Él era sobre todo una oreja. Una
gran oreja en la que mi pensamiento se volcaba. Como una cuenca sobre la que la
lluvia cae, torrencialmente, y encaja perfecta y hecha río. Por mucho que yo
imaginase sus ojos, el extrañamiento de la luz sobre ellos, las dos gitanas
caracoleando en sus pupilas. Por mucho que construyese o deconstruyese a partir
del pilar de su nariz aquella actitud siempre envalentonada de su rostro. Por
mucho que buscase el trazo un tanto infantil de aquellos brazos nerviosos
cuando hablaba. Por mucho que el sexo, la sonrisa, el beso, la broma, la
ternura, el desplome. Por encima de tantas y tantas cosas, él era
fundamentalmente una oreja. Una gran oreja. Dispuesta, entregada, sensible. La
oreja perfecta para tantas cosas que ya nunca le diría.
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