Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


jueves, 28 de febrero de 2013

ABRAZAR AL ÁRBOL



Después de ver el encantador encuentro de mi querida Alba Ceres con los chicos de Sopa de poetes esa noche soñé con Alba. No recuerdo apenas ese sueño, sólo que nos encontrábamos en un paraje similar al del video y que me desperté con los restos de el siguiente poema en mi mente:

Soy esa partidura
que hace del océano un extraño
me cavo un hoyo
para que al subir la marea
lo cubra de agua

Finalmente he pensado sustituir la palabra partidura por la palabra accidente(y jugar con su acepción geográfica y la de alteración del curso de las cosas...), porque quizás una partidura que se cava puede resultar un tanto incongruente, aunque no sé hasta que punto cuando se escribe(o se sueña) existen las incongruencias. En todo caso creo que, tanto Alba como yo, compartimos la percepción de que es en lo otro(o el otro), donde de alguna manera  nos despojamos de ese "ser accidente". Y nos la pasamos ahondándonos para que en cierta manera "lo otro" sea en nosotras (y por lo tanto nosotras en lo otro...). Esta es un poco la explicación que le doy a esos versos del sueño. Y el siguiente relato es un poco el modo en que yo veo a Alba....







Desde muy niña adquirió la costumbre de abrazar a los árboles. Debemos aclarar que para abrazar a los árboles no basta simplemente con adquirir la costumbre. También hay que tener el talento. Si con el talento se nace o es algo que se aprende, es cuestión que no podemos contestar. Ella tampoco, y probablemente  ni siquiera se lo haya planteado jamás. Sencillamente el abrazo acontecía, del mismo modo que acontece la lluvia. Cuando pegaba su cuerpecillo al tronco, enseguida sentía su ser solapándose, así como el rocío se solapa a la hoja temblorosa, y en ese momento toda esa humedad dispersa que es la cosa viva, se condensaba en el abrazo al árbol. El pecho se le hinchaba a su respirar, las venas se le anegaban con la efusión de la savia. Finalmente, corazón de madera y corazón de carne palpitaban al unísono. Con los ojos vueltos hacia dentro, ella se reducía a la escucha. Así fue como el árbol le habló de ese instante en el que el viento depositó en un surco su semilla. De su latir calmo en el seno de la tierra.  Porosa, acompañó el trauma de la pequeña raíz abriéndose paso hasta la superficie. Tembló a la primera agresión del exterior-y su cuerpo no se extrañó ante aquella sensación acaudalada en algún lugar íntimo de sí. De tan íntimo, casi remoto-. E intuyó que un solo árbol comprende un bosque, y más allá. Mientras esto sucedía y permanecía abrazada al árbol, la sangre le hablaba con la voz de tantas y tantas mujeres antes que ella. La invadió una repulsión indefinible con respecto a este hecho. Ya nunca la abandonaría, y con la edad se cuestionaría hasta el delirio si en su caudal existiría siquiera una gota de sangre o un átomo de amor legítimo. Y a la vez, en la noche siempre se dormiría arropada por la voz de tantas mujeres latiendo en su interior. En cierto modo, así, la intemperie era menos. 

En cuanto sus padres le daban permiso la niña corría junto a su árbol. Porque, con el tiempo, el árbol acabó siendo siempre el mismo. Tampoco tenía una explicación clara de porque esto había sucedido de tal modo, por lo que finalmente optó por decir que era el árbol quien la había escogido a ella. Al principio sus pequeños brazos trataban de abarcar el tronco en toda su superficie. Pero enseguida se dio cuenta de que aquello era imposible, y decidió ingenuamente que una vez hubiera crecido sería capaz de abrazarlo por completo. Sin embargo los años pasaban y el contorno del árbol parecía tan inaccesible para ella como el cielo desde el último piso de aquel rascacielos, al que una vez la habían llevado de visita junto con sus hermanos. Hasta que un día se le ocurrió pedirle a su padre que la acompañara. Finalmente, los dos juntos, se pegaron al árbol, asiéndose apenas por las puntas de los dedos. Entre ambos resultaron el abrazo completo. Permanecieron quietos hasta que el sonido de los grillos les avisó de que sobre ellos había caído la noche. La joven-porque cuando sucedió esto la niña de esta historia ya no era tan niña-sentía que había auscultado la inmensidad a través de aquella tarde.  Y en su conciencia comenzó a forjarse la idea de que la vida no está tanto en el espacio que se abarque, como en la piel que uno ponga en ese espacio. Además existían aquellos interregnos de confluencia, que a lo limitado de la piel dotaban de amplitud. 

Podríamos decir que la mujer que algún día sería había ido gestándose en el abrazo al árbol.

Transcurrido un tiempo su familia tuvo que mudarse a la ciudad. La fatídica mañana, bien temprano, corrió a despedirse de su árbol. Ya estaba el sol bien alto cuando acudieron a buscarla. En el coche no paraba volver la vista atrás, tratando de prolongar la despedida. Alguien-no recordaba cuál de sus hermanos- le dijo que ya estaba mayorcita para esas cosas. A pesar de ello, el jersey que llevaba aquel día lo puso a buen recaudo en el armario, tal y como estaba, con todas las partículas y fibras vegetales que se le adherían cada vez que pasaba unas horas junto a su árbol. A menudo iba al armario y se abrazaba a ese jersey. En esos momentos sentía como el plumón de su cuerpo se hinchaba. Su árbol siempre había sido para ella ese lugar respirable. 

Finalmente llegó aquel abrazo tan temido en el que se dio cuenta de que la mayoría de las fibras ya se habían desprendido, así que quitó las últimas y las guardó entre las hojas de un libro de poemas. Otro de sus lugares respirables.

Poco a poco la vida secreta de la ciudad comenzó a absorberla. Y un día se sorprendió a si misma latiendo con ese mismo pulso, un tanto acelerado y arrítmico. Las clases, los nuevos amigos, el caos. El sonido de las bocinas en los atascos, una vez finalizada la jornada, había reemplazado de un modo natural al de los grillos y su sintonía de “eshoradevolveracasa”.   Su árbol había acabado por engrosar el imaginario de su infancia, junto a alguna de sus muñecas, la bici con ruedines, las katiuskas, sus primeras amistades, o aquel chico que tanto le gustaba.   
Algunas veces aparecía en sus sueños. Justo cuando el miedo, durante alguna persecución, el árbol se corporeizaba en su camino, y entonces era llegar a casa como cuando de niña jugaba al pilla-pilla con los otros niños. En el glosario de sus sueños aquel árbol era suelo sagrado.


Durante su larga vida recordaría con exactitud el momento en el que el árbol regresó a ella. Era una lluviosa tarde de marzo en la que, con los ojos cerrados, trataba de seguir el compás que marcaban las gotas en su golpeteo contra el cristal, mientras esperaba ociosa a que dieran comienzo las clases de solfeo. De repente un matiz del aire la paralizó. Algo como una torsión, una rugosidad. Tardó un rato en comprender que aquello que la inquietaba era el sonido de un árbol alzándose por encima de la intermitencia de la lluvia. Por un instante pensó que aquella música provenía de su interior, de alguna entelequia que como un gato de pronto se había desperezado. Pero en realidad se alzaba sobre su cabeza, la sobrevenía por los costados, se deslizaba a la altura de sus tobillos, hasta terminar por envolverla. De nuevo cerró los ojos, y aquello que no sucedía desde hacía tanto tiempo, volvió a suceder. Ella se redujo a la escucha. Y supo como tanto tiempo atrás, que un árbol comprende un bosque y más. Mientras aquella música de ramas y viento la rodeaba, concibió además la idea de que toda mujer es un abrazo, que toda mujer lleva el abrazo bien adentro de su carne. Por lo que trató de asir la música para darle cabida en sí. Trató de convencer a la música, cuyo sino es el de acontecer, sin más, carente de la mínima posibilidad de permanencia. Y en ese forcejeo fue ella la que se vio arrastrada al interior de una habitación por cuya puerta, entreabierta como un parto, cada nota era arrojada a la vida para sucesivamente morir en su tiempo de corchea , negra, o blanca. Y enseguida ser sustituida por otra nota que correría la misma suerte.

En la estancia iluminada, una mujer de largos y despeinados cabellos con cada uno de  sus movimientos- el gesto rotundo y a la vez delicado que sólo puede ser blandido por cuerpo de mujer- parecía afirmar: soy un abrazo, mi carne es un abrazo. En el centro de si misma la agitación de un violonchelo, como un apéndice, un alma de ramas y viento sobresaliendo de su regazo.  Entonces el corazón de la joven palpitó exclamando “esta mujer abraza a un árbol, esta mujer es el árbol”.


Tras este reencuentro, con paciencia y determinación, la joven regresó al abrazo de su árbol. Lo abrazó hasta que ella también sintió esa urdimbre de ramas y viento, como una prolongación de su alma, salírsele del regazo. Lo abrazó hasta que la música se propagó por sus venas como savia. Lo abrazó hasta que los grillos de la orquesta comenzaron a sonar para advertirle dónde debía dejar languidecer un aire, o en que lugar su arco debía de hilvanar la noche. Y sí, una orquesta era un bosque donde las notas se sostenían en nubarrones hasta estrangularse y colmarse lluvia. Lluvia que repartía sus preces entre las cuerdas y los trombones. Lluvia que florecía los triángulos, o resbalaba una ingrávida mano sobre la superficie herbosa del arpa. Y mientras esto sucedía ella sentía como su arco distendía las espesas capas del tiempo. En el deslizar de su muñeca cabían edades de música.

Podríamos decir que toda su vida la pasó abrazando árboles. El violonchelo volvía a su estado primitivo entre sus brazos. Ella le ponía alma y movimiento entre las ramas. Él le prodigaba pájaros y viento. En el futuro regresó muchas veces a la casa de la infancia. Y caminaba por el mismo camino de cuando era una niña, para encontrarse con su querido árbol. Allí se sentaba en una raíz que sobresalía un tanto de la tierra-y este era un detalle que no conseguía recordar de su infancia junto al árbol-,formando un perfecto asiento. Ella tocaba su violonchelo como si este fuera uno de los habitantes legítimos del bosque. Así, hasta el anochecer. Cuando sólo los grillos la alertaban de que ya era tiempo de regresar.

Una tarde, tras una larga vida, nuestra niña regresó a su árbol. Lentamente, algo cansada, se sentó sobre la raíz comenzando a tocar de inmediato su violonchelo, tal y como tenía por costumbre.

En los días sucesivos un pájaro le comentó a su bandada que mientras permanecía sobre una de las ramas del árbol escuchando-como hacía siempre que la mujer venía con su instrumento-, de repente la música había cesado, y como asintiendo a la pregunta de aquel súbito silencio, la cabeza de la mujer se había inclinado todavía más sobre el violonchelo, inmovilizándose a este gesto el resto de su cuerpo, hasta quedarse rígido. Momentos después una vibración sacudió la rama donde se había posado el pájaro, sobresaltándolo. Cuando miró hacia abajo el tronco pareció abrirse y dando un paso hacia delante abrazó a la mujer, que desapareció en él, quedando como único testigo de su anterior presencia el silencioso violonchelo recostado sobre la hierba.

Por el contrario, una flor, pionera entre las de su especie, les comentó a sus rezagadas compañeras-la mayoría de las cuales no se abrieron hasta unos días más tarde-que había sido testigo de cómo una mujer, a la que le nacía una brisa dulce de entre las manos,  de repente se había quedado tendida sobre la hierba próxima al árbol. En ese momento la hierba comenzó a crecer a gran velocidad, tanto que la flor pudo escuchar el alarido de la tierra, cuyo fruto le era arrebatado de la entraña.  Pronto los tallos y los tréboles  cubrieron por completo su cuerpo, hasta que de la mujer sólo quedó, vuelto de espaldas, la placenta de aquella brisa que le nacía de entre las manos.  La flor dejó boquiabiertas a sus compañeras cuando les expuso su teoría de que aquella mujer no era una mujer, sino un fruto del árbol que maduro regresaba a él nutriéndolo a través de la tierra.

Y así circularon diversas historias acerca de la extraordinaria desaparición de la niña-mujer del violonchelo. Lo cierto es que durante el día quien osara acercarse por los alrededores podía escuchar como de aquel árbol brotaba una música hipnotizadora que parecía condensar el bosque. Y si permanecía el tiempo suficiente podría comprobar como aquella música cesaba al anochecer, justo cuando era reemplazada por el bullicio de los grillos.

martes, 26 de febrero de 2013

SURCO ENTRE UN POEMA




Esta imagen se abrió describiendo surcos cuando leía el poema ljós en el blog de María Sotomayor. Para ella va...Hay poemas que son líquidos, y sin duda fluyen y se afluentan....




Caer piedrita a tu pecho
y desfragmentarme en profusión de surcos
sobre agua,
anillándome en tu piel hasta ese lugar
en el que el temblor ya no es perceptible al ojo,
como las edades de un árbol.

viernes, 22 de febrero de 2013

AQUELLO QUE SE AGITA






Pienso en aquello que se agita,
en el pez,
en cuánto hay de sol en el pez
y cuánto de agua.

Pienso en la textualidad de tu cuerpo,
en el calor que desnudas y permanece sobre la silla,
como poema arrugado, una vez te has ido .

Tomo tu asiento,
pienso en cuánto habrá ahora en la silla de tu calor,
-¿y del mío?-
pienso en cuánto de tu calor habrá en este momento
bajo mis nalgas.

Calor que arácnido repta mi sexo
y se va alargando,
igual que la sombra de un objeto
a medida que se aproxima a la fuente de luz.

Aprieto las piernas
-el mismo gesto de cuando tenía cuatro años
y, por vez primera, intuí el goce-
para retener en la flor
al bicho calorífico.

Y mientras te alejas, prófugo de tu calor,
del mismo modo que un cadáver prófugo de su vida,
hurgo con mis dedos en ese lugar donde el insecto zumba, 
para arrancarlo de mí y convertido en mariposa
restituirlo a tu cuerpo.

No hay resquicio para la intemperie
en el envoltorio de sus alas.


Pienso en aquello que se agita,
tu ausencia expuesta al viento
en el árbol del ahorcado.
¿Cuánto hay de tu luz en ella?
¿Cuánto de tu sombra?




lunes, 18 de febrero de 2013

LOS AMANTES

 





Dos cuerpos doblan a muerto
en la tarde de abril.
Dos badajos
repicando desnudez con parsimonia.
A la luz del amor
los ojos parpadean viento enramado,
el edificio de una civilización se desploma
ante el animal que bosqueja su mirarse. 

Los dientes del ocaso mascan el sol con fruición,
como a chicle, estirando el resplandor
hasta la última nausea,
pero ellos ni ven.
El hervor de sus bocas
ha empañado de sexo los cristales.

Raíces verdeando en el vientre de la tierra,
buscan la rotura hacia el otro,
de la piel el lugar permeable.

Dos nubes estrangulándose
en la histeria de conocerse lluvia.


 Adam Martinakis












A veces es tan difícil encontrar la imagen que acompañe un texto, y hay días como hoy en los que un mismo artista pone imagen al poema, antes de que el poema sea...