El hombre se queda mirando el
horizonte, como si el extravío fuera el lugar donde corroborar la intensidad del azul de sus ojos. El arrimo es que nuestros cuatros ojos ensayen
lo ciclópeo de ese interregno al que llamamos beso. Aunque en estos instantes
me conformaría con contemplar cómo sobre los suyos deviene la luz de la tarde. Los
párpados entornándose y las horas resistiéndose a marcharse. ¿Cuánto
de corazón en la mirada? Soplar sobre la pupila y observar lo húmedo
desgajándose, tan parecido a cuando con los dientes arrancamos la fina telilla que recubre los gajos de algunas frutas. O quizás se trate de esperar a que los océanos se reubiquen sobre ese iris que como
animalillo medroso me rehúye. Ahogarse el ojo en la propia conmoción, el gesto
de una manita tratando de mantenerse a flote, los círculos que se dibujan
cuando sobre ellos se hunde como una piedra lo mirado. Sí, hay ojos que son de
ese modo, y una se pregunta qué es aquello que bajo sus aguas definitivamente
se acaba de perder. Trato de contarlos como quien contando los círculos de un
tronco puede determinar las edades de un árbol. Y caigo en el equívoco de
pensar que en ese hombre hay tanto de viejo como en el horizonte que se queda
mirando con sus ojos azules.
2 comentarios:
La complejidad de unos ojos que miran arrobados es indiscernible... Difícil leerlos... Un abrazo.
El hombre no será tan viejo como el horizonte, pero sí su mirada... ambos nacieron en el mismo instante, hace siglos. Y se reencuentran en los ojos de cada hombre nuevo que busca, como por instinto, un punto fijo donde anclar su extravío. Lo insondable de la mirada es producto de su no pertenencia...
Celebro esta pincelada en prosa!
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