dejaría de apreciar la gravedad y severidad de su rostro. E intentaría aprehenderlos para remendar con ellos una máscara que sabía le sería precisa en un futuro. Al igual que ella, esta otra se desnudó y con sus dedos, despacio, persiguió el correaje de sus huesos bajo la piel y se convenció de que el cuerpo no es más que un cerrojo del alma. Y en ese convencimiento olvidaba el delirio y el goce que se había procurado a través de sus muslos frescos y carnosos, enlazados alrededor de otro cuerpo joven. Pues ahora de repente se sentía vieja y tras el histerismo y la locura de los meses precedentes, los últimos acontecimientos le habían devuelto el porte sereno y regio. Y se negaba a pensar en cosa alguna que la atara a la vida, consciente de estar más del otro lado, y, por encima de todo, del lugar que le correspondía en la historia.


La primera joven, acompañada de su hermana mayor y de una prima, examina la delicada lencería y a cada comentario de las otras responde con una risita nerviosa. Su rostro es moreno y salvaje. Sin duda la joven del otro lado la hubiese confundido con una campesina, sin siquiera reparar en que su piel es tersa como las escamas de una rosa y que las uñas de sus dedos son como diez cinceladas lunas. Salpican sus cabellos con flores que la hacen sentir la viva imagen de la primavera y su piel quema como el fuego. Así que le sorprende que no se convierta en cenizas una vez que el vestido blanco se ciñe a su cuerpo. El blanco es símbolo de pureza, de virtud,…de entrega, piensa. Y su educación, a pesar de los comentarios de las matronas, la había preservado inocente. Si hasta hace poco el único contacto que admitía era el de la hierba en su piel, cuando se acostaba para observar el carnaval de las nubes, las manos erguidas hacia el cielo. Un estremecimiento recorrió su cuerpo al pensar en el arribo de la noche. “Tienes la piel de gallina, niña ¿quieres que avivemos el fuego?”. No, negó con un sutil movimiento de cabeza.
No eran muchas las ocasiones en las que había visto al novio y casi siempre la madre ejercía de carabina. Una vez, mientras ésta iba a impartir sus disposiciones a la cocina, él la condujo detrás de los setos y la había tomado entre sus brazos. No sabía la razón pero aquella circunstancia le produjo gran desasosiego. Había sentido aquel abrazo como un cerrojo sobre su cuerpo. De todos modos podía considerarse afortunada, pues casaba con un mozo joven y de trato amable. Era consciente de que no todas las muchachas podían afirmar lo mismo. Conocía algunas que debido a la situación familiar se habían avenido a matrimonios con hombres mayores que les proporcionaran una holgada situación económica. Pero por encima de todo era consciente del lugar que le correspondía en el mundo.

A la otra joven le habían permitido conservar a tres de sus antiguas doncellas en su actual situación. El día anterior cuando le informaron de que por un percance debía retrasarse la “ceremonia”-así ella en un arresto de ironía la llamaba-, había dicho “Mr. Kingston, oigo que no moriré antes del mediodía, y siento mucho por ello, ya que pensé estar muerta para esas horas y por delante de mi sufrimiento”*. A lo que Mr Kingston no pudo sino contestarle que su sufrimiento sería breve. “Oí que dicen que el verdugo es muy bueno, y tengo un cuello pequeño”*, dijo la joven mientras colocaba sus diminutas manos alrededor de su cuello, como si estuviera tomando medidas para la espada del verdugo y a continuación rió melodiosamente. Así que Mr Kingston salió cabizbajo, reflexionando, quizás, en cómo un alma acusada de semejantes crímenes podía mostrar en tales circunstancias tamaña entereza. Y en aquella estancia dejó a tres desdichadas doncellas arropadas por los vestidos de su joven señora.



En verdad estaba radiante la novia en cuyas pestañas las lágrimas parecían tejer delicadas telas de araña. Y llegó el momento en que la cubriera el velo, cuyo material, de tan sutil, atenuaba la luz del sol sin llegar a ocultarla. Destacaban bajo él los rojos labios, de manzana a la que se le hinca el diente y cuyo jugo inunda las bocas, hasta la garganta. Al salir de la habitación se vio rodeada por miradas de admiración y recordó lo cómodo que resultaba para ella pasar desapercibida. Alguien, cuyo rostro no pudo precisar entre tantos, le puso unos lirios entre las manos que ella sostuvo con fuerza, tratando de evocar la presencia de la naturaleza, que durante su juventud había sido su única y verdadera amiga. Los alzó hasta la nariz y respiró intensamente, despidiéndose del verano en el campo. Ahora viviría en la ciudad, donde la hierba se troca en asfalto y a las colinas les arrancan los ojos y las denominan ventanas. Y sintió unas manos invisibles que le ceñían el cuello, como si le tomasen las medidas para el dogal. “Pero no-pensó-este debería ser el día más feliz de tu vida”. Así que cuando le preguntaron si iniciaban la marcha ella asintió resueltamente.


A la segunda joven las doncellas la ayudaron a ponerse el vestido gris oscuro, de damasco, adornado con unas pieles. Bajo él se escondían unas enaguas rojas, único vestigio de su anterior coquetería. El cabello negro lo peinaba recogido y llevaba su tocado francés, como tenía por costumbre. Tuvo una última mirada para su rostro y allí pudo distinguir una mujer nueva, desconocida, que la miraba desde un futuro que no existía. Quién sabe si en aquellos momentos se dirigió algún reproche, pero si lo hizo pronto aceptó el sacrificio consumado, por un hombre, por un país. Sin percibir cómo, alguien puso un libro entre sus manos, en el que ella adivinó su devocionario y al que apretaron sus dedos con fuerza, para sustraer de él la resolución, pues por momentos temió que le abandonara el aplomo en la hora del último paso. Al salir de la estancia se enfrentó con los ojos de la guardia que la contemplaban, algunos embriagados de odio, otros sumidos en la costumbre del antiguo respeto. De inmediato irguió la cabeza, consciente de que este es el modo en el que camina una reina, y ella sería reina hasta que no tuviese donde ceñir la corona. Así que cuando le preguntaron si iniciaban la marcha ella asintió resueltamente



Ahora en cada habitación los espejos permanecen vacíos, sin otro reflejo que la propia estancia, de la que sólo aseveran un único cuadradito inmutable, excepto por los distintos modos en los que acostumbra a declinar la luz. Las jóvenes son arrojadas a la calle y sus pasos las conducen al lugar de la ceremonia. Bajo el sol el vestido gris resplandece tanto como el vestido blanco y las dos comparten el mismo rostro grave y la misma mirada hacia dentro. También la exaltación de los espectadores parece la misma y el mismo rumor semeja enardecer a la masa congregada. Ambas sostienen con fuerza el objeto entre sus manos y el tacto de las flores es suave y susurrante como las plegarias que se alzan desde el devocionario. Ambas compiten con el sol en belleza, ambas tienen la cabeza coronada. Ambas miran al frente y encuentran al final de los escalones al hombre que, intranquilo y vestido de negro, aguarda. Y finalmente, ambas clavan los ojos en el mismo tajo, con la misma mancha de sangre, grabada por el sacrificio en la madera.


*Palabras atribuídas a Ana Bolena el día anterior a su ejecución